Javier Álvarez Villa
Los recortes de los derechos económicos y
laborales de los empleados públicos han sacado a la luz un conflicto de clases
que permanecía soterrado y en el que nada es lo que aparenta. Porque, ni los “empleados
públicos” constituyen un grupo socioeconómico homogéneo que pueda calificarse
como clase explotada, ni la clase explotadora puede identificarse sin más
precisiones con la llamada “clase política”, ni la calle es el lugar de un
conflicto que nace, crece y se reproduce en los centros de trabajo.
Sólo desde el más profundo desconocimiento de
la burocracia como estructura de poder
puede hablarse de los derechos de los empleados públicos como un grupo social
homogéneo. Porque la organización jerárquica piramidal de la Administración
Pública se culmina en la cúspide con una élite funcionarial, cada vez más
amplia, que elabora, aplica y controla un sistema de relaciones de producción estrictamente
clasista – en el reparto salarial, en la reproducción de las relaciones de
sumisión y respeto a la autoridad -.
Los intereses socioeconómicos de esta alta
burocracia poco tienen que ver con los del resto de los empleados públicos, en cuanto que aquella está simbióticamente relaciona
con la clase “político – empresarial” (clase explotadora). Esta relación “estrecha
y persistente” con beneficios mutuos se estructura del siguiente modo:
*Se trata de una relación basada en la confianza personal – que no en
la ideológica, ni partidista -, lo que garantiza la recíproca fidelidad. Nada
hay de extraño, por tanto, en que un alto funcionario situado en la extrema
derecha política, sea alto cargo de confianza, por ejemplo, de un Gobierno socialdemócrata
(más bien, al contrario, desde la perspectiva estrictamente psicológica se
cuidará bien de demostrar con gestos ostensibles que es leal a lo pactado, con
más encomio seguramente de lo que lo harán los burócratas con una reconocida afinidad
ideológica con quien gobierna)
*La alta burocracia se configura como un “poder corporativo”, en la
medida en la que el mantenimiento de su posición dominante dentro de la
estructura clasista de poder exige, indefectiblemente, el control absoluto de
la vías de acceso y renovación de sus miembros. Ello se materializa en el
proceso de “cooptación” de los miembros que la integran, es decir, en que el
ingreso en la misma queda supeditado siempre a un juicio de idoneidad previo,
que asegurará que el candidato no compromete los interés corporativos del grupo,
lo que supone también – como resulta obvio – la conformidad con los intereses
de la clase político – empresarial.
*El “poder corporativo” de la alta burocracia y su relación simbiótica
con el poder, despliegan sus efectos hacia abajo mediante la articulación de
relaciones sociolaborales clasistas de dominio, control y sumisión de los empleados
públicos integrados en la estructura jerárquica administrativa. El mecanismo
más potente de producción y reproducción de las relaciones de dominación es el
control de los sistemas de provisión de puestos de trabajo, sustituyendo y
generalizando la selección con criterios objetivos basados en la igualdad, el
mérito y la capacidad, por el subjetivo de la confianza personal.
* La élite burocrática nutre de miembros a la clase “político –
empresarial” en un porcentaje altamente significativo, tanto al aparato político,
en sentido estricto, como a los grupos empresariales, como a los conglomerados
intermedios en los que política y negocios se confunden. En esta parte de la
relación, una de cuyas manifestaciones más conocidas es el fenómeno de las “puertas
giratorias”, los intereses de la alta burocracia y los de la clase político –
empresarial se confunden de tal modo que puede decirse que ambos grupos se
fusionan en uno solo.
También es profundamente falsa la identificación
que se hace, cada vez con mayor frecuencia, entre la clase explotadora y lo que
viene denominándose como “clase política”. En primer lugar, porque no todos los
políticos tiene la misma posición y responsabilidad dentro de la estructura de
poder que produce y reproduce las relaciones sociolaborales clasistas, pero
sobre todo y fundamentalmente, porque la
clase explotadora - es decir, la que
decide en última instancia las políticas de recortes económicos y sociales y
determina el contenido real de las relaciones de producción – es el poder económico, que se ha adueñado por
diferentes vías de la política. ¿Políticos – empresarios?, ¿empresarios – políticos?
, ¿ quién es capaz hoy de distinguir una cosa de la otra?
Finalmente, el conflicto entre los “empleados
públicos” y sus “patronos” no puede desplazarse, permanentemente, fuera de su
lugar natural – los centros de trabajo-, sino se quiere caer en una especie de “protesta
– espectáculo”, tan amada por el capitalismo de consumo, que acabará
convirtiéndola en una atracción de feria más, eso sí, con la espoleta
totalmente desactivada.
Y aquí la responsabilidad de las
organizaciones sindicales – de todas, sin excepción – es máxima, porque desde
hace ya demasiado tiempo han decido mantener la paz social en los centros de
trabajo para no incomodar a los capataces del patrón, ni despertar recelos entre
una “clase trabajadora” anestesiada – hasta ahora – con el reparto clasista de
dinero y de puestos de la época de las “vacas gordas”. Un clientelismo por
capilaridad, que ha llevado prebendas y privilegios de diferente tipo hasta las
más remotas terminales sindicales, ha conseguido que hoy ningún sindicato se
plantee, en serio, dar la batalla en los centros de trabajo, plantando cara a
los representantes del poder y a su tupida red de relaciones de control y
dominación.
Traer el conflicto de clases a su lugar natural
– no ocultarlo donde se produce - es ahora el reto. Bastaría, para comenzar,
por exigir – con la contundencia necesaria – el desmantelamiento del sistema clientelista
de provisión de puestos, sobre el que se apoya el poder de control de la alta
burocracia y de la clase político – empresarial asociada a la misma, así como
un nuevo modelo de reparto de la masa salarial, más justo y equitativo.
¿Quién da el primer paso?
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