Atlántica XXII
Reflexiones y convicciones sobre el problema democrático que
suponen medios de comunicación dependientes de los grandes poderes,
económicos o políticos, explican iniciativas como la que acaban de tomar
ATLÁNTICA XXII y El Salto para intentar poner en marcha un periódico
digital en Asturias. Si se consiguen para el grupo nacional El Salto 500
socios en Asturias nacerá ese nuevo medio con el nombre de Atlántica El
Salto. Esa misma preocupación aborda el periodista y escritor Pascual
Serrano en un artículo publicado en el número 48 de ATLÁNTICA XXII, el
pasado mes de enero. Reproducimos a continuación ese artículo de
Serrano, que sería uno de los colaboradores del nuevo medio.
Medios por encima de la democracia
Pascual Serrano / Periodista y escritor.
Los medios de comunicación tienen como función informar a
los ciudadanos de lo que sucede en su país y en el mundo, si bien
adoptan una determinada línea editorial. La cuestión surge cuando
descubren que su influencia es determinante para crear opinión pública y
se encuentran con propuestas políticas que afectan a sus intereses.
Renaud Lambert se preguntaba en Le Monde Diplomatique: ¿qué
sucede cuando el programa que conduce a la elección de un dirigente
político lo lleva a afectar los intereses del sector privado o de los
dueños de los medios de comunicación? O no solamente de sus dueños, sino
de todo el entramado económico y financiero en el que se desenvuelven
la rentabilidad del medio.
El director del Centro de Competencia en Comunicación de
la Fundación Friedrich Ebert, el colombiano Omar Rincón, se pregunta si
más que defender a los medios del Estado, como se suele argumentar
desde las tesis neoliberales, lo que hay que hacer es defender al Estado
de los medios. Rincón se refiere a los Estados porque se sitúa en un
marco latinoamericano donde hay determinados Gobiernos progresistas
enfrentados a las empresas de comunicación. Esto no sucede en Europa,
pero sí tenemos una confrontación entre determinadas opciones o líderes
políticos y los intereses de estos medios. Por lo que no es aventurado
preguntarse si, en muchas ocasiones, los emporios mediáticos no pueden
ser más poderosos que los políticos que osen enfrentarse a sus
intereses.
Un poder incontrolable y antidemocrático
El desarrollo de las democracias representativas y el
capitalismo avanzando ha alcanzado un punto en el que el poder acumulado
por el denominado cuarto poder es gigantesco. De esa supuesta función
de control de los otros tres poderes (Legislativo, Ejecutivo y
Judicial), hemos llegado a un nivel en el que la hipertrofia del poder
mediático le ha convertido en el más incontrolable de todos, además del
menos democrático. Incontrolable porque no existe ningún contrapoder que
lo limite. Los Gobiernos tienen oposición; los empresarios, sindicatos;
las firmas comerciales, consumidores, pero ¿cuál es el contrapoder de
los medios? Y es el menos democrático porque, a diferencia de los otros
tres, no existe ningún mecanismo de elección para quienes ejercen el
poder mediático.
El neoliberalismo ha descubierto también que intervenir
políticamente a través de los medios, incluso convirtiéndolos en agentes
políticos, puede ser muy eficaz, pero ilícitamente eficaz. La supuesta
igualdad de oportunidades con la que partidos o candidatos se deberían
presentar ante los ciudadanos para buscar su apoyo se convierte en
ventaja para los que disponen de medios de comunicación o de dinero para
protagonizar una buena imagen en los medios. El control y la
transparencia económica a la que se debe someter un partido político,
cuyos ingresos están limitados y controlados, desaparece al tratarse de
una empresa privada de comunicación que puede manejar los recursos que
considere y recibir libremente ingresos de anunciantes o accionistas.
