- Manuel Arenilla Sáez
La regulación de las condiciones de acceso a la función pública y su carrera profesional remiten en última instancia a cuestiones de índole política propias de la conformación de nuestro sistema político. Entre estas hay que destacar la necesidad imperativa de garantizar la igualdad, el mérito y la la capacidad, y también la neutralidad de las personas seleccionadas, la asunción de unos valores públicos determinados, así como la representatividad social de la función pública.
En el acceso a la función pública se selecciona a las personas que van a ejercer un poder de naturaleza política sobre la sociedad en nombre de los ciudadanos. Este poder va perdiendo intensidad conforme se desciende por los peldaños de las organizaciones públicas y puede variar según las funciones y actividades administrativas. Es necesario plantearse también que los sistemas selectivos, además de garantizar los principios constitucionales, deben ser sostenibles para los candidatos y la sociedad y que las pruebas han de ser equitativas. Esto significa que la Administración no puede desentenderse del resultado de la «foto finish», sino que debe cerciorarse de que se han cumplido efectivamente los principios constitucionales en el proceso selectivo y, posteriormente, en la carrera.
Desde el nivel directivo al resto de los escalones de la organización, la importancia de la selección, la planificación, la ordenación y la mejora del empleo público se encuentra en cómo afectan a principios como la igualdad y la representatividad y a quiénes adoptan las decisiones en el ámbito público. En este sentido, son relevantes la formación; la extracción social, educativa, profesional y territorial; y las relaciones, los valores y los intereses de los responsables que intervienen de una manera permanente en la formulación de las políticas públicas y que hacen posible su implementación.
El sistema político español facilita el acceso de los funcionarios civiles a la política mediante la regulación ventajosa de las condiciones de entrada y salida en ella frente al resto de la sociedad; esto es, se facilita que el nivel político se nutra de ellos; a su vez, eso se ve incrementado ya que determinados puestos de nombramiento político deben proveerse entre altos funcionarios. El primer efecto político de lo anterior es que el Gobierno y el partido o los partidos que lo apoyan disponen, en principio, de menos puestos de libre nombramiento. El segundo es que se favorece un sesgo, una determinada visión «burocrática» de la sociedad que puede reducir la diversidad y la pluralidad que existe en ella. El efecto final es la politización del estrato superior de los puestos de la Administración.
El sistema político-administrativo actual equilibra los dos efectos. Así, se podría afirmar que existe un pacto tácito en nuestro país entre la alta función pública y la política desde los años 60 del pasado siglo por el que la primera ocupa los puestos superiores sin demasiados requisitos competenciales y la segunda dispone de una amplia discrecionalidad para nombrar y remover los puestos superiores de las Administraciones Públicas, especialmente después de los cambios de Gobierno.
A primera vista podría parecer que se ha logrado un buen equilibrio dada su duración, pero eso es solo un efecto óptico, ya que no se incluyen en el pacto las consecuencias en la calidad democrática y, sobre todo, en la confianza ciudadana en las instituciones y sus integrantes, incluidos los empleados públicos. Ese equilibrio también nos muestra que su alteración pasa, precisamente, por incluir efectivamente la perspectiva ciudadana en las decisiones y actuaciones públicas y por garantizar la pluralidad y la diversidad, también en el nivel superior de la Administración Pública.
Hace tiempo que sabemos que la cosa pública es cosa de muchos; incluso un asunto nuestro.
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