CONTACTO

cofpas@gmail.com
@cofpas

viernes, 29 de mayo de 2020

Patrimonialización, clientelismo y patronazgo en la Administración




La Administración Pública maneja desde hace dos siglos un lenguaje propio que dificulta el entendimiento por la opinión pública de los fenómenos que en ella suceden. Términos como «politización», «profesionalización», «nombramiento a dedo», etc. describen una serie de rasgos de nuestra Administración que, más allá de la intención en su uso, tienen transcendencia en la vida social, económica y democrática de los ciudadanos.

Las elecciones en España garantizan la legitimidad democrática directa de los representantes de los ciudadanos e indirecta de los gobiernos. Estos dirigen la Administración y junto con ella formulan las políticas públicas. Ambos ejercen poder político sobre la sociedad y, en el nivel superior de la Administración, los políticos gubernamentales, los altos funcionarios o directivos públicos profesionales y los asesores políticos de los gabinetes intervienen en la adopción de las decisiones y en la dirección del aparato administrativo. Lo hacen con la participación variable de los grupos de interés y los expertos externos, aunque suele ser escasa en nuestro país como estamos viendo en esta pandemia. Estos son los motivos por los que es importante para los ciudadanos el perfil de los directivos públicos y la forma en la que acceden a ese nivel decisional y dejan de pertenecer a él.

La legitimidad funcionarial deriva del acceso a la función pública a la que nuestra Constitución le otorga nada menos que la categoría de derecho fundamental, cuando en su artículo 23, que también trata sobre las elecciones y la participación ciudadana, señala que los españoles «tienen derecho a acceder en condiciones de igualdad a las funciones y cargos públicos». Es decir, los funcionarios actúan legítimamente cuando su acceso responde al principio de igualdad y a los de mérito y capacidad que se establecen en el artículo 103 de nuestra Carta Magna. Así, se puede hablar de una legitimidad política de los representantes y políticos y de una legitimidad administrativa de los empleados públicos. Estas legitimidades no son absolutas y están en tensión permanente en todos los países democráticos.

El Gobierno tiene derecho a organizar la Administración y a rodearse de un equipo de confianza en virtud de que su legitimidad democrática. Pero este derecho tiene limitaciones, como se puede comprobar fácilmente, en casi todos los países de la UE y la OCDE. En estos, y en la Comisión Europea, el valor de la estabilidad de las organizaciones administrativas es importante, no porque sean sacrosantas, sino porque la alteración caprichosa de su estructura genera importantes retrasos, gastos, disfunciones, solapamientos, descoordinación e ineficiencias que sobrepasan ampliamente los meses iniciales de conformación de un Gobierno y afectan a la sociedad y a la economía. La Covid-19 desgraciadamente ha puesto de manifiesto algunos de estos efectos.

En España ha habido muchos ministerios que, tras su creación o remodelación, no han tenido ocasión de funcionar debidamente porque al poco tiempo se han visto envueltos en una reorganización o supresión por cambio de su titular o de Gobierno. La primera enseñanza que hay que extraer es que la organización administrativa no es patrimonio del Gobierno ni de sus integrantes, sino que debe primarse un elevado grado de estabilidad. Para ello es necesario distinguir entre áreas permanentes y otras de relevancia política coyuntural que no deben contar con el despliegue organizativo de las primeras. Cuando esto no se produce, crece en la opinión pública el decimonónico y recurrente debate sobre el «exceso de ministeriales» no discerniéndose entre la paja, las estructuras circunstanciales, y el grano, los necesarios servicios públicos que prestan los empleados públicos.

La tendencia de las últimas décadas en los países de la OCDE ha sido fortalecer los denominados «centros de gobierno», esto es, la estructura administrativa de apoyo al presidente o primer ministro y al gabinete o consejo de ministros. En nuestro país esta tendencia ha reforzado el creciente peso de la ejecutiva o ejecutivas del partido o partidos que apoyan al Gobierno y de los asesores políticos vinculados a ellas. Esto se ha producido desplazando paulatinamente a la alta función pública, singularmente en la Administración del Estado. El resultado es el debilitamiento de los procesos decisionales y de su implementación, función que corresponde en exclusiva a los directivos públicos profesionales, que son los que tienen encomendado el aparato jerárquico de la Administración y determinan la viabilidad de las decisiones. En la gestión de la pandemia podemos observar cómo se han agudizado las vulnerabilidades, especialmente de ejecución, de nuestra Administración. La enseñanza que se puede extraer es que la función directiva profesional tiene un papel indisponible en la actuación política, por lo que deben superarse los prejuicios políticos, la desconfianza y las tentaciones clientelares por parte de algunos políticos. Sin ella, como se suele explicar en las aulas, el producto de la acción pública daría 0.