Además la aureola de agente informativo neutral e imparcial con la que
se presentan los medios resulta más eficaz para el convencimiento
político que el discurso lógicamente sesgado de un partido. Esa
militancia de los medios es la que les lleva a coordinar campañas tan
burdas como la de estigmatizar un vocablo, el de populismo, para, a
continuación, endosarlo a cualquier opción política o líder que no les
guste por dispar que sea: Putin, Trump, Podemos, Chávez, Le Pen, Beppe
Grillo…
Los grandes medios, en su abusiva explotación de la
libertad de expresión, han logrado el apoyo de grandes organizaciones
sociales incluso para mentir. El director de la división de las Américas
de la organización Human Rights Watch, José Miguel Vivanco, afirmó que
“el derecho a la información abarca todo tipo de información, inclusive
aquella que (…) pueda resultar ‘errónea’, ‘falsa’ o ‘incompleta’”. Pero
justificar el derecho a una información falsa supone violar otro
derecho, el de recibir una información veraz. Y este último sí está
perfectamente explicado en numerosas normas de alto rango, sin ir más
lejos, la Constitución española.
A pesar de ello, en España hemos tenido que soportar
durante más de una década las mentiras y manipulaciones de algunos
medios sobre los atentados del 11-M, incluido el pago a testigos para
que falsearan la realidad, sin que ello tuviera ninguna consecuencia
legal contra esos medios y periodistas.
Falsedades frecuentes e impunes
Las falsedades difundidas en los medios son tan
frecuentes como impunes. En marzo de 2014, algunas televisiones y prensa
difundían fotografías de supuestas armas que manejaban manifestantes
madrileños contra la policía. Finalmente resultaron falsas, se trataba
de objetos incautados por la policía en circunstancias que nada tenían
que ver con las manifestaciones. En 2015 en la televisión pública
española se difundía un supuesto desnudo de la dirigente andaluza de
Podemos Teresa Rodríguez que resultó ser falso y una presentadora
hablaba de las propiedades curativas del aroma de limón. Difundir
mentiras y fotos falsas solo le supuso un “reproche” del Defensor del
Espectador, el Radioyente y el Internauta de RTVE.
Los medios no tienen que rendir cuentas por sus
informaciones falsas por el uso de fuentes inapropiadas o por la falta
de contraste de las noticias. En los primeros días de diciembre, los
medios difundieron la mentira de un padre que pedía ayuda para financiar
en Houston una operación que salvaría la vida de su hija, víctima de
una rarísima enfermedad. Aunque, efectivamente, la niña estaba enferma,
ni su vida corría peligro ni se requería ninguna operación en Estados
Unidos. Gran parte de lo difundido era mentira, incluido el peregrino
dato de que había viajado a Afganistán a entrevistarse con un eminente
médico especializado en la enfermedad de su hija. Televisiones, radios y
periódicos difundieron la falsa historia del padre, cuando se descubrió
la verdad dijeron que “el padre nos había engañado a todos”. A los
espectadores no les engañó el padre, les engañaron los medios que no
contrastaron la noticia y sus periodistas la contaron como veraz.
Otro ejemplo elocuente de la perversión del poder de los
medios es la información que nos hacen llegar sobre los políticos.
Durante décadas hemos asumido que los medios de comunicación eran los
mediadores entre las instituciones y los ciudadanos. Un político, un
ministro, el informe anual de un Ministerio, los datos estadísticos de
un Gobierno, todo ello, se ponía -o se debía poner- a disposición de los
medios, de la prensa, de los periodistas y éstos aplicaban unos
criterios de selección y los difundían. El poder acumulado por los
medios de comunicación, su estructura empresarial determinada por
grandes grupos económicos, los intereses cruzados con emporios
económicos, unido todo ello a los métodos cada más refinados y sutiles
de manipulación y aplicación de intencionalidad en sus informaciones, ha
provocado que estos medios se hayan convertido más en un elemento de
deformación y de interceptación de la información que de difusores de
ésta.
O, dicho de otra manera, los medios han pasado de ser
unos facilitadores del libre acceso a la información a ser un obstáculo.
Un discurso de diez minutos de ministro no es reproducido por los
medios, es deformado, desenfocado, recortado, titulado y contextualizado
con intencionalidad muchas veces discutible. O incluso silenciado.
