En la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 26 de agosto de 1789 se recogió el principio de igualdad, que en su proyección sobre el acceso a los empleos públicos se completaba con el principio de capacidad y, asimismo, con expresa mención a las virtudes y talentos. Un artículo 6 preñado, sin duda, de modernidad. El complejo contexto de la Revolución francesa no permitió, sin embargo, que tal principio cuajara. Los movimientos en la nómina de la Administración Pública fueron constantes.
Las Constituciones de Europa continental de finales del XVIII y del siglo XIX se hicieron rápidamente eco de ese principio de igualdad, al que completaron con las ideas de mérito y capacidad. Su plasmación formal tampoco supuso, en cambio, una efectividad en su aplicación. Al empleo público en Europa, con la excepción de la Administración prusiana y algunos cuerpos de la administración francesa (auditores del Consejo de Estado), se ingresaba por “vías paralelas”. El principio de mérito tardaría (allí donde en realidad lo ha conseguido) muchas décadas en asentarse.
En Inglaterra el principio de mérito no comenzó a ser efectivo hasta el Informe Northcote-Trevelyan de 1853, y fue un proceso gradual. En Estados Unidos su implantación fue aún más tardía. Los desgarros producidos por el sistema de botín (spoils system) en la Administración estadounidense, impulsado por el “populista” Presidente Andrew Jackson a finales de la década de los veinte del siglo XIX, no comenzaron a paliarse hasta la aprobación de la Pendlenton Act de 1883. Mientras tanto la corrupción echó profundas raíces en ese país. Algo que no cambiaría hasta bien entrado el siglo XX. La historia es conocida, pero conviene recordarla.
El caso de España es aún más tardío. En este país el principio de igualdad en el acceso al empleo público estuvo presente en buena parte de las Constituciones decimonónicas, pero su aplicación fue prácticamente nula. A través del sistema de cesantías, la aplicación castiza del spoils system (como lo denominara el profesor Alejandro Nieto), los empleados públicos entraban y salían de la Administración Pública en función de las preferencias políticas y personales de quienes gobernaban en cada momento. Los intentos de profesionalizar el acceso a la función pública por parte de López Ballesteros (1827) y de Bravo Murillo (1852) fueron píos deseos. Tan solo algunos cuerpos especiales de la Administración Pública garantizaron el acceso mediante pruebas selectivas. En el Poder Judicial las pruebas de acceso no se implantaron hasta 1870. Comenzaron a aflorar, así, las denominadas “oposiciones”; una expresión impropia de tiempos pretéritos que tal vez sería oportuno ir desterrando o sustituyendo por otra. Algo, no les oculto, muy difícil de erradicar. Sus raíces son muy profundas.
Perforada por la política, intereses personales e impulsos nepotistas, la Administración española del siglo XIX ofrecía una imagen paupérrima en lo que a profesionalización respecta. El carácter patrimonial de la Administración fue la nota determinante de ese período. Una debilidad institucional evidente, a diferencia de otros países europeos que fueron corrigiendo paulatinamente ese déficit.
El siglo XX tampoco mejoró en exceso las cosas. Los sistemas de cesantías, ya muy reducidos en sus efectos, no fueron eliminados hasta la reforma de Maura de 1918. La “oposición” parecía erigirse como medio de acceso a la función pública. Su formato era, por lo común, muy preciso: pruebas orales y escritas sobre unos extensos temarios que los aspirantes debían memorizar, normalmente tras años de estudio con “preparadores” que les tomaban “la lección”. Este era el elemento de objetivación determinante: la capacidad memorística y la facilidad en reproducir los contenidos de los temas de forma ágil y rápida, como buen papagayo. Con ello se evitaba, ese era el argumento, cualquier resquicio de arbitrariedad.
Vinieron luego años, tras la II República y la Guerra Civil, de “selección negativa” (depuración de funcionarios públicos) o de “oposiciones patrióticas”, pero poco a poco la oposición fue transformándose, con su formato tradicional, en el modo de acceso a la función pública. Algunas de estas oposiciones eran muy exigentes (cuerpos de élite) y otras menos. Sigilosamente, a lo largo del tiempo, fueron apareciendo formas bastardas de la oposición: el concurso-oposición o el concurso. En el primero se valoraban méritos junto con los conocimientos. En el segundo, solo méritos. Eso sí, el mérito entendido como “papel” (certificaciones de cursos, antigüedad, titulaciones, etc.). Pero ahí no se detuvo la cosa, el tardofranquismo, que encumbró a los cuerpos de élite a la dirección del Estado, también creó algún que otro engendro: las “pruebas de acceso restringidas”, en las que solo podían participar quienes “ya estaban” como “interinos” prestando servicios en las Administraciones Públicas: la función pública “paralela” adquiría el estatus de mayoría de edad (“de carrera”).
