21 OCT 2018. El País
Cuando nuestros dirigentes hacen abyectas reverencias a los sátrapas saudíes, lo hacen en nuestro nombre
El 11 de septiembre de 2001,
varios súbditos saudíes, dirigidos por el saudí Osama Bin Laden,
perpetraron un devastador ataque terrorista contra Estados Unidos. La
respuesta de Washington consistió en invadir Afganistán, el país que
alojaba a Al Qaeda, e Irak, que no tenía nada que ver. Si alguien quiere
comprender la diplomacia, esa fue una excelente lección práctica. Nunca
se pensó en presionar a Arabia Saudí. Todo lo contrario. Se aplicó, con
la excusa de los atentados, un plan (absurdo) que llevaba años
desarrollándose para favorecer las ambiciones de Riad y Tel Aviv, los
grandes aliados en la región. La diplomacia no atiende a hechos. Atiende
a intereses.
Lo que llamamos política internacional consiste en la proyección de
los intereses locales. Tip O’Neill, un hábil parlamentario de Boston,
solía decir que la única política realmente existente es la que se
realiza dentro de una circunscripción electoral o, en los muy numerosos
regímenes dictatoriales, dentro de una esfera de poder. Todo empieza y
acaba ahí. Lo demás es farsa, cinismo y violencia.
Según informaciones turcas, un médico saudí llamado Salah Mohammed Tubaiqi practicó una autopsia en vivo al periodista saudí Jamal Khashoggi. Lo hizo en el consulado de su país en Estambul, mientras escuchaba música. Seguramente se puso una bata porque la diplomacia mancha.
Del eslabón final de la cadena diplomática cuelga casi siempre un
cadáver despedazado: en una mina de coltán congoleña, en una calle de
Yemen o Siria o en una sede consular.
Por supuesto, los diplomáticos son gente respetable. Como los
periodistas o los policías, desempeñan un trabajo ingrato que alguien
tiene que hacer. Igual que a los periodistas y a los policías, el empleo
les convierte en lúcidos o cínicos. A veces ambas cosas.
El régimen saudí consiste en una repugnante mezcla de riqueza
petrolera, brutalidad sin límites y miseria moral. Eso lo sabemos desde
siempre. Es el régimen que secuestra a un primer ministro de Líbano sin
que nadie mueva una ceja, que bombardea Yemen de forma salvaje, que
difunde por el mundo una versión del islam absolutamente cerril y que
considera el colmo de la liberalidad permitir que algunas mujeres saudíes conduzcan automóviles.
La tortura y asesinato (aún presuntos) del periodista Khashoggi
han suscitado la habitual indignación de las opiniones públicas
occidentales. A unos cuantos diplomáticos y a unos cuantos políticos les
corresponde ahora salir a la pista y acometer una torpe danza ritual,
en la que invocarán los derechos humanos mientras guiñan el ojo al
aliado saudí. Cancelarán encuentros pero mantendrán los contratos.
¿Hipocresía? No. Salvo que consideremos hipócritas a los trabajadores del astillero Navantia, para quienes resulta mucho más importante construir las cinco corbetas destinadas a las guerras saudíes
(son siete millones de horas de trabajo, caramba) que todos esos
barullos y crímenes de allá lejos. Salvo que aceptemos una gasolina más
cara y escasa. Salvo que asumamos que cuando nuestros dirigentes hacen
abyectas reverencias a los sátrapas saudíes, lo hacen en nombre de sus
intereses personales y de los nuestros. Que son mezquinos, pero
nuestros.
Ojalá tuviéramos otros. No es el caso.
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