En los procesos de internalización o de (re)municipalización de servicios uno de los puntos críticos es, sin duda, todo lo que afecta a las cuestiones de personal. En tales procesos se entrecruzan ordenamientos jurídicos diferentes (Derecho de la Unión Europea y Derecho de los Estados miembros), así como sectores del ordenamiento jurídico como son, en nuestro caso, el Derecho Administrativo y el Derecho Laboral, por solo traer a colación los ámbitos disciplinarios académicos y profesionales más relevantes, a los que cabría añadir, entre otros, no pocas reglas del Derecho de la Hacienda Pública y Presupuestario (pues el Derecho del empleo público es en los últimos años un régimen jurídico marcado con fuego por las reglas y limitaciones presupuestarias). Todo este cóctel normativo hace particularmente compleja la resolución de los problemas que en ese terreno se plantean, pues además actúan con fuerza inusitada, según los casos, las interpretaciones (no siempre homogéneas ni tampoco lineales) que, sobre tales cuestiones de personal, deslizan la jurisprudencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea, el propio Tribunal Constitucional o, según el fondo del asunto, los juzgados y tribunales de lo social o de lo contencioso-administrativo que se ultiman con la jurisprudencia de sus respectivas salas del Tribunal Supremo.
No es cuestión de fatigar al lector con una retahíla de disposiciones normativas sobre tales cuestiones y de las respectivas e innumerables sentencias que se han ido dictando en el tiempo por los tribunales de justicia, pues sería una tarea desproporcionada e impropia de una entrada o post que, por definición ha de ser breve y, si se me permite la expresión, “ir al grano”. El lector interesado en mayores profundidades puede acudir a las monografías o los artículos de Revistas especializadas, que se cuentan por decenas. Son fuente de consulta obligada para tales menesteres. Lo que aquí sigue es un enfoque epidérmico y, como tal incompleto y necesitado, sin duda, de múltiples matices.
Si ya de por sí el problema es complejo, la intervención o anomia, según los casos, del legislador lo agrava. La actuación de los tribunales también puede pacificar los problemas o en algunos casos incendiarlos. Por un lado, está el legislador europeo que aprobó (refundió, más bien, otras existentes) una importante Directiva 2001/123/CE, que, con base en el artículo 4.2 TUE, buscaba una protección a los trabajadores en caso de traspaso de empresas. Pronto se consideró que su aplicación al sector público estaba fuera de cualquier duda, siempre que se cumplieran los requisitos allí exigidos tal como fueron interpretados por el TJUE. Por otro lado, estaba legislación social, que incorporó esa Directiva al Derecho interno, también en 2001, por medio del artículo 44 del Estatuto de los Trabajadores, interpretado y reinterpretado por la propia jurisprudencia del Tribunal Supremo (Sala de lo social). Y, para complicar más las cosas, el legislador presupuestario (LPGE-2017) quiso sumarse al afán regulador mediante una serie de limitaciones al régimen jurídico del empleo público (DA 26ª, principalmente) que un año después el Tribunal Constitucional declaró inconstitucionales por cuestiones formales, que no materiales (STC 122/2018). A través de esa operación normativa se pretendía crear una suerte de “personal subrogado” que no era propiamente hablando empleado público. Una figura extraña, como tantas otras que proliferan en nuestro desordenado y ya caótico régimen del empleo público actualmente vigente. Eso era régimen jurídico del empleo público y no contenido eventual de la LPGE. La laxa jurisprduencia del TC en este campo, cerró de un portazo la entrada de esa regulación en la Ley de Presupuestos. Con serias consecuencias, que un legislador (de vacaciones permanentes) no supo recomponer.
Pero mientras tanto, el legislador de contratación pública (al parecer distinto, aunque proceda del mismo Parlamento: la esquizofrenia legislativa, según se regulen unos u otros ámbitos, es tremenda), incorporaba una regla a través de la cual obligaba a las Administraciones Públicas a subrogarse en los derechos y obligaciones del personal de aquellos servicios que viniera prestado vía contrato un operador económico, siempre que la Adminitración optara por una gestión directa del servicio y se dieran una serie de exigencias normativas que ahora no procede analizar en su complejo alcance: cuando lo estableciera una ley, un convenio colectivo o un acuerdo de negociación colectiva de eficacia general” (artículo 130.3 LCSP). Todo esto tenía, aparte de la complejidad técnica y algunas aparentes incongruencias, también sus evidentes entresijos políticos (y sindicales) en los que es mejor no sumergirse, pues el riesgo de ahogarse es real. Dejémoslo.