Sorprende, en todo caso, ante la eclosión del sistema de oposiciones que se mantuvieran las prácticas clientelares, nepotistas o el más puro amiguismo. En efecto, tales patologías no se erradicaran nunca del sistema de acceso a un empleo público. Siempre era más fácil entrar en determinados niveles de la Administración cuando se tenía “un enchufe”. Este era, en verdad, el medio más efectivo de ingreso. Así, no cabe sorprenderse de la patología que implicó que Primo de Rivera, en su afán retórico de limpiar la Administración, prohibiera los enchufes, cosa que ni corto ni perezoso el propio Franco replicó también. ¡Cuál sería el grado de penetración de tal práctica corrupta para que se aprobaran tales medidas!: Prohibir los enchufes era luchar contra la impotencia. La personificación del “enchufe” (una persona siempre influyente) antes era el cacique, gobernador civil o alcalde, cuando no el ministro. Más adelante fueron los partidos (y sobre todo aquellas personas que ocupaban posiciones de poder en tales estructuras) los que hicieron ese papel “mediador” o, peor aún, de “conseguidor” de empleos públicos. Los (malos) ejemplos recogidos en el excelente libro Política en penumbra (Siglo XXI, 1996) son impagables. España, fuera cual fuese el régimen político (conservador, liberal, republicano, nacionalista o demócrata), siempre tuvo una honda penetración clientelar.
Cuando en 1978 se (re)implanta el régimen constitucional, la situación de la función pública era bipolar: por un lado, estaban los cuerpos de élite para cuyo acceso se requería superar pruebas selectivas (oposiciones) altamente exigentes (en temario), algo que normalmente solo quien procedía de familias pudientes o de sagas funcionariales acreditadas se lo podía permitir (la extracción sociológica de los miembros de los cuerpos de élite de la Administración española no es un asunto baladí); por otro, había otros cuerpos de la Administración Pública que debían también superar pruebas selectivas, pero cuyos niveles de exigencia eran menores y, en no pocos casos, tales procesos se edulcoraban con sistemas de ”concurso-oposición” o simplemente de “concurso”, cuando no de pruebas restringidas. Pero, además, en el fondo del problema continuaban arraigando las prácticas seculares de corte patológico: el enchufismo no había desaparecido, se fue transformando gradualmente en clientelismo político, tanto en el acceso a un empleo público temporal o interino como en la provisión de los puestos de trabajo más altos de la estructura del empleo público o en los niveles directivos o de personal eventual. Los tribunales de acceso a cuerpos de élite tampoco estaban (ni creo que lo estén) exentos de “influencias fuertes” que corregían “la discrecionalidad técnica” a favor de determinados apellidos. La colonización de la alta administración por la política fue absoluta a partir de 1978. Luego hubo alguna medida correctora, pero siempre tibia. Y en esas seguimos, cuarenta años después.
Así las cosas, no cabe sorprenderse de nada. La fragilidad del sistema de mérito en España viene de lejos. Cambiar estas prácticas llevará mucho tiempo (décadas), como se ha demostrado en otros países. Se requiere voluntad férrea y tesón. Sin una función pública o un empleo público altamente profesional e imparcial no se construye una democracia eficiente ni menos aún una Administración Pública que preste servicios de calidad a la ciudadanía. Todavía queda mucha huella de Estado patrimonial en la función pública. La “Administración impersonal”, como la calificaba Fukuyama, es un presupuesto básico del Estado democrático. La presencia del principio de mérito palidece aún mucho en el ámbito del poder territorial (algunas Comunidades Autónomas y no pocas entidades locales; algo bien estudiado por Javier Cuenca), pero es especialmente grave en el sector público institucional, donde, por lo común, la selección por mérito es la gran ausente.
El economista Carlos Sebastián, en su libro España estancada, censura el deterioro sufrido por la Administración, poniendo de relieve que “en las últimas décadas se ha producido un cierto retroceso en la calidad del aparato del estado”. Califica al país como un “Estado neopatrimonial” y aboga por la necesidad imperiosa de reformar la Administración Pública, también los sistemas de acceso (a los que dedica algunas reflexiones muy críticas). Nadie parece tomar nota de tales retos.
La fragilidad del principio de mérito es, sin embrago, un pésimo síntoma del estado de salud de una sociedad y del estado de revista de sus poderes públicos. Si queremos un sector público competitivo e imparcial se debe reforzar hasta el infinito el vigor y la aplicación efectiva de ese principio de mérito. Las administraciones públicas y las entidades de su sector público deben captar –como decían los revolucionarios franceses- personas con “virtudes y talentos”. Moralmente rectas y profesionalmente las más capaces. No hay otro camino. No lo busquen. Si van por otro lado se engañan, también engañan a la ciudadanía (o a los “opositores” de buena fe que creen en la limpieza de los procesos selectivos) y, algo peor, incurrían en malas prácticas, cuando no en corrupción. Invertir en la defensa del principio de mérito es fortalecer las instituciones.
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