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viernes, 25 de diciembre de 2009

La democracia corrompida



La democracia corrompida

Alejandro Nieto

Cuadernos del Sureste, Nº. 11, 2003, pags. 92-103

Hora es de despertar de viejos sueños románticos, de abandonar calificativos de género y de dejar de creer en la “feliz democracia”, el “sabio legislador”, el “justo juez” y el “benéfico Gobierno”. La realidad es otra; hay que aprender a aceptarla y volver a utilizar los adjetivos individuales: un legislador es sabio y otro ignorante, unos jueces son justos y otros perversos, hay gobiernos benéficos y gobiernos egoístas y corruptos. La democracia es feliz o desgraciada y en todo caso tiene manchas como defectos sus tres poderes.

Sólo los niños pueden creer otra cosa. La España democrática ha llegado a la edad adulta y recuperado la facultad de ver la realidad como es, sin negar la evidencia ni escandalizarse por ella. Nuestra democracia no es perfecta y es de ilusos esperar que algún día llegue a serlo, puesto que ninguna lo es. No hay que desanimarse, sin embargo, antes al contrario, es un estímulo más para participar en la vida política y para no dejarla en manos de los peores.

Tampoco hay que negar ni que avergonzarse de que esté afeada por la corrupción. De lo que hay que preocuparse, y mucho, es del nivel que la corrupción ha alcanzado, hasta tal punto que se ha producido, desde este aumento cuantitativo, un salto cualitativo que importa examinar ahora con cierto cuidado. Es frecuente oír que democracia y corrupción son términos incompatibles: donde hay democracia (como en la España actual) no puede haber corrupción –se dice– o ha de ser mínima. La intención apologética de esta tesis salta a la vista y esconde, además, un argumento descalificador, dado que imputa a quienes denuncian su existencia el grave pecado de estar desacreditando a la democracia e incluso de pertenecer a la derecha plutocrática (dando por supuesto que es ésta la que se beneficia de tales situaciones en perjuicio de la izquierda, libre de toda sospecha al cabo de “cien años de honradez”).

Desde esta perspectiva la corrupción se convierte en una cuestión tabú, que no puede tocarse so pena de perjudicar gravemente a la democracia, la integridad de cuya imagen –al estilocalderoniano– no admite ni siquiera sombras. Yo estoy dispuesto a aceptar la imposibilidad lógica del sintagma “democracia corrupta”, pero con todas sus consecuencias, es decir, si en la democracia “no debe haber” corrupción y es el caso que la hay, tiene que concluirse con el mismo énfasis que donde hay corrupción no puede haber democracia. La corrupción puede ciertamente ocultarse, pero, si no se elimina, se produce algo mucho más grave que un simple deterioro de imagen: se está destruyendo a la democracia.

En definitiva, pues, quienes pretenden silenciar la existencia de prácticas corruptas públicas preservan quizá la imagen de la democracia, pero no su sustancia. Una opinión, por otra parte, absolutamente generalizada en Europa, que me permite hacer una breve y excepcional referencia a testimonios extranjeros. Según Della Porta y Mény (Démocratie et corruption en Europe,1995), “la corrupción pone en peligro los valores mismo del sistema: la democracia es herida en el corazón; la corrupción sustituye el interés público por el privado, mina los fundamentos del Estado de Derecho, niega los principios de igualdad y de transparencia favoreciendo el acceso privilegiado y secreto de ciertos agentes a los medios públicos”. O en Alemania J. Roth (Der Sumpf, 1995): “la corrupción en todas sus variantes destruye silenciosa y eficazmente las instituciones democráticas”. Y por citar a un español muy autorizado, para López Calera (1997), “la corrupción política, más aún cuando llega a ser mera delincuencia común, está promoviendo una crisis de legitimidad en el Estado social y democráticode Derecho; de esa corrupción política provienen muchas de las críticas al Estado democrático; las gentes se quejan –y con razón– de los políticos, pero terminan quejándose del Estado a quienes esos políticos dicen representar”.

Y antes, en palabras de Miralles (1992), “todo ello conforma una red que ahoga la democracia: la vacía de contenido y la reduce a un mero formalismo. Ése quizá es el aspecto más peligroso de la corrupción en un sistema democrático. Ésa es la variable que aumenta su variedad en relación con la corrupción de las dictaduras. La dictadura no puede corromperse, pero la democracia, sí. No es un asunto de listos o chorizos, de pícaros o ladrones de guante blanco. Es la legitimación del sistema y de sus instituciones básicas lo que está en el aire, lo que el decenio socialista ha puesto en cuestión. Porque termina por ser el propio sistema el que induce a la corrupción a quien desea sobrevivir”.

