28 febrero 2019
Desprivatizar los partidos
José Antonio Gómez Yáñez / Joan Navarro
Gedisa, 2019
“Un partido político español tiene menos obligaciones de
control y de transparencia de sus cuentas y funcionamiento que una
comunidad de vecinos, una cooperativa o una empresa”. Los sociólogos
José Antonio Gómez Yáñez y Joan Navarro, autores del libro Desprivatizar
los partidos, se sirven de esta contundente afirmación para mostrar
gráficamente la ausencia de una normativa legal que regule
suficientemente la organización y el funcionamiento de las formaciones
políticas, los derechos de sus afiliados, la rendición de cuentas de sus
dirigentes o el control de sus recursos.
Desprivatizar los partidos
José Antonio Gómez Yáñez / Joan Navarro
Gedisa, 2019
En el arranque del libro los autores explican que el objetivo de su
trabajo es despejar la incógnita de si los partidos políticos son
entidades privadas o públicas, es decir, si sus funciones se limitan al
ámbito de los intereses de sus miembros o si su actividad se desliza
hacia terrenos que afectan al conjunto de la sociedad. Sostienen que si
se llegara a la conclusión de que son entidades privadas, propiedad de
sus miembros, la regulación pública podría ser sucinta, pero si la
conclusión es que son entidades públicas “su funcionamiento debe ser
regulado minuciosamente como instrumento para garantizar que sus
funciones se cumplen adecuadamente”. Y su conclusión es que son
híbridos, que forman parte de ambas esferas, pero también que en su
vertiente pública son “la pieza clave”, “el centro de gravedad” de la
acción política.
Aunque la pregunta de si son entidades públicas o privadas es
esencial en el libro, el estudio va mucho más allá, porque para avalar
una respuesta Gómez Yáñez y Navarro hacen una disección meticulosa del
funcionamiento interno y del (gran) poder real que tienen los partidos.
También se adentran en cómo ha caído el apoyo a los partidos centrales y
aumenta el apoyo a partidos hasta ahora marginales o a nuevos partidos,
y en cómo los partidos tradicionales “son incapaces de canalizar el
descontento de los sectores sociales que han perdido con la crisis o que
ven bloqueado su acceso a las clases medias”. Todo ello como
consecuencia de la crisis de 2007. Y los autores ofrecen también
soluciones, como las reformas de la Ley de Partidos y de la Ley
Electoral.
El hecho de que se vea a las formaciones políticas como parte de la
sociedad y no del Estado o del proceso institucional de toma de
decisiones es en parte consecuencia del modo en que las constituciones, y
en particular la española, recogen el papel de los partidos. La Carta
Magna refleja la ficción de que existiera una relación directa entre los
electores y los elegidos, como si las organizaciones políticas no
tuvieran en ello un papel clave, pero lo cierto es que donde se produce
la selección de los dirigentes y la elaboración de las decisiones
políticas es en el interior de los partidos, de manera que “los
parlamentarios son meros agentes de la voluntad de sus partidos”. Los
autores enumeran las acciones de los partidos: toman las decisiones
políticas fundamentales, elaboran leyes, aprueban tratados
internacionales, reforman la Constitución, dan lugar a la acción del
Gobierno, la controlan, y eligen a los miembros de los órganos
constitucionales, judiciales o reguladores y de otras muchas
instituciones del Estado.
Si los partidos tienen tanto poder público parecería lógico que su
funcionamiento interno tuviera una regulación legal más estricta. Pero
se da la paradoja de que son ellos mismos quienes tienen que tomar la
decisión de autorregularse, no porque sean ellos los que aprueban sus
estatutos internos, que sí lo hacen, sino porque “son los partidos
quienes deben proponer y aprobar su propia regulación en el parlamento”.
De hecho, si en los 40 años de democracia no se ha realizado una
modificación profunda de la Ley de Partidos se debe a la resistencia de
estas formaciones a hacerlo. Porque, finalmente, es mucho más
conveniente para sus dirigentes una ausencia de normativa que les deje
las manos libres para organizar los partidos a su gusto y medida.
