Rafael Jiménez Asensio
La ocupación principal de los nuevos Ministros consistió en lograr empleos (cargos) para sus clientes y amigos políticos”
(Joaquín Varela Ortega, Los amigos políticos. Partidos, elecciones y caciquismo en la Restauración”, Alianza, 1977, p. 149)
Si las circunstancias, siempre caprichosas, no modifican la actual partitura política, habrá por fin gobierno antes de que finalice el año 2019. El Conde de Romanones afirmaba con contundencia que “la política no tiene entrañas”. Así que mejor esperar. En todo caso, tras un larguísimo paréntesis y otra Legislatura non nata, hay expectativas de que se forme un gobierno para unos de “izquierda progresista” y para otros de “unidad popular”, que tiene tras de sí retos inmensos. Desde hace más de ochenta años no se formaba un gobierno con esa factura ideológica. No cabe extrañarse, por tanto, que entre determinadas personas, medios y entidades despierte inquietud. En otras desvela entusiasmo, aunque más bien contenido o disimulado, cuando no perplejidad. Tampoco debe descontarse que, de producirse esa hipótesis, en el interior del funcionamiento de la sala de mando de la máquina de la Administración del Estado (esto es, en el poder de los cuerpos de élite) se produzcan cambios acelerados y radicales. Y de ello van las líneas que siguen.
La política tradicional (lo que hoy llamaríamos vieja política, que por cierto es la única que queda, si es que en otro momento hubo alguna otra) ha usado siempre cargos públicos y presupuestos como medios tradicionales de pagar favores políticos o tejer alianzas coyunturales que permitan sobrevivir al gobierno de turno cuando las mayorías parlamentarias no dan apoyo suficiente para gobernar o aprobar leyes. El propio Max Weber o más recientemente Peter Mair incidieron en esta lógica política, que en nuestro caso sigue omnipresente y con enorme vigor existencial en el funcionamiento de los diferentes gobiernos, sean del color que fueren y del territorio sobre el que se asienten.
Un breve repaso a la historia política de este país lo confirmaría con creces. El caciquismo fue, en palabras de Joaquín Costa, la Constitución material de la España decimonónica. Un punto de exageración había en esta frase. Pero el fenómeno caciquil creó unas formas patológicas de comportamiento político-institucional que llegarán hasta nuestros días reconvertidas en el fenómeno más reciente (y actual) del clientelismo político. La figura personalizada del cacique se colectiviza u “objetiva” en el partido o partidos tras los cambios de gobierno (Robles Egea et alii). El partido en el gobierno será quien reparta credenciales de poder (o pesebres) a los innumerables aspirantes a aquellos cargos públicos que se deben cubrir en la nómina pública, sea en la alta Administración o en las estructuras del sector público, así como en los organismos reguladores, autoridades independientes u órganos constitucionales. Pero cuando hay gobiernos de coalición hay que pactar el reparto del botín.
Si fijamos nuestra atención sobre la alta Administración en lo que al Gobierno central respecta, se puede advertir que la bolsa de reparto de cargos públicos es ciertamente numerosa, pero su cobertura viene limitada en gran parte de los casos por una serie de reglas establecidas en la Ley (salvo que la Ley se cambie por Real Decreto-Ley, que todo es posible en esta política de circunstancias y oportunismo que nos invade). Si se formaliza finalmente el antes denostado e imposible Gobierno de coalición entre PSOE-UP, la bolsa de reparto político de cargos públicos solo en la Administración General del Estado y su Sector Público será objeto de codicia por parte de altos funcionarios pertenecientes a cuerpos de élite alineados o cuando menos amables con los partidos en el poder (sus destinatarios hasta ahora naturales) o a aquellos otros funcionarios que siendo A1 no “cotizaban hasta ahora en la bolsa del reparto”, pero también de aquellas otras clientelas de partido que esperan su hora para adosarse al presupuesto público, aunque su oficio o profesión, si es que la tienen, diste mucho de la función pública.
Esta tensión, que a mi juicio ya está latente (pues hasta ahora no se habla de otra cosa que no sea repartir cargos y prebendas), plantea abiertamente la miope concepción clientelar que subyace en el rechazo frontal por parte de la política en estas cuatro últimas décadas (y taMbién recientemente) de promover algún ensayo de profesionalización de las estructuras directivas de la Administración Pública. Mientras en la inmensa mayoría de las democracias avanzadas esos niveles directivos están profesionalizados, en España aún forman parte de las bolsas de clientelismo que dispone un gobernante (más bien un partido o partidos) cuando alcanza el poder. Nadie quiere cambiar realmente (o, al menos, nadie lo ha querido hacer hasta la fecha) ese statu quo. Los modestos intentos que se han pretendido poner en marcha han topado siempre con el inmovilismo político fruto de una concepción institucional arcaica. Y allí seguimos anclados.
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