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lunes, 14 de noviembre de 2016

La sociedad del miedo

Artículo publicado en este mismo blog el 5 de mayo del 2013



Javier Álvarez Villa

El Caso Tuláyev, la estremecedora y emotiva  novela  del disidente soviético Víctor Serge, relata las implacables purgas del estalinismo, particularmente crueles con muchos de los viejos bolcheviques de la primera hora, aquellos que habían entregado lo mejor de su energía y entusiasmo para el triunfo de la Revolución de Octubre.

La lectura de algunos de los síntomas que anunciaban la inmediata caída en desgracia de los veteranos militantes del Partido, provoca una mezcla de asombro y congoja, tanto por la miseria moral de aquella sociedad enajenada por el miedo, como por la rutilante vigencia de muchos de ellos en la democracia de la que disfrutamos: los compañeros de trabajo bajaban la mirada y trataban fríamente al que había sido señalado por el aparato opresor como próxima víctima, los vecinos ya no se paraban a hablar con él en la escalera, los conocidos cambiaban de acera para no encontrárselo de frente.

Porque el vacío social que deparaba la sociedad estalinista a los purgados por el sistema suele ser, también hoy, en la sociedad democrática de consumo, la respuesta que los ciudadanos libres ofrecen a aquellos conciudadanos que disienten públicamente de las órdenes del poder.

Si la bestial burocracia estalinista inoculaba un miedo espeso del que parecía imposible evadirse por la amenaza cierta de una represión física implacable, la democracia de consumo ha sabido desarrollar técnicas más sofisticadas, difusas y ligeras de  temor  masivo: ahora el desgraciado no desaparece en una cárcel impenetrable como la Lubianka, pero puede ser obsequiado con la pérdida del empleo o la casa, o la de algunos pequeños privilegios concedidos o tolerados siempre a cambio del silencio (ascensos profesionales, escaqueos en la jornada laboral, trabajos clandestinos complementarios etc.)

Los voceros e ideólogos de esta democracia tan perfecta – todos, por supuesto, de pago – no paran de hablarnos de la gran maravilla de la libertad: todo el mundo puede decir hoy lo que quiera sin miedo a represalia alguna (siempre que no les insulten, ni se metan en serio con ellos, naturalmente), pero cuanto más se repite esta cantinela menos se oye protestar – hablamos de protestar cuestionando realmente el sistema, es evidente, y no de los manifestaciones de salón-

Nunca como ahora se oyó gritar tanto en los campos de fútbol. Nunca como ahora se protestó tanto contra entes abstractos e impersonales – los mercados, los corruptos etc. – y tan poco contra especuladores y corruptos concretos, con nombres y apellidos.

Porque el capitalismo de consumo ha creado su específica mercancía de la protesta inocua, aquella en la que participan los falsos izquierdistas dando voces y haciendo aspavientos, como lo hacían los beatones en misa los domingos y fiestas de guardar.

Llamamos falsos izquierdistas a aquellos individuos que se dicen solidarios con todas las luchas, eso sí, con la condición de que no les salpiquen personalmente. Por ello, cuanto más generales, abstractas y lejanas mucho mejor. Gritan y se enojan con los especuladores, los banqueros y los corruptos, pero siempre que no tengan relación directa con ellos, porque no conviene asumir riesgos personales.

Cuándo se les pide que se mojen, que den la cara contra un corrupto concreto al que conocen bien, contra algunos canallas con nombres y apellidos  que tienen muy cerca, por ejemplo en su centro de trabajo,  – sólo sea un poco, no se trata de exigir heroicidades – entonces enmudecen, tartajean, o les sale una risa nerviosa y te dicen que están muy ocupados conspirando en no se sabe que, eso sí, muy importante y clandestino, ya se verá (entonces pasa el tiempo y uno se da cuenta que de que todo era una escusa) 

Vivimos en la sociedad del miedo. Por esa razón, el cotilleo ha silenciado a la crítica, el que quisiera hablar no se atreve a hacerlo, el que habla procura no molestar, el que quiere molestar procura esconderse para que no le vean y el que dice lo que piensa encuentra las caras de cemento de los interlocutores que, por miedo, no quieren serlo.

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