Javier Álvarez Villa
El Caso Tuláyev, la estremecedora y emotiva novela
del
disidente soviético Víctor Serge, relata las implacables purgas del estalinismo,
particularmente crueles con muchos de los viejos bolcheviques de la primera
hora, aquellos que habían entregado lo mejor de su energía y entusiasmo para el
triunfo de la Revolución de Octubre.
La lectura
de algunos de los síntomas que anunciaban la inmediata caída en desgracia de
los veteranos militantes del Partido, provoca una mezcla de asombro y congoja,
tanto por la miseria moral de aquella sociedad enajenada por el miedo, como por
la rutilante vigencia de muchos de ellos en la democracia de la que disfrutamos:
los compañeros de trabajo bajaban la mirada y trataban fríamente al que había
sido señalado por el aparato opresor como próxima víctima, los vecinos ya no se
paraban a hablar con él en la escalera, los conocidos cambiaban de acera para
no encontrárselo de frente.
Porque el
vacío social que deparaba la sociedad estalinista a los purgados por el sistema suele ser, también hoy, en la sociedad democrática de consumo, la
respuesta que los ciudadanos libres ofrecen a aquellos conciudadanos que disienten
públicamente de las órdenes del poder.
Si la
bestial burocracia estalinista inoculaba un miedo espeso del que parecía
imposible evadirse por la amenaza cierta de una represión física implacable, la
democracia de consumo ha sabido desarrollar técnicas más sofisticadas, difusas
y ligeras de temor masivo: ahora el desgraciado no desaparece en una cárcel impenetrable como la Lubianka, pero puede ser obsequiado con la pérdida del empleo o la casa, o la de algunos pequeños privilegios concedidos o tolerados siempre a cambio del
silencio (ascensos profesionales, escaqueos en la jornada laboral, trabajos
clandestinos complementarios etc.)
Los voceros
e ideólogos de esta democracia tan perfecta – todos, por supuesto, de pago – no
paran de hablarnos de la gran maravilla de la libertad: todo el mundo puede
decir hoy lo que quiera sin miedo a represalia alguna (siempre que no les insulten, ni se metan en serio con ellos, naturalmente), pero cuanto más se
repite esta cantinela menos se oye protestar – hablamos de protestar
cuestionando realmente el sistema, es evidente, y no de los manifestaciones de
salón-
Nunca como
ahora se oyó gritar tanto en los campos de fútbol. Nunca como ahora se protestó
tanto contra entes abstractos e impersonales – los mercados, los corruptos etc.
– y tan poco contra especuladores y corruptos concretos, con nombres y
apellidos.
Porque el
capitalismo de consumo ha creado su específica mercancía de la protesta inocua,
aquella en la que participan los falsos izquierdistas dando voces y haciendo
aspavientos, como lo hacían los beatones en misa los domingos y fiestas de
guardar.
Llamamos
falsos izquierdistas a aquellos individuos que se dicen solidarios con todas las luchas, eso
sí, con la condición de que no les salpiquen personalmente. Por ello, cuanto
más generales, abstractas y lejanas mucho mejor. Gritan y se enojan con los
especuladores, los banqueros y los corruptos, pero siempre que no tengan
relación directa con ellos, porque no conviene asumir riesgos personales.
Cuándo se les
pide que se mojen, que den la cara contra un corrupto concreto al que conocen
bien, contra algunos canallas con nombres y apellidos que tienen muy cerca, por ejemplo en su
centro de trabajo, – sólo sea un poco,
no se trata de exigir heroicidades – entonces enmudecen, tartajean, o les sale
una risa nerviosa y te dicen que están muy ocupados conspirando en no se sabe
que, eso sí, muy importante y clandestino, ya se verá (entonces pasa el tiempo
y uno se da cuenta que de que todo era una escusa)
Vivimos en la sociedad del miedo. Por esa razón, el cotilleo ha silenciado a la crítica, el que quisiera hablar no se atreve a hacerlo, el que habla procura no molestar, el que quiere molestar procura esconderse para que no le vean y el que dice lo que piensa encuentra las caras de cemento de los interlocutores que, por miedo, no quieren serlo.
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