La patrimonialización y la politización de la Administración se hacen más evidentes cuando se observa la distribución de sus puestos superiores entre políticos y funcionarios. En España existía un acuerdo tácito de carácter simbiótico entre la alta función pública y los políticos en la Administración del Estado desde hacía décadas, por la que estos tenían las manos libres para nombrar libremente a los titulares de la estructura superior de la Administración y los altos funcionarios se ocupaban del aparato administrativo sin mayores interferencias. Las tendencias politizadoras descritas y el relevante e inolvidable para los burócratas recorte retributivo de 2010 rompen esa alianza, que se agrava cuando acceden al Gobierno grupos o personas que desconfían de los directivos profesionales, acentuándose aún más las tendencias clientelares de nuestra Administración.

La profesionalización actual de los puestos superiores de la Administración estatal consiste en que los cargos de director general, con excepciones, y de subsecretario deben ser nombrados entre funcionarios que pertenezcan al grupo superior de las Administraciones públicas, sin más requisitos; esto sucede excepcionalmente en algunas comunidades autónomas. En esto nos diferenciamos claramente de los países de la OCDE y de la UE, en los que esos puestos, e incluso el de secretario de Estado o viceministro, deben ser provistos atendiendo a una serie de competencias profesionales en un proceso en el que se garantice la concurrencia y la igualdad; además, se realiza, en muchos casos, por órganos especializados independientes, como en Portugal. No se está diciendo que el político no pueda formar su equipo, sino que podrá hacerlo eligiendo entre los candidatos que hayan superado una evaluación competencial. Con ello se trata de evitar el exceso de patrimonialización y patronazgo de la Administración Pública.

Esto supone, para ser coherente, que todos los puestos de la Administración deben cubrirse por un procedimiento similar al descrito, atendiendo, claro es, al grado de responsabilidad que cada puesto tenga en la organización. De esta manera, el elemento central de la función directiva, del que deriva su legitimidad, no será el nombramiento político en los puestos superiores, sino el grado contrastado de competencia profesional. En este sistema la cuestión no estriba, como tantas veces se discute, en que se exceptúe, por ejemplo, un puesto de director general de la obligación de ser cubierto por un funcionario de carrera, sino en que se provea con alguien competente y respetuoso con los valores públicos. La última enseñanza es que deben eliminarse el clientelismo y el patronazgo, fuentes de corrupción, en el nombramiento del personal directivo público, que debe estar integrado por las personas más competentes y neutrales políticamente. Además, deben someterse a la evaluación de su desempeño y a rendir cuentas, como los políticos, los asesores y, en general, el resto de los empleados públicos. Este debe ser el eje central del futuro Estatuto del Directivo Público.