Esa regulación “contractual”, más bien propia de régimen jurídico de personal laboral cuando afecte a transmisiones de empresas o entidad económica como consecuencia de procesos de internalización de servicios, cabe deducir que se incorporó con la finalidad de hacer más efectivos los mandatos de la Directiva 2001/23/CE, aunque también cabrían otras posibles lecturas. Y, visto desde aquella óptica, nada cabe objetar. La finalidad de la Directiva no es otra que proteger los derechos de los trabajadores en cualquier proceso de transmisión de empresas, también hacia el sector público. Pero, el problema inmediato que surgió no es otro que el de determinar en qué condición “ingresan” (o se incorporan) a la Administración Pública ese personal laboral que procede, por lo común, de empresas privadas (aunque también puede proceder, algo que ahora no se analiza, de empresas públicas) y que, por consiguiente, no ha superado ningún proceso selectivo en el que se acrediten los principios de igualdad, mérito y capacidad exigidos, en una lectura constitucionalmente adecuada, por el TREBEP para el acceso a la condición de “empleados públicos”.
Eliminada por inconstitucionalidad formal la previsión recogida en la DA 26ª de la LPGE-2017, la única vía adecuada para la inserción de ese personal subrogado era, a partir de entonces, la manida y retorcida figura del personal laboral indefinido no fijo (que vale, por tanto, para un roto como para un descosido, y que el propio TS, Sala de lo Social, ha desgajado de la figura del personal laboral por tiempo indefinido regulada en el artículo 8 TREBEP, interpretando así el ordenamiento jurídico administrativo del empleo público; un galimatías, vamos). Como es sabido, el personal laboral indefinido no fijo es una figura de construcción jurisprudencial elaborada para evitar que se transforme en laboral fijo de la Administración Pública (empleado público, por tanto) quien, por distintas circunstancias que ahora no vienen al caso, prestaba servicios a la Administración Pública como personal laboral temporal y, por lo común, sin superar procesos selectivos basados en los principios de igualdad, mérito y capacidad. Y, según preveía la LPGE-2017, una vez insertado ese personal en tal condición de subrogado, el siguiente paso era, por tanto, convocar pruebas selectivas para cubrir tales plazas como laborales fijos y, por tanto, transformarlos así en empleados públicos en sentido estricto. Obviamente a quienes superaran las pruebas. Un camino empedrado y lleno de incertidumbres, cuando no de litigios sinfín. Que de todo hay. Y muchos más matices, de los que prescindo ahora.
Pero aquí viene el lío (y estoy simplificando un tema de enorme complejidad, soy consciente de ello): si la Directiva 2001/23/CE tiene como finalidad última proteger a los trabajadores y, por consiguiente, que en esa transmisión de empresas no pierdan derechos ni se vean afectadas sus condiciones de trabajo, la falla fáctica es evidente: quienes eran laborales fijos en la organización empresarial del operador económico (por ejemplo, contratista) pasan al internalizarse el servicio a transformarse en laborales indefinidos no fijos de la Administración receptora por la interpretación que de ese complejo mosaico normativo han venido haciendo casi con unanimidad (pues hay alguna excepción) hasta la fecha los tribunales del orden jurisdiccional social. Su afectación, más a su condición de indefinido fijos es obvia, pues se trasnmutan en la categoría de indefinidos no fijos. Pierden, por tanto, estabilidad y se hacen más vulnables. Y, por consiguiente, la pregunta que cabía hacerse es si esa mutación intensa de la relación jurídica preexistente a la nueva como consecuencia de ese traspaso “empresarial” era o no conforme a la Directiva 2001/23/CE. La solución siempre se salvaba (sobre todo desde la doctrina administrativista, aunque aceptada por lo común por la doctrina laboralista) con el recurso a que el receptor de ese personal laboral transmitido era la Administración Pública, cuya posición constitucional y legal marcaba unas reglas de juego distintas en la aplicación de esa Directiva: lo que valía para el sector privado ya no lo era para el sector público, salvo para las empresas
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