Lo que sus filtraciones dejan al descubierto es un submundo de inmoralidad que afecta a todos los españoles y no sólo a quienes las protagonizan
La versión española de legendarios espías como Kim Philby o el alemán Markus Wolf, que inspiraron novelas como El topo o El espía que surgió del frío, más tarde llevadas al cine, es un tipo cuyo aspecto recuerda a Torrente, el casposo y repulsivo policía que ha hecho de oro a su creador, quien encarna también al personaje como actor. Va a ser cierto que la realidad copia al arte y que España sigue siendo diferente, para bien y para mal.
Con innegable estupefacción, los españoles vivimos desde hace tiempo una historia policial que seguramente a Santiago Segura, el creador de Torrente, le debe de producir una gran envidia, pero a que a otros nos causa una gran alarma no tanto por las revelaciones que gotean de ella, que al fin y al cabo podíamos imaginar, como por la ordinariez y la zafiedad que desprende todo, desde la forma de producirse el goteo de informaciones —a través de cintas grabadas (¡en plena era de la tecnología!) que difunde un periódico digital que lleva el nombre del palacio de la Presidencia del Gobierno— hasta el tono de las conversaciones que el autor de las grabaciones mantiene con todo tipo de personajes de la vida pública nacional. Vale que en la intimidad todos nos manifestemos con una espontaneidad que en público nos negamos, pero de ahí a la zafiedad con la que se expresan tanto el autor de las grabaciones como sus traicionados interlocutores media un abismo, el que separa la educación más elemental del lenguaje tabernario y cuartelero. Por eso, en algunas de las conversaciones de las que ahora tenemos conocimiento los españoles a causa de su interesada filtración, lo que más nos sobrecoge a algunos no es el contenido de ellas, por más que en muchos de los casos delaten una inmoralidad obscena, incluso dejen de manifiesto la comisión de algunos delitos, sino el tono torrentiano con el que se expresan los conversadores.
Que se hable con naturalidad en la mesa de “información vaginal” y de comisiones remite a lo peor de este país y a personajes de nuestra historia reciente más vergonzosa, como el exdirector de la Guardia Civil Luis Roldán o el fallecido presidente del Atlético de Madrid Jesús Gil, a los que muchos reían las gracias en aquel momento. Hay una tradición en este país que confunde lo obsceno con lo natural y la inmoralidad con la picardía y que goza de cierto predicamento en algunos ámbitos, no necesariamente los menos cultivados, como se demuestra.
Que un personaje como Villarejo haya llegado a donde llegó en su carrera profesional, con condecoraciones por parte de todos los Gobiernos a los que sirvió, es preocupante y digno de analizarse, como preocupante es que toda la clase política de un país esté en sus manos desde que entró en la cárcel, pero lo que más debería preocuparnos de toda esta historia es lo que tiene de representativa de una inmoralidad subyacente que no solo afecta a ciertos políticos y personajes conocidos, sino a la sociedad entera, esa que aplaude las filtraciones de Villarejo (al fin y al cabo otra inmoralidad) y se divierte apostando a ver quién será el siguiente en quedar retratado por ellas. Lo siniestro, escribió Schelling, es aquello que, debiendo quedar oculto, nos ha sido revelado, y lo que las filtraciones de Villarejo dejan al descubierto es un submundo de inmoralidad que afecta a todos los españoles y no solo a quienes las protagonizan. Sobre todo a esos que se ríen al escucharlas como si fueran un capítulo más de Torrente.
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