miércoles, 27 de mayo de 2020

Colaboración público privada: 7 riesgos y una reflexión general



Global Politics and Law


por Julio González García | May 26, 2020 

En la resolución de las situaciones de crisis, el recurso de los gobernantes a fórmulas de Colaboración Público Privada (PPP, acrónimo de Public Private Partnership) se suele poner de moda. En principio, la idea puede no ser vista con malos ojos. Un particular asume el coste de construir la infraestructura y el riesgo de su explotación económica, se paga en función del uso y volverá a manos publicas al final de plazo estipulado en el contrato. Esta es la teoría.
Los modelos de colaboración público privada no suelen ser operaciones simples. A partir de aquí comienzan los problemas, y, por ello, resulta imprescindible analizar muy cuidadosamente tanto el realizar una operación con esta fórmula jurídica como el articulado del contrato. La experiencia nos ha proporcionado demasiados ejemplos negativos, tanto por el coste, como por la mala calidad del servicio, por el deficiente control democrático y de ejecución e incluso por los efectos en clave de contabilidad nacional.
De hecho, el paso inicial, determinar que una prestación se realiza a través de una fórmula de PPP no suele venir precedida de un instrumento al que se recurre en otros países y que sirve para concretar sus ventajas para cada proyecto. Este estudio, que se denomina Public Sector Comparator, exige que se examine si la utilización de estos mecanismos aporta alguna ventaja añadida sobre lo que se podría obtener a través de su ejecución por parte del poder público a través de otros procedimientos. Con este instrumento lo que se debe extraer es el value for money que debe ser característico de los CPP. Si no se obtiene hay medios más económicos y sencillos, entre ellos el puro contrato de obras. Un dato esencial que lo que indica es que hay cierta ansiedad y poca reflexión a la hora de abordar los CPP.
Pero partir de este momento, los riesgos que pueden provocar los PPP se podrían estructurar del siguiente modo:
1. El riesgo del apoyo público y la dificultad del reintegro. Usualmente las operaciones de PPP tienen fórmulas de apoyo público tanto en los procesos de construcción de la infraestructura como en los de su explotación. En otro lugar, he relatado cómo este apoyo puede ser superior al dinero aportado por el concesionario con lo que el principio de que la mayor parte del riesgo de construcción y de explotación debe tenerlo el contratista no se da. Da igual la fórmula: si el Estado garantiza, como suele hacer, paga. Da igual si otorgó seguros de cambio y avales, rescató concesionarias en quiebra, confirió privilegios fiscales, entre otras cosas. Siempre paga… más.
2. El riesgo del rescate público. Una obra pública mal planificado, con un coste excesivo o con una inidónea asunción de riesgos por el contratista provoca que la entidad concesionaria entre en quiebra. El rescate de las autopistas de peaje españolas es un buen ejemplo que, además, se ha repetido en el tiempo. Aquí lo paradójico es que el Estado saldrá en su rescate con lo que no sólo perderá el reembolso del apoyo prestado sino que deberá hacerlo con las entidades financiadoras.
3. El riesgo del espejismo contable. En ocasiones, por impulso de Eurostat, las operaciones de PPP se han realizado con el objetivo de tener infraestructuras que no computen como deuda publica ni como deficit publico… aunque hay que pagarlas. Eurostat fue muy expresivo sobre cómo evitar el coste en déficit y deuda de una infraestructura a través de un manual que estaba hecho pensando en la contabilidad de diseño para las operaciones de PPP. En la actualidad las cuentas públicas están llenos de este tipo de activos tóxicos, además se han hecho a muchos años vista.
4. El riesgo del mayor coste. Una operación de PPP, sea de la naturaleza que sea, resulta mas cara que su realización a través de otros procedimientos. Hay dos razones que lo explican: el mayor tipo de interés que tienen que soportar las entidades privadas por comparación al Estado que nunca quiebra y, en segundo lugar, el beneficio industrial. Estamos hablando de un mayor coste que puede rondar el 25%.
Es un elemento denunciado por el Tribunal de Cuentas europeo en su informe de 2018 “Asociaciones Público privadas en la Unión Europea: deficiencias generalizadas y beneficios limitados”. Un sobrecoste, manifestado esencialmente en “los modificados”, esa gran lacra que hay en los proyectos de obra pública y que, en muchos casos, es consecuencia de una mala adjudicación de la obra por una rebaja de propuesta que impide la ejecución de la obra de una forma adecuada (y, que, además, puede ser una vía para la corrupción). Lo que no impidió, además, los retrasos en las obras.
Además, estos incrementos de costes de los proyectos suelen ser asumidos por el sector público, dado que el socio privado no suele asumir los riesgos económicos de los fallos de ejecución del proyecto. En España somos especialistas en el rescate de las autopistas de peaje, en una manifestación de la mala planificación de las obras y de que el socio privado no acaba asumiendo los riesgos económicos del proyecto, que recaen en manos públicas.
5. El riesgo de la Administración pública inadecuada. En el caso de nuestro país, carecemos en muchas ocasiones de un entramado institucional adecuado para la ejecución de los CPP. Un contrato de estas características precisa un conjunto de personas especialmente preparada, con experiencia en la materia, que permita extraer las consecuencias positivas de estos contratos. No nos podíamos beneficiar de cláusulas modelo, ni de orientación general ni nada parecido. El riesgo de que la Administración esté mal defendida en la planificación y gestión de los CPP es una realidad.
Pero esto también ocurre en el momento de la ejecución. Un PPP sin una Administración que controle al concesionario es un PPP ineficaz que regala dinero público. Los PPP requieren exhaustivos controles de calidad para determinar cuánto hay que pagar al contratista y para determinar el grado de satisfacción de los ciudadanos con los servicios. El contrato tiene que estar estructurado de este modo para garantizar el value for money tan típico de los PPP. Pero el papel de la Administración que está vigilante del contratista no termina aquí: cumple una función esencial para la determinación de cuáles son las necesidades básicas de la ciudadanía, lo que servirá para estructurar ulteriores contratos de forma adecuada.
6. El riesgo de la atipicidad legal. Las PPP son la consecuencia de que, en palabras de la Unión Europea, “son necesarias nuevas ideas, cláusulas innovadoras, así como la superación del concepto tradicional de “público” con el fin de fomentar esta tendencia a nivel comunitario”. Parafraseando el título de una novela de Julio Cortázar, un modelo para armar, un mecanismo abierto para que, en función de las necesidades públicas y las posibilidades de satisfacerlas por parte de los particulares se organice una relación contractual compleja, de difícil control democrático. Y con ello aparece el riesgo para lo público.
7. El riesgo del contrato a largo plazo y las dificultades de reinternalización. No podemos olvidar un dato complementario: en los proyectos a largo plazo -que constituye una característica del modelo- hay un momento en el que el licitador deja de tener interés en el mantenimiento del mismo con el mismo nivel de calidad. La razón es bien sencilla: es posible no vaya a rentabilizar la inversión. La ausencia de unidades de seguimiento del proyecto contribuyen a que su ejecución resulte, en consecuencia, manifiestamente mejorable.
Las experiencias también nos muestran las dificultades que existen para la prestación del servicio de forma directa, como han mostrado los supuestos de remunicipalización de servicios.
Como se puede ver, más allá de los problemas ideológicos (que también los hay y que se articulan sobre la privatización de lo publico) las PPP no son inocuas. Lo anterior no significa, en modo alguno, que se deban eliminar como forma de prestar servicios y proveer infraestructuras. Pero significa ser muy cuidadoso sobre qué operación se desarrolla bajo estos presupuestos y qué régimen jurídico se le proporciona y qué mecanismos cuenta la Administración para su vigilancia. Algo que las Administraciones públicas no suelen tener muy presente.
Y ello pese a que la propia Unión Europea ha señalado que, más allá de que sean fórmulas atractivas “está claro que el recurso a las APP no se puede presentar como una solución milagro para el sector público, agobiado por las presiones presupuestarias. Nuestra experiencia demuestra que una APP mal preparada puede dar lugar a costes muy elevados para el sector público”. Todo lo anterior lleva a una conclusión que se expone en las propias palabras del Tribunal europeo de Cuentas: “No promover un uso intensivo y más generalizado de las APP hasta que no se aborden los problemas detectados”.

