Sueldo vitalicio de más de 100.000 euros al año. Eso es lo que cobran los consejeros permanentes del Consejo de Estado. La exvicepresidenta De la Vega, entre ellos
20.06.2018 – 05:00 H.
Es muy conocido que un país vale lo que valen sus instituciones. De otra manera, no se entendería que naciones muy avanzadas sean, sin embargo, pobres en materias primas o recursos naturales. Por el contrario, países con enormes riquezas naturales o abundantes recursos primarios viven miserablemente debido a la baja calidad de sus instituciones. En particular, como consecuencia de la corrupción(que también es ideológica) y por la influencia negativa de sus élitespolíticas.
Los economistas Robinson (Harvard) y Acemoglu (MIT de Massachusetts) lo acreditaron académicamente hace algunos años en un libro que tuvo mucho éxito —'Por qué fracasan los países'—, y otros muchos institucionalistas lo hicieron antes. En su libro, ofrecen varios ejemplos, pero uno de ellos es clamoroso. El más evidente se localiza en la enorme frontera que separa México y EEUU. Al norte, un país rico con instituciones democráticas que funcionan razonablemente. Al sur, una nación donde la corrupción política ha sido la norma general.
El paradigma de la frontera sur, sostenían Robinson y Acemoglu, era la figura de Antonio López de Santa Ana, presidente en 11 ocasiones. Durante ese periodo, México perdió El Álamo y Texas y se desangró por una desastrosa guerra con EEUU. No fue un caso único. Entre 1824 y 1867, se sucedieron 52 presidentes en México, la mayoría después de un pronunciamiento al margen de la Constitución.
EEUU, por el contrario, disfrutó en ese periodo de una gran estabilidad política gracias a contar con una arquitectura institucional democrática que permitía la separación de poderes e incentivaba la creación de riqueza como consecuencia de los diferentes modelos de colonización. Mientras que la conquista española convertía a los indígenas en esclavos, los primeros colonos ingleses que desembarcaron en EEUU —otra cosa es la esclavitud posterior— cultivaban sus propias tierras.Como recuerdan Robinson y Acemoglu, el resultado fue que entre 1820 y 1845 solo el 19% de los titulares de patentes en EEUU tenían padres que fueran profesionales o grandes terratenientes.
La España de hoy, por supuesto, poco tiene que ver con aquel México. Por el contrario, disfruta de una estimable estabilidad política, como ha demostrado la moción de censura. Pero cada vez que cambia el Gobierno, hay que echar la vista atrás y recordar las célebres cesantías del siglo XIX, y que el liberal Segismundo Moret retrató magistralmente: “Antes se esperaba la sopa boba a la puerta de los conventos, ahora se esperan los puestos a la puerta de los ministerios”. En pleno siglo XXI —como en los tiempos del turnismo canovista— cambian miles y miles de empleados públicos por el simple hecho de su simpatía con uno u otro Gobierno.
Un órgano arcaico
Uno de los cambios más insólitos es el de la exvicepresidenta María Teresa Fernández de la Vega, elegida por Pedro Sánchez para sustituir a Romay Beccaría (1934) al frente del Consejo de Estado, un órgano arcaico que permanece como una reliquia de la España imperial, y al que la modernidad le debe sonar a chino.
De la Vega (Valencia, 1949), como se sabe, salió del Consejo de Ministros en plena recesión, el 21 de octubre de 2010, y apenas una semana más tarde aterrizó en el Consejo de Estado, donde se le había hecho hueco tras la 'renuncia' pensionada de varios consejeros más cerca de los 100 años que de los 80. ¿Su sueldo? Pues ni más ni menos que 101.320,11 euros al año más la productividad que graciosamente distribuye el presidente del Consejo de Estado.
De la Vega, y aquí está lo significativo, no llegó al viejo palacio de los Consejos del final de la calle Mayor con un contrato cualquiera. Encontró acomodo en su nuevo destino con un contrato vitalicio —han leído bien—, lo que significa que allí permanecerá hasta que lo crea oportuno.
La ley deja muy claro que los consejeros permanentes son “inamovibles”, y, para que no haya dudas, advierte de que los consejeros permanentes solo podrán cesar en su condición “por renuncia o por causa de delito, incapacidad permanente o incumplimiento de su función, apreciada en real decreto acordado en Consejo de Ministros, previa audiencia del interesado e informe favorable del Consejo de Estado en pleno”. Es decir, que ni con agua caliente, que diría un castizo.
La figura del cargo vitalicio es una figura laboral verdaderamente singular en la Administración española. Salvo el Rey, por razones obvias, todos los empleos en la Administración caducan pasado un cierto periodo de tiempo. Claro está, salvo en el Consejo de Estado.
De hecho, como De la Vega, hay otros siete consejeros vitalicios (los llaman de forma eufemística permanentes) que tienen un empleo asegurado para toda la vida (vea aquí la lista) y que históricamente se han repartido el PP y el PSOE. No es que hayan sido presidentes del Gobierno, condición que no se pierde nunca y, por eso, tienen cierto tratamiento singular, sino que su puesto se debe a su capacidad de influencia en el poder político. También en el económico. La fundación de De la Vega, Mujeres por África, la financia el Banco Santander, el banco favorito de Rodríguez Zapatero.
De la Vega, como se sabe, tuvo en su época poder, y mucho. Y entre sus víctimas favoritas, como recuerda uno de los asistentes a las reuniones del Consejo de Ministros, estaba, precisamente, la actual vicepresidenta del Gobierno, Carmen Calvo, que alguna vez salió con la lágrima puesta tras ser humillada en público por la flamante presidenta del Consejo de Estado. Bonito duelo el que se avecina.
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