Conste, por lo demás, que la cita de esas autoridades de talante democrático intachable no es una simple erudición sino una forma de salir al paso de una acusación de antidemocracia que suele imputarse insidiosamente a quienes denuncian estas prácticas, a lo que alude de forma expresa Tortosa (1995). La proposición enunciada no significa, naturalmente, la negación de la democracia en una realidad política contaminada, ya que la existencia de prácticas corruptas esporádicas, aunque sean muy graves, es de hecho inevitable en todos los tiempos y circunstancias.

La única corrupción letal es la sistemática, es decir, la integrada en el sistema de tal manera que las instituciones públicas funcionan habitualmente con ella (e incluso no pueden funcionar sin ella) y, sobre todo, cuando no operan los mecanismos de autodefensa. Este último dato es el que mejor revela que el sistema tolera la corrupción y que la ha absorbido como parte integrante del mismo. Por esta razón puede hablarse hoy de la democracia italiana, ya que, a diferencia de lo que sucedía con anterioridad, ahora se está defendiendo. Y por lo mismo, es lícito poner en duda a la democracia española actual, afectada como está –y mientra siga estándolo– de una corrupción institucional sin mecanismos de prevención ni represión.

Más todavía: cuando la corrupción es patrimonio de un grupo identificado, cabe la posibilidad de eliminarla al sustituir electoralmente a un grupo por otro y recuperar con ello a la democracia. Ahora bien, cuando la alternativa a un gobierno corrupto es otro igualmente corrupto, ya no puede seguir hablándose de democracia al no haber esperanza de regenerar al sistema desde dentro del mismo; una posibilidad que constituye cabalmente uno de los pilares básicos de la democracia.

En segundo término opera otro argumento no menos contundente que el anterior: la democracia supone la presencia de unos mandatarios elegidos por el pueblo para la gestión de los intereses públicos. Para que aquélla exista no basta, por tanto, que haya mandatarios públicamente elegidos sino que es preciso, además, que trabajen efectivamente en beneficio del interés general. Con la consecuencia de que si actúan en beneficio particular están apartándose de una característica esencial del sistema democrático. Las autoridades corruptas no sólo están ensombreciendo la imagen de la democracia o alterando sus contenidos sino que la han abandonado.

Hay reglas esenciales y no esenciales y hay trampas más o menos graves que pueden perturbar el juego, aunque éste continúe; pero si no se respetan las reglas fundamentales nos salimos del terreno propio. Si en un partido manejan los jugadores la pelota con las manos y los pies y nada hace el árbitro para impedirlo, no puede decirse que se está jugando al fútbol irregularmente sino que se está jugando a otra cosa. Siguiendo con la misma imagen, nadie puede, en cambio, dudar de la naturaleza del juego aunque ocasionalmente se quebranten algunas de las reglas, sobre todo si el árbitro tiene energía para castigar y, si es necesario, para expulsar del campo al infractor.

El régimen de Franco llegó a ser calificado en sus postrimerías como una “dictadura atemperada por la ineficacia y la corrupción”. Es posible que, en efecto, fuera dictadura a pesar de la corrupción; pero no puede ahora decirse que el régimen constitucional español actual sea “una democracia atemperada por la corrupción”, ya que aquí –como se está diciendo– no caben términos medios: cuando en una democracia la corrupción se institucionaliza no cabe seguir hablando de democracia. La democracia ha sido secuestrada por una clase política activamente corrupta y que, además, tolera con su pasividad las prácticas de este carácter que perpetra el aparato administrativo.

Hay una forma perversa de entender y de gestionar la democracia, conforme a la cual se admite que los gobiernos sucesivos abusen del poder con tal que subsista la posibilidad de ser desalojados de él por vías electorales regulares. El Gobierno, según esto, queda legitimado por el procedimiento de su nombramiento y, en consecuencia, un gobierno democráticamente elegido es ya democrático para siempre. Esto, a mi juicio, no es correcto, puesto que no es suficiente la legitimación democrática originaria sino que tiene que confirmarse de manera permanente. Por muy puros que sean sus orígenes, un gobierno deja de ser democrático cuando no actúa de acuerdo con las reglas de este sistema (por ejemplo, corrompiéndose o tolerando una corrupción institucionalizada). Y, dando un paso más, un sistema deja de ser democrático cuando no ofrece una alternativa limpia, o sea, democrática a un gobierno corrupto.

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