sábado, 23 de mayo de 2020

Una Administración inercial



    • Manuel Arenilla Sáez


Existen diversos motivos que explican el distanciamiento de los ciudadanos españoles de su Administración que se basan en nuestra cultura político-administrativa, uno de cuyos rasgos es que rehúye el compromiso con el ciudadano. Esta característica se refuerza por el hecho de que nuestra Administración es insuficientemente diversa y representativa de la sociedad. No han bastado hasta ahora los llamamientos de la Constitución a la igualdad, el respeto al pluralismo y la objetividad. Quizá se entienda que estos principios se refieren a «la política» o a su cumplimiento formal y no efectivo.

Lo cierto es que, si atendemos a los estudios de las últimas cinco últimas décadas sobre los ocupantes de los niveles superiores de la Administración pública, encontraremos que estos burócratas muestran una polarización social, territorial, socioeconómica y educativa. Los estudios más recientes referidos a la Administración General del Estado concretan esta polarización en que la mayoría de los ingresados en los cuerpos superiores generales provienen de Madrid o han estudiado en Madrid -es similar en el resto de los cuerpos generales- , alcanzando en algunos casos el 80 %; hay comunidades con una casi nula representación en ellos como Cataluña y la Comunidad Valenciana y muy poca como el País Vasco y Galicia; se extraen de las clases media-alta y alta; el padres o la madre o los dos desempeñan funciones técnicas y directivas mayoritariamente y lo hacen significativamente en el sector público, como corrobora un estudio del CIS de 2006; y domina la carrera de Derecho. Las investigaciones que se vienen realizando en España sobre la burocracia desde hace cincuenta años muestran que, más allá de la evolución de las profesiones y de la incorporación masiva de la mujer a la Administración, apenas se han producido cambios en los rasgos señalados. Como hace ya muchos años señalara Baena, el ingreso en la Administración española en los cuerpos superiores es más una cuestión de cooptación que de selección.

