Era cosa cantada que el nuevo ajuste se iba a centrar en las pensiones públicas. Se trata de un tema, como el laboral, recurrente desde hace muchos años y que ya se ha tocado sucesivas veces. La última con Zapatero. Rajoy está condenado a repetir la misma política pero sin tantos remilgos, a pesar de haber nombrado un comité de expertos para dar un barniz tecnocrático a la reforma. Unos tecnócratas que año tras año repiten un mismo esquema simplista que en gran medida contiene las respuestas en el enunciado.
La justificación de las propuestas de recorte de las pensiones (otra cosa no es, aunque se vista de alargar la vida laboral, o de “aplicar un coeficiente corrector”) se fundamenta en un esquema simple: el alargamiento de la vida de la gente prolonga el periodo de jubilación, aumentando considerablemente el gasto en pensiones. Como además se ha reducido la fertilidad, el volumen de personas en edad de trabajar se reduce y no se reemplaza en volumen suficiente a las personas que abandonan el mercado laboral. De lo que se colige una desproporción de la ratio jubilados/activos. Ello abriría dos escenarios: o mantener las pensiones actuales, con la consiguiente sobrecarga para la población activa (que habría de aumentar considerablemente su contribución a la seguridad social), o reducir la pensión individual para reducir la carga a pagar. La prolongación de la vida laboral sería una modalidad intermedia entre las dos, pues por una parte si trabajamos más tiempo cobraremos menos años la pensión y por otra estaremos contribuyendo más a sufragarla. Con cuatro miradas a las pirámides de edad y unas pocas proyecciones económicas, el argumento parace convincente.
La defensa del actual sistema de pensiones se ha basado en cuestionar alguna de estas hipótesis: los mismos economistas que ahora defienden los recortes vieron desmentidas sus anteriores previsiones sobre proyecciones demográficas, en torno a las cuales argumentan sobre el problema del empleo. Por ejemplo, si ahora la Seguridad Social está en déficit no es debido a un problema demográfico, sino a otro de raíz económica: hay más de 6 millones de personas dispuestas a trabajar (y a aportar contribuciones) a las que hoy la lógica del sistema económico les niega esta posibilidad. Se trata de críticas ciertas: si fracasaron las viejas previsiones que aseguraban que el sistema de seguridad social ya tendría que haber colapsado es porque no se han cumplido sus hipótesis: en cuanto la actividad económica se disparó, no dejó de llegar gente al mercado laboral español, tanto del interior (aumento la participación laboral de las mujeres, especialmente) como del exterior. Si se trata de ir reemplazando la gente que sale del mercado laboral, bastaría una buena política inmigratoria para llenar los huecos de los que se van jubilando. El problema no es la demografía, sino el funcionamiento de la economía y las políticas migratorias. A ello añanden los heterodoxos que al pensar en las contribuciones necesarias para financiar las pensiones hay que tener en cuenta no solo el volumen de personas que trabajan sino también su productividad: si ésta crece, el mismo número de gente está en condiciones de financiar con su producción un volumen mayor de dinero. Por tanto, la defensa tradicional del sistema actual se basa en considerar que la viabilidad de las pensiones se puede sustentar promoviendo una política económica de pleno empleo, permitiendo un flujo migratorio adecuado y aumentando la productividad.
Comparto bastantes de estos argumentos. Pero me temo que no abordan el meollo de la cuestión y que van a ser desoídos con relativa facilidad. No estoy seguro de cuál va a ser el comportamiento de la productividad en una economía que ha esquilmado reservas naturales como la de petróleo. Ni tengo mucha confianza en que sin cambios radicales podamos esperar que en el corto o medio plazo podamos pensar en el relanzamiento de políticas económicas de pleno empleo. Y por esto me parece necesario que, sin despreciar los contraargumentos posibilistas, desarrollemos un debate más general en el que repensar la cuestión de las pensiones en particular y del envejecimiento en general.
La cuestión fundamental es que una sociedad debe mantener al conjunto de su población en un grado aceptable de bienestar. Y debe ser capaz de conseguir tanto los recursos adecuados para garantizarlo como un sistema distributivo que permita a todo el mundo acceder a él. Qué constituye un nivel de bienestar aceptable es sin duda una cuestión discutible, que sin embargo exige una acción social permanente. Una parte de la victoria del neoliberalismo se ha basado en la capacidad del capital de modelar el concepto de bienestar, confundiendo necesidades básicas, caprichos y males sociales en un mismo paquete (y a la vez metiendo en la categoría de “trabajo” actividades que aportan bienestar social, otras que son simple reflejo de un modelo de dominación e incluso algunas que deberían entrar en la categoría de ocio). Hay que plantear el debate de las pensiones dentro de otro más general sobre la distribución de la renta. Si la sociedad va a ser más rica en el futuro, como prometen los economistas ortodoxos, no tiene sentido que sea una parte de la población, la de edad más avanzada, la que tenga que empobrecerse de forma absoluta o relativa. Si la sociedad va a ser más pobre, como sospechan sobre todo los economistas ecológicos, tampoco tiene sentido que sea la gente mayor la que deba pagar el pato. En este caso habría que plantear un modelo distributivo y de organización social viable para todo el mundo.
Hay otra cuestión asociada tan vital como la del reparto. La del trabajo. En el debate del envejecimiento tiene dos dimensiones. En primer lugar está el hecho que en un mundo con empleos diferentes el impacto laboral sobre la vitalidad, la salud y la posibilidad de trabajar es muy desigual. No todo el mundo llega en iguales condiciones a la misma edad y por tanto no todos tienen las mismas posibilidades de desarrollar, con los parámetros actuales, una actividad laboral “normal” a la misma edad. Alargar la edad de jubilación castiga especialmente a las personas con empleos “manuales” (aunque casi todos lo sean, no son reconocidos homólogamente). Lo de trabajar hasta los setenta años lo puede sustentar un profesor universitario o un directivo, pero no un trabajador de la construcción o una enfermera. La propia continuidad de la vida laboral está sujeta al espacio laboral de cada cual. El sistema castiga duramente a las personas con trayectorias laborales intermintentes, a los empleos más precarios, a los que suelen ser pobres toda su vida laboral. Y, por otra parte, el envejecimiento obliga a plantear otra cuestión fundamental, al exigir una mayor carga laboral de cuidados. La forma como se resuelva esto — con trabajo familiar, con servicios públicos, con trabajo informal...— afectará directamente a las desigualdes sociales —de renta y de trabajo— y de nuevo a la cuestión de la distribución de la renta.
Romper la presión sobre las pensiones públicas exige, a mi entender, abrir el espacio de debate más allá del que nos proponen. Obliga a plantear socialmente la cuestión de qué es una distribución social justa, cómo hay que contribuir a la misma, qué carga laboral debemos soportar. El neoliberalismo —y los grupos de capital que representa— ha tenido éxito porque ha sabido acotar los marcos de debate que le son favorables. Sólo cambiando de marco referencial forzaremos una perspectiva diferente.
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