Hace más de diez años que el Estatuto Básico del Empleado Público estableció una regulación gaseosa y evanescente, marcada además por el principio dispositivo y mal planteada desde la perspectiva institucional y técnica, de la figura de la dirección pública profesional (DPP). De esos polvos, vienen estos lodos. Transcurrido un período de tiempo notable, la implantación de la DPP es prácticamente anecdótica y escasamente funcional. No ha cambiado nada el statu quo dominante: la politización sigue haciendo estragos en la alta administración sin que esa pretendida barrera legal lo impida. Porque, sencillamente, o no se aplica (que es lo común) o, cuando se regula o se desarrolla, se hace mal. […]
Rafael Jiménez Asensio es Consultor
institucional y Catedrático acreditado de Derecho constitucional en la
Universidad Pompeu Fabra
“Recientemente la OCDE ha recordado a España la
necesidad de regular la figura del directivo público en términos que permitan
garantizar su profesionalidad e imparcialidad, en la medida en que ‘un estatuto
del directivo público permitirá establecer nítidamente la separación entre
política y administración, al tiempo que responsabilizaría a los directivos
públicos de los resultados de gestión de sus organizaciones’”
(AAVV, Nuevos tiempos para la función pública, INAP,
2017, pp. 194-195)
Hace más de diez años que el Estatuto Básico del
Empleado Público estableció una regulación gaseosa y evanescente, marcada además
por el principio dispositivo y mal planteada desde la perspectiva institucional
y técnica, de la figura de la dirección pública profesional (DPP). De esos
polvos, vienen estos lodos. Transcurrido un período de tiempo notable, la
implantación de la DPP es prácticamente anecdótica y escasamente funcional. No
ha cambiado nada el statu quo dominante: la politización sigue haciendo estragos
en la alta administración sin que esa pretendida barrera legal lo impida.
Porque, sencillamente, o no se aplica (que es lo común) o, cuando se regula o se
desarrolla, se hace mal.
Si algo debe pretender una regulación de esas
características, tal como se ha hecho en un buen número de democracias avanzadas
y en otras que no lo son tanto, es profesionalizar determinados niveles de
dirección pública, previamente definidos; esto es, impedir que su designación y
su cese sean discrecionales, introduciendo criterios de libre concurrencia y de
competencia profesional en los nombramientos y un estatuto jurídico que, ante un
correcto desempeño de las funciones a través de la evaluación de su gestión,
ponga al abrigo de la política los ceses intempestivos de ese personal, lo que
exige que, al menos, durante un período de tiempo predeterminado (3, 4 o 5 años)
las personas designadas no puedan ser cesadas discrecionalmente. Unas garantías
imprescindibles para hablar de profesionalización. Si no se cumplen, estamos
hablando de otra cosa. Por mucho que adjetivemos a “la cosa” resultante como
“profesional”. El nombre no cambia la esencia.
Las taras del imperfecto modelo que en muy pocos
casos y con errores considerables se ha implantado en España en algunas
administraciones públicas (autonómicas y locales) es, cuando menos, una pura
farsa. No es dirección pública profesional. Es otra cosa. La Administración
General del Estado hasta hoy (y a pesar de voces cualificadas en su seno que
abogan por su regulación) ni se ha dado por enterada. Allí, de momento, la DPP
no existe. Se incluyó en la Ley de Agencias de 2006, no se aplicó y ya ha sido
derogada. En lo demás, la callada por respuesta: en la alta administración del
Estado se proveen los puestos directivos como siempre (libre nombramiento y
cese; o libre designación).
Los mayores avances (siempre aparentes) se han
producido en algunas leyes autonómicas que regulan esta institución aplicando
los principios de publicidad, libre concurrencia y de idoneidad, mérito y
capacidad (recogidos en el artículo 13 TREBEP), mediante una acreditación de
competencias (aunque a veces se confunden interesadamente requisitos con
competencias) que no se define en su alcance en la fase de designación y que se
reenvían a su concreción reglamentaria. Se pretende acotar, así, la designación
(o la terna, en su caso) a aquellas personas que acrediten tales competencias
(que con carácter previo se deberían delimitar precisamente). No es mala
solución, si se hace bien y por un órgano independiente, amén de cualificado.