Los sesgos citados funcionan automáticamente y se refuerzan por las inequidades de nuestro sistema educativo, especialmente por lo que se refiere a la educación universitaria. Según la OCDE, en España no existe movilidad educativa intergeneracional para un 55% de los adultos cuyos padres no alcanzaron la Educación Secundaria superior, en comparación con la media de la OCDE que es del 37%, aspecto en el que coincide la CRUE. En el estudio sobre las becas universitarias de la AIREF de 2018 hay que destacar lo siguiente: la beca de los que estudian fuera de su hogar no cubre el 20 % de sus gastos; y el 22 % de los beneficiarios iniciales de las becas no cambió de residencia porque no se lo podía permitir. En fin, en la investigación realizada entre 2017 y 2019 por la Xarxa Vives en 20 universidades se señala que el 55 % de los alumnos es de clase alta, el 34,4 % de clase media y 10,6 % de extracción social baja; solo el 22 % de los alumnos con poco bagaje cultural llega a estudiar en la universidad; y el 64 % de los alumnos tiene padres universitarios. Concluye este estudio señalando que el ascensor social encalla, que la verdadera selectividad sigue siendo la de origen socioeconómico y esta se arrastra desde las etapas educativas anteriores.

La insuficiente orientación al ciudadano de nuestra Administración, constatada en alguna investigación, y el perfil social, económico y territorial de los ingresados, que se ve reforzado por el sesgo de nuestro sistema universitario, muestran las grandes limitaciones para incorporar talento diverso y representativo de nuestra rica sociedad. Desgraciadamente el sistema selectivo ahonda las brechas sociales.

En un estudio del INAP de 2015 con el elocuente subtítulo «Condicionantes educativos, económicos, geográficos y familiares de los cuerpos superiores adscritos a la Secretaría de Estado de Administraciones Públicas», elaborado para justificar que no se debería exigir el título de posgrado para acceder a esos cuerpos, concluía en que las diferencias entre comunidades autónomas por lo que respecta a la población entre 25 y 64 años con estudios universitarios alcanzaba hasta 20 puntos porcentuales; el tiempo medio de preparación de una oposición  a esos cuerpos oscilaba entre 18 y 24 meses; el coste de la preparación de una oposición incluye el preparador, los temarios y el alojamiento, si se es de fuera de Madrid. En Francia, Alemania e Italia, por ejemplo, tratan de corregir con diversas medidas la infrarrepresentación en la alta función pública de una parte significativa de su población. En España se concedieron ayudas para preparar oposiciones para algunos cuerpos que, en general, no se han mantenido tras los ajustes que se adoptaron en 2010 y 2011.

El distanciamiento con la sociedad también se produce porque la cobertura de las plazas reservadas a las personas con discapacidad, que representan aproximadamente el 9 % de la población española, es desigual y la oferta se produce principalmente en los grupos de titulación más bajos. En el estudio del INAP, apoyado por CERMI, Fundación ONCE e Inserta Empleo, que sustenta estas afirmaciones también se señala que nada hay previsto para garantizar la carrera administrativa de esas personas una vez que ingresan en la Administración, a diferencia de lo que sucede en otros países. Finalmente, alredor del 5% de las personas con discapacidad tienen estudios universitarios.
Todo esto proyecta una imagen de la Administración ante los ciudadanos que dificulta la incorporación de talento innovador. Nuestros jóvenes emprendedores la ven al margen de las grandes transformaciones sociales, con poca capacidad de escucha y no la perciben orientada a crear colaboraciones reales de igual a igual. Sin embargo, estarían dispuestos a arriesgarse y formar parte de un proyecto público que cree valor y tenga un impacto real en la sociedad con su trabajo. En este punto deberíamos pensar qué tipo de talento es el que estamos atrayendo a la Administración y si estamos incorporando competencias como el aprendizaje continuo, la flexibilidad y la gestión del cambio, la innovación, el espíritu crítico, la orientación a la calidad, la proactividad, el trabajo en equipo y, como se ha señalado, la orientación a la ciudadanía; todas ellas tan necesarias en tiempos de la COVID-19. También debemos preguntarnos por los objetivos, los principios y valores que se incorporan en los procesos selectivos y en el día a día de la Administración y si se alinean, por ejemplo, con los de la Agenda 2030.

