Javier Álvarez Villa
Hace
ahora veinte años llegó a mis manos El derecho a la
existencia (
Editorial Ariel, 1999), un hermoso libro de Daniel Raventós en el
que defiende con
la pasión de un poeta la propuesta del Subsidio Universal
Garantizado (SUG) como el remedio más justo y eficaz contra la
pobreza provocada por
el paro de larga duración.
El
SUG se define como un ingreso
pagado por el Gobierno a cada miembro de pleno derecho de la
sociedad, incluso si no quiere trabajar de forma remunerada, sin
tomar en consideración si es rico o pobre, o dicho de otra forma,
independiente de sus otras posibles fuentes de renta, y sin importar
con quien conviva.
La
propuesta me pareció convincente y tremendamente
estimulante ya desde su justificación ética. Si desde la
perspectiva de la filosofía política libertariana (Nozick, Hayek,
Steiner) la justificación del SUG podía fundamentarse en el derecho
de las personas a que se redistribuya entre todas ellas de forma
igualitaria la parte de la renta global que resulte atribuible a la
participación de los recursos naturales, que no son propiedad de
nadie; y desde la concepción de la justicia de la equidad
formulada por Rawls encontraría su anclaje en el criterio de
distribución de la riqueza de manera que maximize los ingresos de
los más desfavorecidos; parece
indudable que es en la teoría de la libertad real de Van Parijs,
padre de la idea del SUG, en la que el subsidio universal encaja como
un guante: para que la libertad de las personas no se quede en un
enunciado formal vacío de contenido es preciso que cada persona
tenga la mayor oportunidad posible para hacer cualquier cosa que
quisiera poder hacer. El SUG garantiza la efectividad real de este
derecho básico.
El
título que Van Parijs y Van del Veen dieron al artículo que alumbró
el SUG, publicado en 1986, es además de perturbador como señala
Raventós, muy elocuente sobre el alcance y pretensiones del
proyecto: “Una Vía Capitalista al comunismo”
De
entre todas las ventajas, potencialidades y virtudes del SUG que se
glosan en El derecho a la existencia, para
un funcionario público como yo, con una conciencia crítica muy
acusada y en ebullición cuando leía el
libro a principios del año 2000, sobre el papel de la burocracia
como instrumento retardatario y refractario a los procesos
de avance de la justicia social, su enorme virtualidad
antiburocrática me pareció un descubrimiento revolucionario.
Frente
a los subsidios condicionados – ingresos mínimos vitales o
fórmulas similares – que requieren la acreditación ex
ante de
una serie de requisitos y la tramitación de complejos expedientes
administrativos (justificaciones documentales, informes, valoraciones
etc.), que retrasan la percepción de prestaciones urgentes y de
primera necesidad, propician la picaresca y el fraude; que lesionan
la autoestima de los ciudadanos y ciudadanas, que muchas veces
se sienten estigmatizados y humillados por un sistema de asistencia
social que distingue entre los viven sin ayudas y los que no pueden vivir con su propios medios; que generan un elevado gasto público
vinculado a una maquinaria funcionarial y administrativa escasamente
eficaz y poco eficiente; la propuesta del SUG destaca por la
sencillez en la tramitación, la inmediatez en la percepción, la
ausencia total de corrupción o fraude y su eficacia directa y
universal como remedio de la pobreza.
Hoy, más que nunca, ante la grave
crisis económica y social que está generando la pandemia del
coronavirus, el SUG o renta básica universal se muestra con un
instrumento imprescindible de justicia social.
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