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miércoles, 24 de abril de 2013

La nueva Edad Media


"El proceso de destrucción del sistema de enseñanza pública ha adquirido en este último año un ritmo vertiginoso. Están ocurriendo cosas que hemos leído muchas veces que siempre les pasaban a otros, quién iba a pensar que un día nos llegaría el turno a nosotros. Estamos ya sumidos en pleno “auge del capitalismo del desastre” -según la tan exacta expresión de Naomi Klein en La doctrina del shock-, atrapados en un trituradora neoliberal que está destruyendo nuestra sanidad y nuestra enseñanza pública, empujándonos a un abismo que para otros ha sido siempre esa norma a la que llamamos tercer mundo. Creo -me temo- que dentro de poco tiempo el panorama habrá cambiado tanto que no será fácil recordar qué es lo que había antes del desastre. Y más difícil aún será identificar las causas por las que todo se vino abajo, así como todos los malentendidos, las mentiras y los sofismas que han acompañado a esta devastación.
Me voy a centrar en uno de estos malentendidos.1 Aunque no sea ni mucho menos el más importante, creo que se trata de una confusión -en la que también se mezclan algunas calumnias- que, a mí personalmente, me impediría dormir ver que se deja caer en el olvido. La cosa podría resumirse en un dicho que circuló con bastante éxito en el marco de las luchas contra Bolonia y que -para mi sorpresa- hacía reír a todo el mundo, incluso en ambientes que se consideraban de izquierdas: “Por lo menos, Bolonia nos traerá el capitalismo y terminaremos así con el feudalismo en la Universidad”. Era una gracia miserable y miope, que encerraba una gravísima e irresponsable confusión. Una confusión que, por cierto, ha hecho muchísimo daño no sólo en la Universidad, sino también en el ámbito más amplio de la enseñanza secundaria y el bachillerato.
Porque Bolonia no ha terminado con la Universidad feudal, sino con lo que en ella quedaba de Ilustración. Bolonia ha socavado las instituciones republicanas que articulaban la vida universitaria. Y en su lugar ha instaurado el reino de lo privado, lo que podríamos llamar un nuevo feudalismo. Con el pretexto de acabar con la corrupción feudal de las instituciones, ha acabado con las instituciones mismas, abriendo, además, las puertas al salvajismo de los feudos más corruptos y poderosos. Para combatir la corrupción de algunos catedráticos (en lugar de hacer caer sobre ellos todo el peso de una Inspección de servicios decente), se ha puesto a la Universidad en manos del Banco Santander o de Inditex. Eso a lo que suele llamarse los “agentes sociales”, empresas, corporaciones, bancos, laboratorios farmacéuticos, etc., no son, en definitiva, sino coágulos de economía privada que funcionan internamente como feudos incontrolables por la ciudadanía.
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Pensemos, por ejemplo, en el sistema de acceso a la función pública. Las oposiciones podían ser un procedimiento corrompible o corrompido, pero había que corromperlo para que lo fuera, porque la idea no puede ser mejor. Cinco máximas autoridades académicas argumentan y contraargumentan en pública discusión con los candidatos, con las puertas abiertas a la luz de toda la ciudadanía, sobre el valor científico de sus conocimientos. No hace muchísimos años, incluso, lo opositores tenían tiempo ilimitado para defender sus argumentos y el tribunal para rebatirlos o confirmarlos.
Todo ello ha sido actualmente sustituido por el dictamen de unas comisiones que discuten a puerta cerrada, encapuchados como inquisidores y como verdugos del Santo Oficio, consultando rankings de impacto mercantil, elaborados por agencias financiadas por corporaciones económicas que no pueden dar la cara porque no la tienen. Esto es, como estamos diciendo, un nuevo feudalismo, pues, en efecto, el feudalismo en el Antiguo Régimen, era, sobre todo, el reino de lo privado. Y las empresas privadas no son más que nuevos feudos contemporáneos.
La misma ceguera disfrazada de progresismo encontramos respecto del asunto del funcionariado en la enseñanza. El sistema de oposiciones (y la idea de que el profesor tiene que ser consiguientemente un funcionario del Estado), en realidad, no es un sistema. Es la infraestructura misma de la investigación científica, el más eficaz de los artilugios institucionales inventados para garantizar a la investigación científica unas condiciones materiales de ejercicio público, libre y desinteresado. En realidad, con el tan criticado “sistema de oposiciones” lo que estaba en juego era la definición misma de conocimiento superior: la idea, en definitiva, de que solo la ciencia puede juzgar a la ciencia. La Universidad es una comunidad de doctores (o de aspirantes a serlo) más arriba de los cuales no puede haber autoridad alguna. No hay ningún exterior a la ciencia desde el que puede juzgarse la verdad de un teorema, la conveniencia de una investigación, la relevancia de un experimento, la idoneidad de un currículum, un departamento o un proyecto científico.
