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domingo, 29 de julio de 2018

LA FRAGILIDAD DEL SISTEMA DE MÉRITO (III): LAS OPOSICIONES (1)



Rafael Jiménez Asensio. estudiosectorpublico.com

Las “oposiciones” son una modalidad de proceso selectivo para el acceso al empleo público. Sus raíces, como ya se ha visto, se encuentran en el siglo XIX, de donde procede tan singular denominación.
La expresión, a pesar de su evidente arraigo y de estar recogida por la RAE como cuarta acepción, no es la más adecuada. Pero este es un tema menor. Lo importante es la esencia. Y, sobre ello, debo resaltar que las reflexiones que aquí se vierten se vuelcan solo sobre los niveles superiores de la Administración Pública (acceso a cuerpos y escalas o puestos de trabajo del grupo de clasificación A), que es dónde el sector público se juega su futuro.
Tradicionalmente, superar una prueba selectiva de ese carácter se ha vinculado con “ganar una oposición”, en cuanto que es un proceso competitivo: unos lo superan mientras que otros no. Su implantación se produjo como medio de taponar el clientelismo, el favoritismo y la arbitrariedad –que campaba a sus anchas- en el acceso a la función pública. Y para configurar ese freno institucional se apostó por un tipo de pruebas selectivas basadas en unos temarios (normalmente extensos) que se proyectaban sobre exigencias de contenido memorístico, aunque en algunos casos (los menos) trufadas con algún ejercicio práctico.
Las cosas han cambiado mucho desde entonces. Al menos la sociedad lo ha hecho. La tecnificación de plantillas se impone: en Francia 4 de cada 5 plazas cubiertas lo son del grupo de clasificación A. También –aunque en menor medida- ha cambiado la enseñanza, por lo que ahora importa la universitaria (con la entrada en escena, si bien con dificultades y de forma muy irregular, del “espacio europeo de educación superior”). Este dato, junto con la irrupción de Internet, el desarrollo de las tecnologías de la información y de las comunicaciones, las redes sociales, así como esa sobreabundancia de información instantánea y de consumo inmediato a través de innumerables aplicaciones en dispositivos móviles sobre cualquier ámbito que se precie, no destierran el conocimiento memorístico, pero sí lo relativizan mucho.
Las pruebas de acceso a la función pública en las democracias avanzadas caminan por otros derroteros, pues allí se da (aunque no en todos los casos) más importancia a las competencias vinculadas con las aptitudes y actitudes, que se acreditan fundamentalmente a través de tests y de entrevistas (por ejemplo: entrevistas estructuradas), y predicen, así, con mayor garantía la adecuación de la persona a las necesidades de la organización. La innovación, por tanto, ha arraigado ya desde hace años en los procesos selectivos de ciertos países. Algunos ejemplos de tales prácticas, tomados un tanto aleatoriamente, nos pueden servir de referencia: como es el caso de la Comisión de Servicio Civil de Canadá: https://www.canada.ca/en/public-service-commission.html; o la Oficina de Selección de la Administración Federal de Bélgica: http://www.selor.be/fr/. Los test de inteligencia general, así como de personalidad, se imponen, junto con otras muchas técnicas. La función pública no necesita “empollones”, sino personas que presten servicios públicos profesionales de calidad, con capacidad de adaptación, respuesta, iniciativa, creatividad e implicación.