No se puede decir, no obstante, que los partidos se queden inmóviles
ante la pérdida de apoyo ciudadano, por el contrario, son organizaciones
que “se adaptan y evolucionan” para sobrevivir. Una cuestión diferente
es si su adaptación y evolución es la adecuada y si las decisiones que
adoptan, aparentemente en beneficio de una mayor democracia interna, son
las oportunas. En los últimos años, prácticamente todos los partidos
españoles —al igual que otros en el ámbito europeo— han incorporado a
sus hábitos las elecciones internas para la designación de sus líderes
y, en algunos casos, para la selección de los candidatos electorales.
Pero los autores se adentran en las consecuencias de esas elecciones
internas y dudan de que redunden en una mayor democratización: “Lejos de
representar el triunfo de las bases frente a los aparatos —afirman—,
suponen el triunfo del líder (y su equipo) sobre las viejas oligarquías
internas, normalmente de corte territorial”.
Las elecciones internas no parecen, por tanto, la panacea para la
falta de democracia en el funcionamiento de los partidos. Más bien al
contrario, lo que ocurre es que el líder elegido por las bases designa
personalmente a su equipo directivo, tiene influencia en la nominación
de los miembros de los órganos que tienen que controlar su gestión,
somete a la decisión de las bases los temas centrales de la
organización, pero siendo el propio líder el que decide qué, cuándo y
sobre qué. Es decir, que el líder se refuerza frente al partido y los
mecanismos de control interno se atenúan.
Los autores sostienen, además, que si ese líder llega a la
Presidencia del Gobierno se encontrará con que “es, probablemente, el
dirigente occidental que más poder tiene sobre su sistema político”. Esa
realidad derivaría de la propia Constitución de 1978, “que fue
redactada bajo la obsesión de la estabilidad”, temerosos los
constituyentes de que se reprodujeran los vaivenes de los gobiernos de
la II República y de la sospecha de que la debilidad gubernamental podía
facilitar un golpe de Estado. Así que, como explican Gómez Yáñez y
Navarro, se diseñó “un entramado institucional de estabilidad
acorazada”, cuya clave es la casi inmovilidad del presidente del
Gobierno y su posición eminente en el proceso político. El presidente
solo puede ser destituido por una moción de censura constructiva, que
requiere un acuerdo mayoritario y la inversión de alianzas en el
Congreso de los Diputados. Solo una ha triunfado, la presentada por el
PSOE el 1 de junio de 2018.
Mientras, el presidente del Gobierno toma decisiones fundamentales
que en otros modelos están repartidas: nombra y cesa a los ministros,
decide las fechas de los discursos fundamentales que marcan la
legislatura, determina la convocatoria electoral, dictamina la
presentación de recursos de inconstitucionalidad y designa a través del
Gobierno magistrados al Tribunal Constitucional, CGPJ, Tribunal de
Cuentas, Defensor del Pueblo y otros órganos reguladores. Y en caso de
bloqueo de la acción del Gobierno, dispone del Real Decreto para avanzar
en la legislación. En la práctica, además, designa a los miembros de
los grupos parlamentarios, que están sometidos a la disciplina interna,
entre otras razones porque es el partido, bajo la influencia de su
líder, el que designa a los candidatos que se presentan en listas
electorales cerradas y bloqueadas. Los autores concluyen que esa apuesta
por la estabilidad adoptada en el Transición “está mostrando efectos
negativos” 40 años después.
Reformas para el sistema
El profundo e inteligente análisis de la situación de los partidos
que han hecho Gómez Yáñez y Navarro no se queda solo en el diagnóstico
de la situación sino que va más allá, porque los autores se arriesgan a
ofrecer soluciones, en concreto a proponer algunas reformas de la Ley de
Partidos y de la Ley Electoral. Partiendo de la recomendaciones
realizadas por la asociación Más Democracia, de la que ambos son
miembros, sugieren cambios en la Ley de Partidos dirigidas a una mayor
democratización de las organizaciones, con congresos y reuniones de los
órganos de control más frecuentes, elecciones internas para cargos del
partido y con participación de los simpatizantes para las de los
candidatos, mayor transparencia, más compromiso en los programas
electorales, libertad de conciencia de los electos y responsabilidad
penal de los miembros de la ejecutiva por la financiación. En cuanto a
la Ley Electoral, las modificaciones recomendadas buscan una mayor
proporcionalidad, mayor acercamiento de los diputados a sus electores,
con elección directa de al menos la mitad de ellos en distritos
unipersonales, limitación del número de mandatos y, hasta que estas
reformas se apliquen, desbloquear las listas para que los ciudadanos
puedan expresar sus preferencias.
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