Pero esa pretendida solución “profesional” se contamina de inmediato con una
trampa (permitida por el propio EBEP): las exigencias profesionales para el
nombramiento se convierten en facilidades absolutas para el cese, que cabe
siempre hacer efectivo discrecionalmente. Esta chapuza me recuerda a una
solución tercermundista que me planteó un alto funcionario en un país cuando
desarrollaba tareas de consultoría institucional: “Queremos –me dijo- una
función pública (pongan aquí dirección pública) en la que sea muy difícil entrar
y muy fácil salir”. El dedo democrático en este caso no se utilizaría para
nombrar, pero quedaría siempre en manos del político el uso de la guillotina
para cesar, sin razón profesional alguna que justifique esa muerte súbita. Pues
ese y no otro es el modelo por el que optan la inmensa mayoría de las leyes de
función pública autonómica que han incorporado “tan novedosa” figura. Dicho de
otro modo, un modelo así no sirve para nada. Para engañar a la ciudadanía con
retórica vacua, hacerse trampas en el solitario y seguir erosionando la
profesionalización efectiva del empleo público.
En honor a la verdad hay una excepción y otras que
quedaron por el camino. La Ley de Instituciones Locales de Euskadi (2/2016)
prevé un modelo de dirección pública profesional algo más perfeccionado, aunque
no exento de algunas confusiones (mezcla órganos directivos con régimen jurídico
del personal directivo). Pero que nadie usa, al menos de momento. Corre riesgo
de convertirse en reliquia. El resto de instituciones públicas que optaron por
establecer esa figura han ido, por lo común, a un nombramiento formalmente
revestido de idoneidad (con exigencias blandas) y con cese discrecional. Una
inutilización efectiva de una figura que potencialmente tenía muchas
posibilidades. Pero que fue mal concebida. En verdad, nadie se la cree, menos
aún una política escéptica y mal informada frente a las bondades de disponer de
una DPP. No cabe olvidar que la creación del Senior Civil Service en el Reino
Unido, estructura profesional donde las haya, fue una decisión política. En
efecto, fue el liderazgo político quien descubrió esa ventana de oportunidad.
Aquí mientras tanto la política sigue sumida en el velo de la ignorancia o en el
fomento de la clientela.
El primer gran error fue regular la dirección
pública profesional (DPP) en una Ley de Función Pública o de Empleo Público. La
dirección pública tiene un alto componente organizativo y debe volcarse sobre la
alta Administración, sin perjuicio que deba proyectarse también sobre la alta
función pública; pero ambas son piezas que deben ir unidas. Con esa sutil
operación se quiso dejar fuera de la DPP a esa categoría tan “española” de los
altos cargos, como botín exclusivo de la política. ¿Cómo si buena parte de estos
no ejercieran funciones directivas y no debieran tener una impronta profesional?
Así es en todos los países que han implantado la DPP. Y no vayamos solo al
entorno anglosajón o nórdico, quedémonos más cerca. Miremos lo que han hecho
Bélgica o Portugal (ejemplo a seguir), por no decir Chile. Para sí lo
quisiéramos nosotros. Tenemos mucho que aprender de esos países en esta materia.
Allí los puestos asimilables a lo que aquí entendemos como de dirección general
y de subdirección general son niveles de DPP: se nombran por libre concurrencia
y por competencias profesionales, se evalúa su gestión y tienen una duración
temporal previamente acotada. No caben los ceses discrecionales. Aquí, la
incomprensión absoluta de la figura, una regulación altamente deficiente y la
(mala) política, lo ahoga todo. Cóctel explosivo donde los haya.
