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viernes, 29 de mayo de 2020

Patrimonialización, clientelismo y patronazgo en la Administración




La Administración Pública maneja desde hace dos siglos un lenguaje propio que dificulta el entendimiento por la opinión pública de los fenómenos que en ella suceden. Términos como «politización», «profesionalización», «nombramiento a dedo», etc. describen una serie de rasgos de nuestra Administración que, más allá de la intención en su uso, tienen transcendencia en la vida social, económica y democrática de los ciudadanos.

Las elecciones en España garantizan la legitimidad democrática directa de los representantes de los ciudadanos e indirecta de los gobiernos. Estos dirigen la Administración y junto con ella formulan las políticas públicas. Ambos ejercen poder político sobre la sociedad y, en el nivel superior de la Administración, los políticos gubernamentales, los altos funcionarios o directivos públicos profesionales y los asesores políticos de los gabinetes intervienen en la adopción de las decisiones y en la dirección del aparato administrativo. Lo hacen con la participación variable de los grupos de interés y los expertos externos, aunque suele ser escasa en nuestro país como estamos viendo en esta pandemia. Estos son los motivos por los que es importante para los ciudadanos el perfil de los directivos públicos y la forma en la que acceden a ese nivel decisional y dejan de pertenecer a él.

La legitimidad funcionarial deriva del acceso a la función pública a la que nuestra Constitución le otorga nada menos que la categoría de derecho fundamental, cuando en su artículo 23, que también trata sobre las elecciones y la participación ciudadana, señala que los españoles «tienen derecho a acceder en condiciones de igualdad a las funciones y cargos públicos». Es decir, los funcionarios actúan legítimamente cuando su acceso responde al principio de igualdad y a los de mérito y capacidad que se establecen en el artículo 103 de nuestra Carta Magna. Así, se puede hablar de una legitimidad política de los representantes y políticos y de una legitimidad administrativa de los empleados públicos. Estas legitimidades no son absolutas y están en tensión permanente en todos los países democráticos.

El Gobierno tiene derecho a organizar la Administración y a rodearse de un equipo de confianza en virtud de que su legitimidad democrática. Pero este derecho tiene limitaciones, como se puede comprobar fácilmente, en casi todos los países de la UE y la OCDE. En estos, y en la Comisión Europea, el valor de la estabilidad de las organizaciones administrativas es importante, no porque sean sacrosantas, sino porque la alteración caprichosa de su estructura genera importantes retrasos, gastos, disfunciones, solapamientos, descoordinación e ineficiencias que sobrepasan ampliamente los meses iniciales de conformación de un Gobierno y afectan a la sociedad y a la economía. La Covid-19 desgraciadamente ha puesto de manifiesto algunos de estos efectos.

En España ha habido muchos ministerios que, tras su creación o remodelación, no han tenido ocasión de funcionar debidamente porque al poco tiempo se han visto envueltos en una reorganización o supresión por cambio de su titular o de Gobierno. La primera enseñanza que hay que extraer es que la organización administrativa no es patrimonio del Gobierno ni de sus integrantes, sino que debe primarse un elevado grado de estabilidad. Para ello es necesario distinguir entre áreas permanentes y otras de relevancia política coyuntural que no deben contar con el despliegue organizativo de las primeras. Cuando esto no se produce, crece en la opinión pública el decimonónico y recurrente debate sobre el «exceso de ministeriales» no discerniéndose entre la paja, las estructuras circunstanciales, y el grano, los necesarios servicios públicos que prestan los empleados públicos.

La tendencia de las últimas décadas en los países de la OCDE ha sido fortalecer los denominados «centros de gobierno», esto es, la estructura administrativa de apoyo al presidente o primer ministro y al gabinete o consejo de ministros. En nuestro país esta tendencia ha reforzado el creciente peso de la ejecutiva o ejecutivas del partido o partidos que apoyan al Gobierno y de los asesores políticos vinculados a ellas. Esto se ha producido desplazando paulatinamente a la alta función pública, singularmente en la Administración del Estado. El resultado es el debilitamiento de los procesos decisionales y de su implementación, función que corresponde en exclusiva a los directivos públicos profesionales, que son los que tienen encomendado el aparato jerárquico de la Administración y determinan la viabilidad de las decisiones. En la gestión de la pandemia podemos observar cómo se han agudizado las vulnerabilidades, especialmente de ejecución, de nuestra Administración. La enseñanza que se puede extraer es que la función directiva profesional tiene un papel indisponible en la actuación política, por lo que deben superarse los prejuicios políticos, la desconfianza y las tentaciones clientelares por parte de algunos políticos. Sin ella, como se suele explicar en las aulas, el producto de la acción pública daría 0.

La patrimonialización y la politización de la Administración se hacen más evidentes cuando se observa la distribución de sus puestos superiores entre políticos y funcionarios. En España existía un acuerdo tácito de carácter simbiótico entre la alta función pública y los políticos en la Administración del Estado desde hacía décadas, por la que estos tenían las manos libres para nombrar libremente a los titulares de la estructura superior de la Administración y los altos funcionarios se ocupaban del aparato administrativo sin mayores interferencias. Las tendencias politizadoras descritas y el relevante e inolvidable para los burócratas recorte retributivo de 2010 rompen esa alianza, que se agrava cuando acceden al Gobierno grupos o personas que desconfían de los directivos profesionales, acentuándose aún más las tendencias clientelares de nuestra Administración.

La profesionalización actual de los puestos superiores de la Administración estatal consiste en que los cargos de director general, con excepciones, y de subsecretario deben ser nombrados entre funcionarios que pertenezcan al grupo superior de las Administraciones públicas, sin más requisitos; esto sucede excepcionalmente en algunas comunidades autónomas. En esto nos diferenciamos claramente de los países de la OCDE y de la UE, en los que esos puestos, e incluso el de secretario de Estado o viceministro, deben ser provistos atendiendo a una serie de competencias profesionales en un proceso en el que se garantice la concurrencia y la igualdad; además, se realiza, en muchos casos, por órganos especializados independientes, como en Portugal. No se está diciendo que el político no pueda formar su equipo, sino que podrá hacerlo eligiendo entre los candidatos que hayan superado una evaluación competencial. Con ello se trata de evitar el exceso de patrimonialización y patronazgo de la Administración Pública.

Esto supone, para ser coherente, que todos los puestos de la Administración deben cubrirse por un procedimiento similar al descrito, atendiendo, claro es, al grado de responsabilidad que cada puesto tenga en la organización. De esta manera, el elemento central de la función directiva, del que deriva su legitimidad, no será el nombramiento político en los puestos superiores, sino el grado contrastado de competencia profesional. En este sistema la cuestión no estriba, como tantas veces se discute, en que se exceptúe, por ejemplo, un puesto de director general de la obligación de ser cubierto por un funcionario de carrera, sino en que se provea con alguien competente y respetuoso con los valores públicos. La última enseñanza es que deben eliminarse el clientelismo y el patronazgo, fuentes de corrupción, en el nombramiento del personal directivo público, que debe estar integrado por las personas más competentes y neutrales políticamente. Además, deben someterse a la evaluación de su desempeño y a rendir cuentas, como los políticos, los asesores y, en general, el resto de los empleados públicos. Este debe ser el eje central del futuro Estatuto del Directivo Público.

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