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lunes, 28 de junio de 2021

EL ÚLTIMO QUE SALGA, QUE APAGUE LA LUZ


Blog La Mirada Institucional

Rafael Jiménez Asensio


 Hay quien en el poder o sus aledaños se sorprende todavía de que las plantillas de las Administraciones Públicas se estén quedando diezmadas gradualmente por la salida permanente de empleados públicos que se acogen a la jubilación, en no pocos casos de forma anticipada. La situación de deterioro actual de la Administración Pública, la escasez de incentivos  o de estímulos, cuando no la imposibilidad legal de la continuidad, así como el anunciado y paulatino encarecimiento de las condiciones de la jubilación, están incrementando el efecto de desaliento y despertando  las ansias de abandono precipitado o reglado por una buena parte del personal senior/senior que, con una media de edad elevada,  empujados por esas u otras circunstancias, ven cómo ya les queda poco allí por hacer y aún menos es lo que hacer les dejan.

Me lo decía un amigo funcionario, excelente y cualificado profesional en el ámbito de la salud pública, por cierto: “Me faltan aún varios meses para la jubilación; pero, Rafa, ya nadie me pide nada; estoy amortizado; aun así, motu propio estoy preparando una memoria donde explico a quien después venga cómo veo yo, tras muchos años de desarrollo profesional y de autoformación, se deben desarrollar las tareas de este puesto de trabajo”. Probablemente, añadía, “quien aquí aterrice será un interino, extraído del servicio empleo, pues –a pesar de que saben que me voy desde hace varios meses- nadie ha pensado un minuto en cómo sustituirme ni convocado concurso o prueba alguna para ello, menos aún han pensado en cómo transferir ese conocimiento adquirido o ese saber hacer”. Y, seguía reflexionando en voz alta, “lo que yo le ponga en ese cuadernillo de conocimientos y destrezas, que por cierto nadie me ha pedido, quizás le sea útil para tener una mínima guía de lo que debe hacer y tal vez le podrá ayudar, si es que quien llegue sabe algo de lo que tendrá entre manos y pone algún gramo de empeño en la tarea”.

Lo triste es constatar que, a eso que llamamos Administración Pública, una larga y fecunda experiencia profesional de más de treinta años  es algo que le resulta indiferente. A nadie le importa, ni a nadie le preocupa que se pierda ese conocimiento. A quiénes les debía inquietar, a los responsables máximos o intermedios, están de paso, preocupados por otras cuitas más próximas y necesidades más prosaicas relativas a mantener sus prebendas o, en su caso, hacer poco ruido y complicarse mínimamente la vida. En los niveles políticos y directivos de las Administraciones Públicas españolas, cuántos menos charcos pises, más vida tendrás. Así que eludir los problemas, como una suerte de slalom, es lo más indicado para sobrevivir largo tiempo y, por tanto, gozar de los parabienes que da un cargo público. Eso es algo que ya han aprendido decenas de miles de responsables y directivos públicos en la España ministerial y en su periferia autonómica y local. En ese contexto, hablar de gestión y transferencia del conocimiento es un insulto a la inteligencia.  

Algunas Administraciones Públicas tienen ya una pirámide invertida, los funcionarios son pocos y muchísimos de ellos en situación de salida o enfilando la puerta, mientras que interinos y temporales resultan legión, algunos de ellos también cargaditos de años y quemados por muchas otras razones. Las organizaciones públicas cada vez se parecen más a unidades de quemados intensivos. Si la sociedad española, tal como se dice, está envejecida, pues tiene una media de edad de 42 años, qué será de ese cementerio de elefantes llamado Administración Pública, cuya media de edad oscila en muchos casos entre los 52 y los 56 años de edad, según diferentes niveles de gobierno.

Lo realmente sorprendente es que, al parecer, nadie se dio cuenta de lo que estaba sucediendo y nadie tampoco había pensado lo que iba a suceder. Una simple mirada a los datos, hace años que ponía los pelos de punta y advertía claramente que venían curvas. Pero, salvo casos muy puntuales (que sí lo percibieron, aunque teniendo incluso buenos diagnósticos miraron para otro lado), nadie prestó atención a ello. Siempre recuerdo la expresiva frase del profesor Alejandro Nieto cuando lacónicamente decía que “en la Administración Pública no se piensa, se improvisa”. Eso fue escrito hace cuarenta años: hoy en día sigue plenamente vigente, para desgracia de todos, especialmente del país y de sus gentes. Tampoco se planificaba antes ni se planifica ahora, ya que nadie sabe conjugar ese verbo. Y eso de hacer previsión de efectivos, al parecer, resulta un complejo problema de álgebra que ningún responsable ayuno de ciencia matemática supo nunca cómo resolver. Por no hablar de la prospectiva, siempre necesaria, pero que nos gusta llevar a 2050 y somos incapaces de hacerla para los años inmediatamente venideros, que son en los que estallarán muchos de los problemas, entre ellos el que ahora nos ocupa. Queremos predecir el futuro a largo plazo y nos desentendemos de lo que pase en los próximos años, que será lo que condicionará la existencia de los vivos.