En cualquier caso, hay una auténtica anorexia de marcos conceptuales y, por arrastre, una ausencia de competencias básicas para ejercer cabalmente las funciones asignadas (al menos es un fenómeno que observo) por un buen número de quienes dirigen o trabajan en el sector público. Además, hay un déficit de actualización a través del estudio. Parte de la culpa la tiene el sistema de acceso: que pone “todos los huevos en la cesta” de la oposición. La formación light (todavía dominante) contribuye a ese abandono. También el sistema de designación en posiciones directivas o de responsabilidad. No menos importante es la (casi) general inutilización de la evaluación del desempeño como palanca de cambio. Presente en las leyes y ausente en la gestión. Preocupante. ¿Dónde están la buena dirección pública y los profesionales (funcionarios) de excelencia? Salvo excepciones, que las hay, no abundan. No porque no haya capacidades potenciales, sino porque no se estimulan. Afortunadamente, todavía quedan mirlos blancos y personas comprometidas en la función pública. Sostienen el tejado de lo público antes de que se hunda. Y hay que agradecérselo, aunque nadie se lo compense: a los buenos funcionarios, paradojas de la vida, se “les premia” con más trabajo.
Las oposiciones, no obstante, siguen gozando de predicamento social y de una cierta áurea de legitimidad. Nadie cuestiona a los funcionarios, porque en su día “ganaron” unas oposiciones; esto es, superaron un proceso selectivo. Nadie se pregunta cómo ni de qué se les examinó (por cierto de cosas que, por lo común, nada tienen que ver con el presente). Superar una oposición se convierte, así, en patente de corso. Es el acto más importante de una “carrera administrativa” que fomenta de ese modo “el quietismo”. Ganada la plaza, se puede dormitar. No obstante, sin evaluación no hay remedio. No sabemos objetivamente qué se hace ni cómo se hace: lo intuimos. Y punto. Una gran paradoja del “modelo”. Disfuncional a todas luces.
La oposición se considera un método objetivo, más aún en un país en el que la recomendación y el favor están todavía presentes por todas las esquinas. Y, ciertamente, lo puede ser, siempre que se plantee cabalmente. Actualmente, el problema real de las oposiciones no es ni su denominación ni tampoco su función como procedimiento de acceso a la función pública o al empleo público. Las objeciones que se pueden plantear frente a este procedimiento selectivo hacen referencia a su trazado o, por ser más preciso, en lo que afecta a su diseño. También a su configuración institucional, en particular a las (escasas) garantías materiales (no formales) que rodean su desarrollo. Veremos ambos temas, pero en entradas posteriores.
Antes, para cerrar este “aperitivo”, una observación previa: la oposición –en puridad- tendría que ser el procedimiento ordinario de acceso a la función pública, puesto que es el procedimiento selectivo que salvaguarda objetivamente con mayor intensidad los principios constitucionales de igualdad, mérito y capacidad.
No obstante, el marco normativo vigente (TREBEP) acepta que tanto la oposición como el concurso-oposición sean los sistemas de acceso ordinarios al empleo público. Hecha la Ley, hecha la trampa: el concurso-oposición, a través de un empleador débil e irresponsable que acepta sin rechistar la presión de unos sindicatos (desatendiendo ambos el interés público que comporta un acceso democrático y exigente a una función pública o empleo público al servicio de la ciudadanía), se ha convertido, así, salvo en contadas excepciones, en el sistema ordinario de acceso al empleo público: nada mejor que “trucar” las pruebas edulcorando las bases. Tema muy viejo, hasta insultante, que los tribunales (empezando por el Constitucional) se han venido “tragando”. Tal vez sea hora de volver a los principios, esta vez constitucionales. Y reforzar su aplicación. Pero no me interpreten mal, bien planteado (siempre que la fase de concurso se diseñe correctamente y su peso sea proporcionado) el concurso-oposición es un buen sistema, pervertido es la antesala de la corrupción (no otra cosa es la quiebra del principio de igualdad, mérito y capacidad). Las cosas por su nombre. Que quede claro. Nada contra el concurso-oposición, todo contra su mal o perverso uso.
Hay a quien le cuesta entender que lo público lo pagamos todos. También la nómina de los funcionarios y de los empleados públicos. Y queremos (más bien es una exigencia democrática y funcional) que, como es obvio, quienes nos sirvan sean los mejores y lo sigan siendo en el ejercicio ulterior de sus funciones. Queremos médicos, profesores, policías y funcionarios o empleados públicos excelentes. No personas mediocres ni mucho menos amigos, clientes, familiares o colegas del colegio de quienes tienen el atributo de nombrarlos o contratarlos a través del “dedo democrático”, del que se vanagloriaba un necio alcalde (como expuso, en su día, Francisco Longo). Tampoco queremos “clientes” de los sindicatos. Solo buenos empleados.
