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domingo, 27 de enero de 2013

Los términos de un conflicto de clases



Javier Álvarez Villa

Los recortes de los derechos económicos y laborales de los empleados públicos han sacado a la luz un conflicto de clases que permanecía soterrado y en el que nada es lo que aparenta. Porque, ni los “empleados públicos” constituyen un grupo socioeconómico homogéneo que pueda calificarse como clase explotada, ni la clase explotadora puede identificarse sin más precisiones con la llamada “clase política”, ni la calle es el lugar de un conflicto que nace, crece y se reproduce en los centros de trabajo.

Sólo desde el más profundo desconocimiento de la burocracia como estructura de poder puede hablarse de los derechos de los empleados públicos como un grupo social homogéneo. Porque la organización jerárquica piramidal de la Administración Pública se culmina en la cúspide con una élite funcionarial, cada vez más amplia, que elabora, aplica y controla un sistema de relaciones de producción estrictamente clasista – en el reparto salarial, en la reproducción de las relaciones de sumisión y respeto a la autoridad  -.

Los intereses socioeconómicos de esta alta burocracia poco tienen que ver con los del resto de los empleados públicos, en cuanto que aquella está simbióticamente relaciona con la clase “político – empresarial” (clase explotadora). Esta relación “estrecha y persistente” con beneficios mutuos se estructura del siguiente modo:
*Se trata de una relación basada en la confianza personal – que no en la ideológica, ni partidista -, lo que garantiza la recíproca fidelidad. Nada hay de extraño, por tanto, en que un alto funcionario situado en la extrema derecha política, sea alto cargo de confianza, por ejemplo, de un Gobierno socialdemócrata (más bien, al contrario, desde la perspectiva estrictamente psicológica se cuidará bien de demostrar con gestos ostensibles que es leal a lo pactado, con más encomio seguramente de lo que lo harán los burócratas con una reconocida afinidad ideológica con quien gobierna)
*La alta burocracia se configura como un “poder corporativo”, en la medida en  la que el mantenimiento de su posición dominante dentro de la estructura clasista de poder exige, indefectiblemente, el control absoluto de la vías de acceso y renovación de sus miembros. Ello se materializa en el proceso de “cooptación” de los miembros que la integran, es decir, en que el ingreso en la misma queda supeditado siempre a un juicio de idoneidad previo, que asegurará que el candidato no compromete los interés corporativos del grupo, lo que supone también – como resulta obvio – la conformidad con los intereses de la clase político – empresarial.
*El “poder corporativo” de la alta burocracia y su relación simbiótica con el poder, despliegan sus efectos hacia abajo mediante la articulación de relaciones sociolaborales clasistas de dominio, control y sumisión de los empleados públicos integrados en la estructura jerárquica administrativa. El mecanismo más potente de producción y reproducción de las relaciones de dominación es el control de los sistemas de provisión de puestos de trabajo, sustituyendo y generalizando la selección con criterios objetivos basados en la igualdad, el mérito y la capacidad, por el subjetivo de la confianza personal.
* La élite burocrática nutre de miembros a la clase “político – empresarial” en un porcentaje altamente significativo, tanto al aparato político, en sentido estricto, como a los grupos empresariales, como a los conglomerados intermedios en los que política y negocios se confunden. En esta parte de la relación, una de cuyas manifestaciones más conocidas es el fenómeno de las “puertas giratorias”, los intereses de la alta burocracia y los de la clase político – empresarial se confunden de tal modo que puede decirse que ambos grupos se fusionan en uno solo.

También es profundamente falsa la identificación que se hace, cada vez con mayor frecuencia, entre la clase explotadora y lo que viene denominándose como “clase política”. En primer lugar, porque no todos los políticos tiene la misma posición y responsabilidad dentro de la estructura de poder que produce y reproduce las relaciones sociolaborales clasistas, pero sobre todo y fundamentalmente, porque la clase explotadora  - es decir, la que decide en última instancia las políticas de recortes económicos y sociales y determina el contenido real de las relaciones de producción – es el poder económico, que se ha adueñado por diferentes vías de la política. ¿Políticos – empresarios?, ¿empresarios – políticos? , ¿ quién es capaz hoy de distinguir una cosa de la otra?

Finalmente, el conflicto entre los “empleados públicos” y sus “patronos” no puede desplazarse, permanentemente, fuera de su lugar natural – los centros de trabajo-, sino se quiere caer en una especie de “protesta – espectáculo”, tan amada por el capitalismo de consumo, que acabará convirtiéndola en una atracción de feria más, eso sí, con la espoleta totalmente desactivada.

Y aquí la responsabilidad de las organizaciones sindicales – de todas, sin excepción – es máxima, porque desde hace ya demasiado tiempo han decido mantener la paz social en los centros de trabajo para no incomodar a los capataces del patrón, ni despertar recelos entre una “clase trabajadora” anestesiada – hasta ahora – con el reparto clasista de dinero y de puestos de la época de las “vacas gordas”. Un clientelismo por capilaridad, que ha llevado prebendas y privilegios de diferente tipo hasta las más remotas terminales sindicales, ha conseguido que hoy ningún sindicato se plantee, en serio, dar la batalla en los centros de trabajo, plantando cara a los representantes del poder y a su tupida red de relaciones de control y dominación.

Traer el conflicto de clases a su lugar natural – no ocultarlo donde se produce - es ahora el reto. Bastaría, para comenzar, por exigir – con la contundencia necesaria – el desmantelamiento del sistema clientelista de provisión de puestos, sobre el que se apoya el poder de control de la alta burocracia y de la clase político – empresarial asociada a la misma, así como un nuevo modelo de reparto de la masa salarial, más justo y equitativo.

¿Quién da el primer paso?

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