Los políticos, los altos cargos, el personal eventual y todo el decorado que acompaña a una cada vez más ineficiente política que, en su mayor parte, solo vive para alharacas y destellos comunicativos instantáneos, tiene una elevada parte de responsabilidad en que las cosas hayan llegado al punto en el que están. Pero, afortunadamente para la política, se trata de un colectivo numeroso donde el baile de responsabilidades hace francamente difícil determinar en muchos casos quién fue el causante en cada Administración Pública (pues son muchas) del despropósito heredado, pues los medios de comunicación tienen memoria de pez y la ciudadanía vive anclada en el torbellino de noticias, que unas tapan a las otras, y es incapaz de identificar quién es o fue realmente el que no decidió (ya que en estos momentos de eso se trata) lo que había que hacer; pues todo lo más se es responsable de lo que se hace, pero siempre queda en el limbo lo que no se hace, ya que sobre el vacío decisional ni hay huella ni nadie, por lo común, rinde cuentas por la inacción. Aunque no debiera ser así.

La política está a lo que está, o a lo que debe estar, me dirán los más entusiastas: su objetivo no es otro que ganar elecciones y perpetuarse en el poder. De lo que ocurra en esa destartalada casa de la Administración Pública, nadie responde. Pasaron por ella Ministros, Consejeros, Alcaldes y Presidentes, e hicieron lo que tenía que hacer: en muchos casos, marear la perdiz y endosar los problemas al siguiente, y este al que vino a continuación, hasta que al último el marrón le estalla en las manos. Y entonces se sorprende. Pero no es para inquietarse, porque la Administración Pública es de todos, y con tanto patrón, al fin y a la postre, no es de nadie. La ciudadanía se entera de la misa la mitad sobre lo que allí acontece, menos aún de lo que no tiene lugar, como de esas cosas que se refieren a planificar, predecir o aquilatar un futuro incierto, que a nadie importa, salvo a cuatro funcionarios algo frikis. Sólo algunos responsables públicos de verdad o quienes son funcionarios probos y profesionales, se preocupan de un futuro que a todos nos afecta, pero las cosas que hacen, cuando las hacen, apenas trascienden los muros invisibles de una Administración poco acostumbrada a la luz de la transparencia, y menos a preparar el futuro de las próximas generaciones, muy a pesar de que se nos llene la boca o se nos indigesten los conocidos fondos Next Generation, que, si no se absorben bien, pueden resultar pan para hoy y hambre para mañana (sobre todo para las generaciones venideras).

La inmediatez que nos invade está a la orden del día. Y prever lo que sucederá es algo que, de concretarse efectivamente, salpicará las manos de quien venga después. Como dijo sabiamente (y reitero en no pocas ocasiones) Peter Drucker, las (malas) soluciones de ayer son los problemas de hoy; y las (malas) soluciones de hoy serán los problemas del mañana. Quien venga que arree y se pregunte ingenuamente: ¿Y esto no se pudo planificar, prever o preparar? ¿No se pudo hacer mejor o, al menos, hacer algo? Claro que sí, habrá de responderle aquel funcionario de turno cargado de cinismo, cansado ya de explicar lo mismo a quienes se suceden en el poder como gotas en el agua. Y le argumentará: “Pero a nadie le importó así que, si quiere un consejo –le dirá el resabiado servidor público, resuélvalo del modo menos gravoso posible y endose el problema a quien venga después”. Ya se espabilará quien corresponda, pasando la pelota al siguiente. Y si no lo hace, peor para él.  

Así  es cómo seguirá funcionando la noria de la Administración Pública, que a nadie importa si sube o si baja, pues quienes mandan, dirigen o asesoran están de paso, aunque sueñen con hacerse permanentes en puestos diferentes que ninguna huella real dejan. Se bajan a ratos y suben otros, a hacer lo mismo; dicho de otro modo, a hacer como si hacen. Lo importante es  simular que algo se hace y, particularmente, comunicarlo bien. Que coja un buen plano, lleguen los mensajes y quede un bonito reportaje o entrevista, así como que la coreografía sea impactante. Es lo que queda en esta política de inmediatez que ha perdido el sentido institucional fagocitado por el ansia de poder difuso que consiste en disfrutar de un estatus y no hacer nada realmente porque nada se quiere hacer en verdad. Solo simular que se hace. Lo demás, es complicarse la vida, y también la plácida existencia del confort político, que también puede lograrse con años de oficio.

Mientras tanto muchos de quienes están en nómina como personal permanente o estable, suspiran porque llegue el día de su marcha hacia la plácida jubilación. Así las cosas, solo hace falta concluir con lo obvio: el último que salga, que apague la luz. Al fin y a la postre no se notará mucho la oscuridad en la casa, nunca como ahora tuvo menos luces. Y a las que aún quedan, ni les dejan brillar ni les dejarán. Al poder siempre le gustó la oscuridad o, al menos, gobernar en penumbra. 

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