También aquí ha habido un malentendido desdichadamente muy celebrado por las izquierdas y que ha hecho mucho daño ya desde los tiempos de la lucha de los PNNs en los años setenta8. Se trata del empeño en imponer sobre la lógica académica una lógica laboral y sindical. Es obvio que los profesores son trabajadores, sin duda, y por tanto, tienen los mismos derechos que cualquier otro trabajador, eso está fuera de toda discusión. Pero confundir la lógica académica con la lógica de un ejército laboral ha sido completamente pernicioso. En el caso de la enseñanza, como en el de la Justicia y la Sanidad, la condición de funcionario es esencial y los contratos de ayudantes, interinos, asociados, etc., tiene que ser siempre provisional y periférica. Un funcionario no es propiamente un trabajador (aunque también lo sea): es, ante todo, un propietario, un propietario de su función. Y ello es una condición esencial para el ejercicio libre de su profesión. El no insistir en ello, es decir, la no insistencia en el hecho de que un profesor tiene que ser esencialmente un funcionario, confundiendo así la lógica académica con la laboral, ha creado efectos nefastos incluso laboralmente (no digamos ya académicamente), pues si el profesorado no es más que un ejército de trabajadores, no hay motivo para que no lo sea de trabajadores basura, como en cualquier otro rincón de la sociedad. Así fue como los interinos empezaron a convertirse en legión, las plazas vitalicias se amortiguaron y los contratos se flexibilizaron como en cualquier otro dominio del mercado laboral. El resultado es conocido: el profesor de lengua puede dar gimnasia y viceversa. La propaganda de Bolonia fue alucinante a este respecto: una buena mañana, se abrieron los telediarios con la noticia de que los profesores ya no iban a tener que estar especializados en ninguna disciplina, porque había una empresa llamada Educlick -aún puede buscarse su página en internet- que ofrecía unos powers point interactivos que, prácticamente, cubrían todo el espacio docente. Era lo que se llamaba una “revolución educativa” sin precedentes. Y en efecto, lo fue.
Los profesores, los jueces, los médicos, tienen que ser funcionarios porque esa es la única garantía de su independencia (en el caso de los profesores, de su libertad de cátedra). De la independencia respecto de lo poderes fácticos privados y de la independencia respecto del gobierno de turno. En el fondo, se trata de un requisito imprescindible de la separación de poderes, y por lo tanto, de eso a lo que llamamos Estado de Derecho. Es la garantía de la separación entre lo estatal y lo gubernamental. De lo contrario, la enseñanza sería adoctrinamiento gubernamental y la Justicia sería un brazo del gobierno. La sanidad, por su parte, estaría vendida a los intereses que los gobernantes pudieran tener en los laboratorios farmacéuticos, las casas de seguros o las fundaciones sanitarias privadas. Los profesores deben ser vitalicios incluso cuando sean malos profesores. Esa es la responsabilidad de los tribunales y de las legislaciones que los rigen: impedir que haya malos profesores. También existe, por supuesto, una cosa llamada inspección de servicios, que debería funcionar como tal y no como suele funcionar. Pero un profesor tiene que tener libertad de cátedra y para eso tiene que ser funcionario.
De lo contrario, estaríamos vendiendo el universo de la enseñanza a los poderes privados más salvajes, como ocurre en el caso del periodismo, o sin ir más lejos, en el de la enseñanza concertada. Los periodistas no pueden ser independientes por mucho que se empeñen: serán siempre la voz de quien les puede despedir a causa de lo que digan o dejen de decir. Eso es lo que les ha convertido en un ejército de mercenarios. La cosa es gravísima, desde luego, porque con ello hemos vendido al reino feudal de lo privado algo tan consustancial a la Ilustración como es el uso público de la palabra y la libertad de expresión. En cuanto a la enseñanza concertada es, desde luego, el cáncer que nos ha llevado al desastre actual. Los colegios concertados han encontrado mil maneras de burlar la ley y filtrar la extracción social de sus alumnos exigiendo tasas y donaciones o declarando tener cubierta la ratio de alumnos prescrita. Ello ha abierto en el mundo de la enseñanza el abismo de las clases sociales, dejando a la enseñanza pública la parte más conflictiva. Mientras tanto, estamos pagando con nuestros impuestos una plantilla de profesores nombrados “a dedo” por empresas y sectas privadas, como si nunca hubiera existido la Ilustración y viviéramos de nuevo en el Medievo feudal"
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