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Incompatibilidades de funcionarios.
Los funcionarios tenemos una posición jurídica peculiar por las
características generales de su régimen jurídico. Una situación que
tiene indudablemente muchas ventajas y algunas contrapartidas, como es
la exigencia de cumplimiento de la estricta legislación de
incompatiblidades.
Cuando uno accede a un puesto de funcionario
debería tener la certidumbre de una cosa: a partir de ese momento casi
cualquier tipo de actividad económica está prohibida. Esta regla es la
consecuencia de que el puesto de trabajo de funcionario se ejercerán en régimen de exclusividad.
No se puede decir que la legislación de incompatibilidades de los funcionarios sea
nueva, porque se aprobó en 1988. Y hay prohibiciones complementarias
que concretan lo que está dispuesto en dichas disposiciones, aunque no
resultara necesario: Por ejemplo, el artículo 213 de la Ley de Sociedades de Capital
dispone de forma bien clara que “Tampoco podrán ser administradores los
funcionarios al servicio de la Administración pública con funciones a
su cargo que se relacionen con las actividades propias de las sociedades
de que se trate, los jueces o magistrados y las demás personas
afectadas por una incompatibilidad legal”. Resulta llamativo el aparente
desconocimiento de esta norma, como prueba algún otro caso denunciado por los medios de comunicación.
En
ocasiones, será posible una excepción a la incompatibilidad de actuar
con un permiso que ha de ser otorgado por la Administración. Por coger
dos ejemplos, los profesores de Universidad tenemos el régimen del
artículo 83 de la Ley Orgánica de Universidades que hace que necesitemos
autorización previa, el contrato lo suscriba la Universidad -no el
profesor-, se quede con un porcentaje -que varía en función de la
Universidad pública- y tengamos un límite anual en lo que se puede
percibir (120.000€ aproximadamente). Los arquitectos que trabajan en el
seno del sector público tienen que solicitar no sólo una autorización
general sino también una licencia especial para cada proyecto que visen
(artículo 12 Real Decreto 598/1985).
Con estos casos, que se podrían complementar con otros, se ilustra una idea importante: no
basta con que se cumpla con la normativa tributaria, sino que es
preciso cumplir, además, la legislación de funcionarios o del cargo
público que se desempeña. Y cada una tiene sus peculiaridades, dentro de una legislación que es bastante completa al efecto.
Hasta
aquí las cosas están más o menos claras: no se puede realizar una
actividad complementaria al ejercicio de la función pública. El problema
que aparece es ¿cómo se controla? ¿Qué prueba puede existir del
incumplimiento de la prohibición de otra actividad profesional?
La
respuesta, sencilla, en la que podemos pensar es que la Agencia
Tributaria comunique si se perciben rendimientos de otra actividad
profesional o laboral. La AEAT tiene todos los datos fiscales de cada
uno de nosotros y, en virtud del deber de colaboración con las
Administraciones públicas, parece pertinente que las proporcione a
aquellas otras entidades públicas que lo soliciten a los solos efectos
del ejercicio de la potestad de control de la legislación de
incompatibilidades. Sin embargo la realidad es totalmente la contraria.
Amparados
en el artículo 95.1 de la Ley General Tributaria, aprobada en el año
2003, la Agencia Tributaria se niega a la entrega de los datos fiscales a
las Administraciones Publicas. Es un precepto que protege
extraordiariamente al ciudadano frente a la comunicación de datos,
incluso en sede parlamentaria, tal como ha ocurrido recientemente con
las peticiones que se han realizado para conocer cuál es la presión
fiscal percibida por los grandes operadores digitales.
En el
artículo 95.1 de la Ley General Tributaria se dispone que “los datos,
informes o antecedentes obtenidos por la Administración tributaria en el
desempeño de sus funciones tienen carácter reservado y sólo podrán ser
utilizados para la efectiva aplicación de los tributos o recursos cuya
gestión tenga encomendada y para la imposición de las sanciones que
procedan, sin que puedan ser cedidos o comunicados a terceros, salvo que
la cesión tenga por objeto…” una larga lista en la que no está el
cumplimiento de la normativa de incompatibilidades.
De hecho, lo
más cercano sería lo dispuesto en la letra k), en virtud de la cual se
puede ceder para “la colaboración con las Administraciones públicas para
el desarrollo de sus funciones, previa autorización de los obligados
tributarios a que se refieran los datos suministrados”. La situación es
kafkiana: se pide el consentimiento del particular para que controle si
está defraudando. O dicho de otro modo, si no se otorga se puede obtener
una patente de corso.
Parece que es una licencia general para
defraudar su deber de prestar sus servicios en exclusiva en las
Administraciones. En estas circunstancias sólo se me ocurre que se
pillará a alguien o bien por su falta de cuidado en la información que
entrega a la Administración para la que trabaja o en los supuestos en
los que se produce una denuncia con pruebas suficientes.
Es claro
que en este tipo de circunstancias no se pueden proporcionar todos los
datos sobre cada uno de los funcionarios. Sería suficiente con la
indicación de que esté percibiendo más de una retribución por cuenta
ajena o que está dado de alta en el censo de trabajadores autónomos y
que ha venido percibiendo renta por ello. Sería tan sencillo como eso,
y, de hecho, no constituiría una cesión de datos desde la perspectiva de
la legislación de protección de datos personales.
En todo caso,
se trata de un precepto que merece un cambio lo antes posible en aras de
garantizar el cumplimiento de la legislación de funcionarios. Sancionar
hoy a alguien tiene el riesgo de que el sancionado alegue que otros
están en su misma circunstancia y que, por tanto, está actuando
injustamente. Aunque no sea un argumento sostenible no deja,
precisamente, en buen lugar a la Administración.
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