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sábado, 23 de mayo de 2020

Una Administración inercial



    • Manuel Arenilla Sáez


Existen diversos motivos que explican el distanciamiento de los ciudadanos españoles de su Administración que se basan en nuestra cultura político-administrativa, uno de cuyos rasgos es que rehúye el compromiso con el ciudadano. Esta característica se refuerza por el hecho de que nuestra Administración es insuficientemente diversa y representativa de la sociedad. No han bastado hasta ahora los llamamientos de la Constitución a la igualdad, el respeto al pluralismo y la objetividad. Quizá se entienda que estos principios se refieren a «la política» o a su cumplimiento formal y no efectivo.

Lo cierto es que, si atendemos a los estudios de las últimas cinco últimas décadas sobre los ocupantes de los niveles superiores de la Administración pública, encontraremos que estos burócratas muestran una polarización social, territorial, socioeconómica y educativa. Los estudios más recientes referidos a la Administración General del Estado concretan esta polarización en que la mayoría de los ingresados en los cuerpos superiores generales provienen de Madrid o han estudiado en Madrid -es similar en el resto de los cuerpos generales- , alcanzando en algunos casos el 80 %; hay comunidades con una casi nula representación en ellos como Cataluña y la Comunidad Valenciana y muy poca como el País Vasco y Galicia; se extraen de las clases media-alta y alta; el padres o la madre o los dos desempeñan funciones técnicas y directivas mayoritariamente y lo hacen significativamente en el sector público, como corrobora un estudio del CIS de 2006; y domina la carrera de Derecho. Las investigaciones que se vienen realizando en España sobre la burocracia desde hace cincuenta años muestran que, más allá de la evolución de las profesiones y de la incorporación masiva de la mujer a la Administración, apenas se han producido cambios en los rasgos señalados. Como hace ya muchos años señalara Baena, el ingreso en la Administración española en los cuerpos superiores es más una cuestión de cooptación que de selección.

Los sesgos citados funcionan automáticamente y se refuerzan por las inequidades de nuestro sistema educativo, especialmente por lo que se refiere a la educación universitaria. Según la OCDE, en España no existe movilidad educativa intergeneracional para un 55% de los adultos cuyos padres no alcanzaron la Educación Secundaria superior, en comparación con la media de la OCDE que es del 37%, aspecto en el que coincide la CRUE. En el estudio sobre las becas universitarias de la AIREF de 2018 hay que destacar lo siguiente: la beca de los que estudian fuera de su hogar no cubre el 20 % de sus gastos; y el 22 % de los beneficiarios iniciales de las becas no cambió de residencia porque no se lo podía permitir. En fin, en la investigación realizada entre 2017 y 2019 por la Xarxa Vives en 20 universidades se señala que el 55 % de los alumnos es de clase alta, el 34,4 % de clase media y 10,6 % de extracción social baja; solo el 22 % de los alumnos con poco bagaje cultural llega a estudiar en la universidad; y el 64 % de los alumnos tiene padres universitarios. Concluye este estudio señalando que el ascensor social encalla, que la verdadera selectividad sigue siendo la de origen socioeconómico y esta se arrastra desde las etapas educativas anteriores.

La insuficiente orientación al ciudadano de nuestra Administración, constatada en alguna investigación, y el perfil social, económico y territorial de los ingresados, que se ve reforzado por el sesgo de nuestro sistema universitario, muestran las grandes limitaciones para incorporar talento diverso y representativo de nuestra rica sociedad. Desgraciadamente el sistema selectivo ahonda las brechas sociales.

En un estudio del INAP de 2015 con el elocuente subtítulo «Condicionantes educativos, económicos, geográficos y familiares de los cuerpos superiores adscritos a la Secretaría de Estado de Administraciones Públicas», elaborado para justificar que no se debería exigir el título de posgrado para acceder a esos cuerpos, concluía en que las diferencias entre comunidades autónomas por lo que respecta a la población entre 25 y 64 años con estudios universitarios alcanzaba hasta 20 puntos porcentuales; el tiempo medio de preparación de una oposición  a esos cuerpos oscilaba entre 18 y 24 meses; el coste de la preparación de una oposición incluye el preparador, los temarios y el alojamiento, si se es de fuera de Madrid. En Francia, Alemania e Italia, por ejemplo, tratan de corregir con diversas medidas la infrarrepresentación en la alta función pública de una parte significativa de su población. En España se concedieron ayudas para preparar oposiciones para algunos cuerpos que, en general, no se han mantenido tras los ajustes que se adoptaron en 2010 y 2011.

El distanciamiento con la sociedad también se produce porque la cobertura de las plazas reservadas a las personas con discapacidad, que representan aproximadamente el 9 % de la población española, es desigual y la oferta se produce principalmente en los grupos de titulación más bajos. En el estudio del INAP, apoyado por CERMI, Fundación ONCE e Inserta Empleo, que sustenta estas afirmaciones también se señala que nada hay previsto para garantizar la carrera administrativa de esas personas una vez que ingresan en la Administración, a diferencia de lo que sucede en otros países. Finalmente, alredor del 5% de las personas con discapacidad tienen estudios universitarios.
Todo esto proyecta una imagen de la Administración ante los ciudadanos que dificulta la incorporación de talento innovador. Nuestros jóvenes emprendedores la ven al margen de las grandes transformaciones sociales, con poca capacidad de escucha y no la perciben orientada a crear colaboraciones reales de igual a igual. Sin embargo, estarían dispuestos a arriesgarse y formar parte de un proyecto público que cree valor y tenga un impacto real en la sociedad con su trabajo. En este punto deberíamos pensar qué tipo de talento es el que estamos atrayendo a la Administración y si estamos incorporando competencias como el aprendizaje continuo, la flexibilidad y la gestión del cambio, la innovación, el espíritu crítico, la orientación a la calidad, la proactividad, el trabajo en equipo y, como se ha señalado, la orientación a la ciudadanía; todas ellas tan necesarias en tiempos de la COVID-19. También debemos preguntarnos por los objetivos, los principios y valores que se incorporan en los procesos selectivos y en el día a día de la Administración y si se alinean, por ejemplo, con los de la Agenda 2030.

Las cuestiones relativas a la garantía de la igualdad efectiva, el pluralismo y la diversidad social, así como a los valores, metas y principios y al acceso a los centros de gobierno y decisionales exceden con creces el ámbito de la mera gestión pública y requieren una voluntad política explícita y firme para alterar la realidad cronificada descrita. De no ser así, habrá que hacer caso a la OCDE: los ciudadanos que sufren exclusión social ven mermados sus derechos civiles, sociales, económicos y culturales y su nivel de vida; y la falta de diversidad en la Administración Pública produce políticas sistemáticamente sesgadas. En tiempos de la COVID-19 parece que este es un riesgo en el que no se debería seguir cayendo.
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