Las cuestiones relativas a la garantía de la igualdad efectiva, el pluralismo y la diversidad social, así como a los valores, metas y principios y al acceso a los centros de gobierno y decisionales exceden con creces el ámbito de la mera gestión pública y requieren una voluntad política explícita y firme para alterar la realidad cronificada descrita. De no ser así, habrá que hacer caso a la OCDE: los ciudadanos que sufren exclusión social ven mermados sus derechos civiles, sociales, económicos y culturales y su nivel de vida; y la falta de diversidad en la Administración Pública produce políticas sistemáticamente sesgadas. En tiempos de la COVID-19 parece que este es un riesgo en el que no se debería seguir cayendo.
#innovación #innovation #administración #administration #democracia #democracy #COVID

sábado, 16 de mayo de 2020

Cuando la Función Pública es un asunto nuestro

apertura_curso2016_2017 (85) editado.jpg


  • Manuel Arenilla Sáez



La regulación de las condiciones de acceso a la función pública y su carrera profesional remiten en última instancia a cuestiones de índole política propias de la conformación de nuestro sistema político. Entre estas hay que destacar la necesidad imperativa de garantizar la igualdad, el mérito y la la capacidad, y también la neutralidad de las personas seleccionadas, la asunción de unos valores públicos determinados, así como la representatividad social de la función pública.

En el acceso a la función pública se selecciona a las personas que van a ejercer un poder de naturaleza política sobre la sociedad en nombre de los ciudadanos. Este poder va perdiendo intensidad conforme se desciende por los peldaños de las organizaciones públicas y puede variar según las funciones y actividades administrativas. Es necesario plantearse también que los sistemas selectivos, además de garantizar los princi­pios constitucionales, deben ser sostenibles para los candidatos y la sociedad y que las pruebas han de ser equitativas. Esto significa que la Administración no puede desentenderse del resultado de la «foto finish», sino que debe cerciorarse de que se han cumplido efectivamente los principios constitucionales en el proceso selectivo y, posteriormente, en la carrera.

Desde el nivel directivo al resto de los escalones de la organización, la importancia de la selección, la planificación, la ordenación y la mejora del empleo público se encuentra en cómo afectan a principios como la igualdad y la representatividad y a quiénes adoptan las decisiones en el ámbito público. En este sentido, son relevantes la formación; la extracción social, educativa, profesional y territorial; y las relaciones, los valores y los intereses de los responsables que intervienen de una manera permanente en la formulación de las políticas públicas y que hacen posible su implementación.

El sistema político español facilita el acceso de los funcionarios civiles a la política mediante la regulación ventajosa de las condiciones de entrada y salida en ella frente al resto de la sociedad; esto es, se facilita que el nivel político se nutra de ellos; a su vez, eso se ve incrementado ya que determinados puestos de nombramiento político deben proveerse entre altos funcionarios. El primer efecto político de lo anterior es que el Gobierno y el partido o los partidos que lo apoyan disponen, en principio, de menos puestos de libre nombramiento. El segundo es que se favorece un sesgo, una determinada visión «burocrática» de la sociedad que puede reducir la diversidad y la pluralidad que existe en ella. El efecto final es la politización del estrato superior de los puestos de la Administración.

El sistema político-administrativo actual equilibra los dos efectos. Así, se podría afirmar que existe un pacto tácito en nuestro país entre la alta función pública y la política desde los años 60 del pasado siglo por el que la primera ocupa los puestos superiores sin demasiados requisitos competenciales y la segunda dispone de una amplia discrecionalidad para nombrar y remover los puestos superiores de las Administraciones Públicas, especialmente después de los cambios de Gobierno.

A primera vista podría parecer que se ha logrado un buen equilibrio dada su duración, pero eso es solo un efecto óptico, ya que no se incluyen en el pacto las consecuencias en la calidad democrática y, sobre todo, en la confianza ciudadana en las instituciones y sus integrantes, incluidos los empleados públicos. Ese equilibrio también nos muestra que su alteración pasa, precisamente, por incluir efectivamente la perspectiva ciudadana en las decisiones y actuaciones públicas y por garantizar la pluralidad y la diversidad, también en el nivel superior de la Administración Pública.

Hace tiempo que sabemos que la cosa pública es cosa de muchos; incluso un asunto nuestro.