Hay una idea que está muy arraigada en aquellos países con instituciones sólidas, no entre nosotros desgraciadamente. Y no es otra que la naturaleza democrática del acceso a la función pública. Profesionalidad de la función pública y democracia son cuestiones que no se pueden escindir. Quien no entienda esto no entiende nada de lo que es un Estado democrático. En la página Web de la Comisión de Función Pública de Canadá se explica perfectamente y en pocas palabras: el objetivo fundamental que se persigue es disponer de “una función pública no partidista, fundada sobre el mérito y representativa, al servicio de todos los ciudadanos”. Aclaremos que la igualdad en Canadá es consustancial al principio de mérito. En el Reino Unido, los principios en los que se asienta la selección son el mérito, la objetividad e imparcialidad y el carácter abierto de las convocatorias. El poder de los principios.
En España la oposición solo se aplica para el acceso a los cuerpos de élite de la Administración General del Estado y en algunos otros casos más. Una minoría frente al reverdecer del concurso-oposición. Y eso es algo que se oculta. Todo lo más se intuye. En efecto, de forma imperceptible se vuelve a imponer de forma generalizada el procedimiento selectivo denominado concurso-oposición que, por su estructura y finalidad, debería ir dirigido a cubrir determinados puestos de trabajo que, por sus especiales características, exigieran acreditar experiencia previa contrastada o destrezas específicas. Pero, además, se pretende pervertir su esencia: no se premian méritos, se beneficia la antigüedad y otras menudencias formales. Sobre esto ya me despaché a gusto en la anterior entrada.
Se avecinan convocatorias ingentes de pruebas selectivas por “concurso-oposición”. En la sociedad de las TICS y de la transparencia es difícil ocultar lo obvio: no diga proceso selectivo cuando lo que pretende es otra cosa. Si no se hace con garantías, un proceso selectivo puede transformarse fácilmente en una estafa ciudadana. Habrá impugnaciones en cadena. Las soluciones no son neutras, menos cuando te juegas un “salario para toda la vida”. Como recordara hace más de veinte años Alejandro Nieto, el ingreso en la función pública produce “una situación de alivio existencial”: tener la vida solucionada “para siempre”. Veremos si es así en el futuro. Pero, de momento, hay mucho interés “económico” y “personal” en cosas aparentemente tan mundanas. Y eso trufa el debate. Más aún en un sociedad en la que el empleo (privado) está cargado de precariedad. Un empleo público, como afirma el profesor Joan Mauri, es un bien económico muy preciado, también en la sociedad de los millennials.
En conclusión, hay que recuperar el acceso a la función pública como principio democrático (pues así se encuadra ese derecho fundamental en el artículo 23 de la Constitución). Por tanto, solo quienes acrediten talento y virtudes en procesos competitivos y abiertos (sean interinos, temporales o candidatos en general) deben ser merecedores de un empleo público estable retribuido al servicio (siempre “al servicio”) del resto de la ciudadanía. Lo demás es jugar con fuego, sembrar vientos para que se recojan tempestades. Aboguemos por una selección de empleados públicos adaptada a los tiempos. Exijamos que nuestros funcionarios y empleados públicos sean los más cualificados, acreditándolo tanto en el momento de su ingreso como en el ejercicio de sus funciones. Es algo que nos merecemos. Y, además, lo pagamos. Es un derecho de esencia democrática. No solo un derecho fundamental, que también. El valor objetivo de una buena selección de empleados públicos es algo que no tiene precio. Enriquece a las instituciones y también a la sociedad. Lo contrario es miseria, que solo beneficia a estómagos agradecidos.

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