Por tanto, al regular la figura en el EBEP se
dejaron fuera los niveles directivos cubiertos por “altos cargos”, pues
objetivamente esa norma no los podía prever. Esa legislación básica, por tanto,
pretendía solo resolver una parte del problema: la provisión de puestos
directivos en la alta función pública. De hecho, si se fijan, la dirección
pública profesional en el EBEP se diseñó como alternativa al sistema de libre
designación en la función pública del que desaparecieron las referencias a los
puestos directivos (véase artículo 80 EBEP y compárese con el anterior artículo
20.1 b) de la Ley 30/1984, así como con las leyes autonómicas que desarrollaron
esta última Ley). Por tanto, el EBEP (no podía hacer otra cosa) creó un
dirección pública estructuralmente “chata” y además basada en el principio
dispositivo: los puestos directivos de la función pública se podrían cubrir, a
partir de entonces, a través de la libre designación (como lo vienen haciendo
“por inercia” la inmensa mayoría de las administraciones públicas) o por medio
de esa DPP “descafeinada” (como lo hacen algunas otras). Hecha la Ley, hecha la
trampa. Siempre encontramos (o diseñamos) por dónde escapar.
Por tanto, hay cosas que no se entienden. La
primera: si la DPP se trata de un sustitutivo de la LD, ¿por qué el EBEP incluye
que “cuando el personal directivo reúna la condición de personal laboral estará
sometido a la relación laboral de alta dirección”?, ¿pretendía el EBEP dinamitar
la alta función pública permitiendo la entrada colateral de personal externo a
puestos reservados a funcionarios que no comportaran ejercicio de autoridad? Mi
lectura es que no, que esa posibilidad excepcional solo estaba preferentemente
diseñada para puestos directivos del sector público institucional enmarcado en
el ámbito de aplicación del EBEP y no, por lo común, para puestos de estructura
reservados a la función pública, salvo la creación “ex novo” de un puesto
directivo con carácter coyuntural o temporal (proyectos de innovación o
transformación, por ejemplo) que, por sus especiales características (piénsese
en el ámbito de las TIC, del Big Data o, en general, de la digitalización) no
existan funcionarios (y así se acredite) que lo puedan cubrir. Utilizar con
carácter general esa posibilidad abierta es mentar al diablo en una función
pública altamente corporativizada (piénsese, por ejemplo, en el gran lío, por no
llamarle soberano “pollo”, que se ha montado recientemente en la Junta de
Castilla-La Mancha con su proyecto de Reglamento de DPP; en realidad el problema
no es otra cosa que una cuestión de concepto, mal entendido por el legislador y
mal aplicado por quien pretendía desarrollarlo).
La segunda cuestión ininteligible es el uso perverso
con que una regulación pensada exclusivamente para el empleo público se ha
trasladado sin pestañear al ámbito de la alta administración (o estructura
político-administrativa) de las entidades locales, en concreto a los municipios
de gran población y, más recientemente, a las Diputaciones provinciales. La
culpa en origen procede de otro error de bulto en el concepto de lo que es el
marco normativo actual de la DPP, cometido esta vez por algunos Tribunales
Superiores de Justicia en diferentes pronunciamientos, algunos ya de hace varios
años (en relación con los municipios de gran población) y otros más recientes
(en lo que afecta a las Diputaciones provinciales). Veremos qué dice el Tribunal
Supremo, pero de momento esa dilatada doctrina jurisprudencial no ha creado más
que confusión y maridaje impropio entre lo que es una regulación exclusivamente
dirigida al empleo público (EBEP) con otra solamente encaminada a dar respuestas
organizativas a las estructuras de dirección política (y, por tanto, cambiantes
en función del color político y de las prioridades de cada equipo de gobierno)
de esas entidades locales (LBRL).