Todo, menos transmitido con rigurosidad.
Veamos un ejemplo. El 10 de diciembre de 2008, el
ministro español de Exteriores, Miguel Ángel Moratinos, comparecía ante
la Comisión de Asuntos Exteriores del Congreso. El motivo era la
difusión por el diario El País, diez días antes, de documentos
oficiales calificados de alto secreto que demostraban que el Gobierno
español durante la época de José María Aznar conoció y aprobó que los
vuelos clandestinos de la CIA con destino a Guantánamo utilizasen
aeropuertos y espacio aéreo español. El 11 de diciembre los medios se
hacían eco de la intervención oficial del ministro a partir, solo y
exclusivamente, del contenido de su discurso. Sin embargo, esas mismas
palabras sirvieron para que los periódicos titulasen de esta forma tan
dispar, en función de sus alineamientos políticos: en El País embestían contra Moratinos y contra Aznar: “Moratinos justifica la connivencia de Aznar con los vuelos a la prisión de Guantánamo”. El diario Público, solo contra Aznar: “El Gobierno confirma que Aznar autorizó los vuelos a Guantánamo”. Y ABC exculpaba a todos: “Moratinos proclama que los vuelos de Guantánamo nunca tocaron España”.
Es evidente que si los ciudadanos se hubieran dirigido a la página web
del Ministerio español y hubieran leído la intervención del ministro se
hubieran informado de forma mucho más rigurosa, sin tener que someterse a
la decantación ideológica de cada periódico. Los medios, en esta
ocasión, en lugar de facilitar la mediación entre gobernante y
ciudadano, lo que hicieron fue interceptar la comunicación que permiten
las nuevas tecnologías e incorporar ruido y sesgo a las palabras
originales.
Libertad de expresión e intereses
Otra anécdota que muestra el poder de los medios de
comunicación sobre los Gobiernos y los políticos es que ningún Gobierno
se ha atrevido en España a impedir los anuncios de prostitución en la
prensa escrita a pesar que fue una recomendación aprobada por todos los
grupos parlamentarios del Congreso. Y hace unos meses escuchábamos al
que fuese secretario general del principal partido de la oposición,
Pedro Sánchez, afirmar que detrás de su cese al frente del partido se
encontraba el grupo de comunicación PRISA.
En abril de 2016 comenzó a salir a la luz el escándalo
que se denominó los Papeles de Panamá. Los medios fueron difundiendo la
identidad de todas las personas públicas que ahí aparecían y éstas lo
confirmaban o lo negaban, pero aguantaban la difusión de la información.
El único que montó en cólera y demandó a los medios por difundir su
implicación fue precisamente el periodista y consejero delegado de
PRISA, Juan Luis Cebrián. El adalid de la libertad de expresión no
toleraba que se utilizase esa libertad para desvelar sus chanchullos.
Para defender su poder se presentan como defensores de
la libertad de expresión, convirtiendo este principio democrático en una
coartada para su dominio y para atropellar el derecho ciudadano a
informar y estar informado. Pero cuando están en juego sus intereses
desaparece la libertad de expresión y la transparencia. No soportan que
conozcamos sus cuentas, por eso nunca informan sobre la identidad de los
accionistas de los medios o demandan en los tribunales a los
periodistas que difunden sus negocios.
Frente al predominio empresarial de los medios, el
relator especial para la Libertad de Expresión de las Naciones Unidas,
Frank La Rue, recordó que la libertad de expresión “es un derecho
universal, un derecho de todos, y no solo de las grandes corporaciones
de los media… Es un derecho de la sociedad a estar bien informada, es
una cuestión de justicia y ciudadanía vinculada directamente al
principio de diversidad de los medios. Por eso, el monopolio de
comunicación está contra, justamente, la libertad de expresión y el
ejercicio pleno de la ciudadanía”.
Nunca olvidaré la respuesta de un académico venezolano
al ser preguntado hace varios años sobre si había libertad de expresión
en Venezuela. “No, la han secuestrado los medios privados”, respondió.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 48, ENERO DE 2017
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