En efecto, cabe subrayar con trazo grueso que la
regulación de los órganos directivos de los artículos 130 (municipios de gran
población) y 32 bis LBRL (Diputaciones provinciales) tiene, tal como está
diseñada, una dimensión claramente organizativa o institucional de naturaleza
política. Nada que ver, por mucho que se indague, con el empleo público. Y
estaba pensada esa estructura para dar respuesta a la carencia de la figura de
los “altos cargos” en determinadas instituciones locales. Recuérdese el origen
de la inclusión del título X de la LBRL: el afán del entonces Alcalde de Madrid
(Ruiz Gallardón) de disponer de una estructura político-administrativa similar a
la que tenía en la Comunidad de Madrid, homologando por tanto a los grandes
municipios con el diseño organizativo de la alta administración (órganos
superiores y directivos) que llevó a cabo la LOFAGE (hoy derogada). Si no se
comprende esto, no se entiende nada. La dirección pública local (no profesional
en su diseño legal; por mucho que se hable “de competencia y experiencia”) se
vehicula a través de una dimensión orgánica, no de régimen jurídico del empleo
público (con la salvedad de los titulares de órganos directivos reservados por
Ley a los funcionarios con habilitación de carácter nacional): quien es nombrado
lo es como titular de un órgano directivo, independientemente que tenga la
condición previa de funcionario o no (aunque la regla general, al igual que en
la AGE, es que el nombrado sea funcionario del grupo de clasificación A1 y, como
excepción tasada y motivada, que pueda ser cubierto por quien no tenga esa
condición). En virtud de ese nombramiento ejerce potestades públicas durante el
tiempo que permanezca en el cargo: nada tiene que ver con el régimen jurídico
funcionarial o del personal de alta dirección. Es, por consiguiente, titular de
un órgano directivo en virtud de nombramiento, igual que los altos cargos de la
Administración General del Estado. Se proveen tales órganos por libre
nombramiento y libre cese de sus titulares, por tanto están estrechamente unidos
al ciclo político. De ahí que, actualmente, la regulación de esa figura (y las
consabidas excepciones a la provisión de tales puestos por funcionarios de
carrera del subgrupo de clasificación A1), se haga en el Reglamento Orgánico. Y
de ahí también que tales puestos estructurales no deban aparecer en la relación
de puestos de trabajo, pues no son de la estructura de la función pública sino
de la organización político-administrativa Por tanto, se trata de una figura
similar a la de los altos cargos de la Administración a nivel local. Una figura,
esta de los altos cargos, que en el mundo local no deja de plantear complejo
encuadre, aunque el título II de la Ley 19/2013, de 9 de diciembre, de
transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno, haya hecho un
uso (más bien impropio e inadecuado) de ella, sobre todo en los municipios de
régimen común. Pero, al menos, en los municipios de gran población y en las
diputaciones provinciales debe quedar claro que tal figura encaja, por lo común,
con quienes son titulares de los órganos directivos (coordinadores y directores
generales, esencialmente), que, también por lo común, se pueden modular o
alterar estructuralmente en cada mandato en función de las prioridades políticas
que cada equipo de gobierno pretende impulsar. Y no tienen (o necesariamente no
deben tener) tales órganos directivos, por tanto, carácter estructural
permanente ni tampoco se pueden aplicar a los mismos (como si de un chicle se
tratara) las reglas de provisión de puestos directivos profesionales
establecidas en el artículo 13 del EBEP, exclusivamente previstas para ser
aplicadas al empleo público, por mucho que se empeñen los tribunales de
justicia. Una confusión grave, con efectos no menos importantes, que alguien
(Tribunal Supremo o, en su caso, legislador básico) deberá corregir algún
día.
En fin, son solo algunas precisiones conceptuales
que nos permiten entender mejor algunas de las causas que explican por qué en
España ha fracasado estrepitosamente la inserción de esa figura de la dirección
pública profesional. Hay otras causas y probablemente de igual o mayor
importancia, sin duda, que sirven para comprender ese fracaso institucional
(así, de naturaleza histórica, “cultural”, política o, incluso, económica y
social). De momento, sin entrar en mayores detalles (que trato con cierto
extensión en un artículo que próximamente se difundirá) quedémonos con que sin
un marco conceptual claro sobre una determinada institución (como es en este
caso la DPP) es muy difícil legislar cabalmente o desarrollar normativamente esa
figura, así como también resulta complejo aplicarla de forma razonable, tanto en
la práctica ejecutiva como en el quehacer de los tribunales. Sin conceptos
precisos, legislar, ejecutar o juzgar, se transforman en tareas imposibles o,
peor aún, preñadas de confusión.
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