La politización del sector público es uno de los factores que más claramente
puede socavar la legitimidad de un sistema democrático. Pero no es política lo
que sobra en este país, sino corporativismo
En su artículo de hace unos días, José Antonio Gómez Yáñez diagnosticaba la enfermedad institucional más grave que sufre España: la extensa politización de
nuestras organizaciones públicas. Un ejército de individuos —que deben su cargo
sobre todo al cultivo de relaciones personales y políticas— ha ido ocupando las
capas superiores de nuestras instituciones públicas, desde el CGPJ a las cajas
de ahorros, pasando por cualquier nivel administrativo, entidad, empresa u
organismo público o semipúblico. Pero ¿por qué los gestores de entidades
públicas no pueden ser directamente dependientes de aquellos que legítimamente
han ganado las elecciones? ¿No forma parte la gestión pública del sano
intercambio democrático?
No solo no forma parte, sino que la politización del sector público es uno de
los factores que más claramente puede socavar la legitimidad de un sistema
democrático. De los trabajos de pensadores como Alexis de Tocqueville, Woodrow
Wilson o Max Weber cristalizó hace mucho tiempo en Occidente la idea de que es
necesario trazar una línea clara de separación entre la política y la
administración dentro de los aparatos estatales. Pero ha sido durante las dos
últimas décadas cuando se han empezado a acumular estudios que muestran las
bondades de establecer un cortafuegos entre la esfera política y la
administrativa, entre el proceso de toma de decisiones (que se beneficia de la
energía política) y el proceso de implementación de dichas decisiones (que se
beneficia de la imparcialidad política). Aquellos gobiernos cuyas
administraciones están menos politizadas prestan sus servicios de forma más
eficiente y, a la vez, presentan niveles de corrupción significativamente más
bajos.
Por el contrario, administraciones fuertemente politizadas, como la agencia
federal para gestión de emergencias (FEMA), bajo el mandato de George W. Bush
(que estaba dirigida por Michael Brown, cuya mayor experiencia de gestión se
circunscribía a la Asociación Internacional del Caballo Árabe), tienden a ser
altamente ineficientes, como atestigua la criticada actuación de la FEMA durante
el desastre del huracán Katrina. En España la crisis ha puesto de manifiesto los
costes de la politización en la pobre (y en algunos casos fraudulenta) gestión
de varias instituciones en todos los poderes del Estado y
paraEstado.
Los problemas de la politización para la buena gestión pública están
presentados de forma magnífica en uno de los libros más influyentes de los
últimos años en ciencia de la administración: The politics of presidential
appointments, de David E. Lewis. Como argumenta Lewis, el problema más
serio no es tanto que las personas nombradas políticamente sean menos “capaces”
que los funcionarios de carrera, aunque eso también se puede dar, claro. El
problema principal es que la existencia de un número elevado de cargos que
dependen de la confianza de sus superiores políticos genera incentivos negativos
en todos los niveles organizativos. Los que están arriba no tienen ni el tiempo
—las rotaciones directivas en entornos politizados son más elevadas que en
administraciones no politizadas— ni los incentivos suficientes para invertir
esfuerzos en adquirir los conocimientos adecuados para gestionar de forma
eficiente el área bajo su dirección. Los que están abajo (y no pertenecen al
partido o a la facción gobernante) carecen de incentivos para dar lo mejor de sí
mismos e intentar progresar en la jerarquía organizativa. De esta forma, en
lugar de una orientación hacia los resultados, cunde la desmoralización en la
tropa y el cultivo de las relaciones políticas y personales entre los
oficiales.
En resumen, creo que existen sólidos argumentos y evidencia de contextos muy
diversos corroborando el diagnóstico de Gómez Yáñez: la politización es una
“metástasis” que está dañado seriamente el quehacer de nuestras instituciones
públicas, con lo que, para salir de esta, “España afronta algo más profundo que
subir o bajar impuestos o prestaciones, requiere una radical reforma de su
política e instituciones”. Sin embargo, discrepo de Gómez Yáñez en que el origen
de esta enfermedad se encuentre en nuestros partidos políticos, el “núcleo de
todo esto”, según su opinión.
Quizás nuestros partidos no son ejemplares, pero
no conozco país donde no exista una crítica al funcionamiento anti-democrático
de los partidos políticos, sobre todo de los mayoritarios.
En mi opinión, la diferencia clave entre España y otros países —o, para
ponerlo en términos más genéricos, entre los países desarrollados con aparatos
estatales más politizados (como España, Grecia, Italia, Portugal, Francia o
Bélgica) y los países desarrollados con administraciones más profesionalizadas
(como Dinamarca, Suecia, Reino Unido, Nueva Zelanda, Canadá o Australia)— radica
en el marco legislativo de su función pública. En primer lugar, las regulaciones
en países como el nuestro admiten que un grueso número de niveles
administrativos quede en manos de personal de confianza política. Por ejemplo,
no tiene sentido que el gerente de un hospital sea elegido siguiendo un criterio
político, como en muchas ocasiones han denunciado expertos en nuestro sector
público como Francisco Longo. Es decir, sufrimos una fuerte politización “desde
arriba”. Otros países, por el contrario, imponen límites al avance de la
política en las estructuras administrativas usando diversos mecanismos, como la
creación de una dirección pública profesional e independiente.
En segundo lugar, padecemos también la denominada politización “desde abajo”;
es decir, nuestros funcionarios pasan con enorme facilidad a desempeñar cargos
de responsabilidad política. Se trata esta de una cuestión ausente del debate
público. ¿Qué premios o castigos reciben aquellos empleados públicos que dan el
salto a la carrera política? Las diferencias dentro del contexto de la OCDE son
profundas. Por una parte, los países anglosajones y nórdicos (pero también otros
con sectores públicos dinámicos, como Alemania o Corea) intentan separar las
carreras profesionales de funcionarios y de políticos. De esta forma, los
empleados públicos pueden volcar sus energías en la mejor manera de llevar a
cabo sus actividades —en lugar de, por ejemplo, granjearse contactos personales
con sus superiores políticos—. Estos países desincentivan el salto a la política
imponiendo límites a las actividades políticas de los funcionarios y costes para
aquellos empleados públicos que quieren regresar a la carrera funcionarial
después de su aventura política.
Por el contrario, en los países del arco mediterráneo (pero también otros con
conocidos problemas de clientelismo, como Austria, Bélgica, México o Japón) se
admite una integración de las carreras funcionarial y política. El caso español
es paradigmático: no solo no se penaliza a aquellos funcionarios que dan el
salto a la política sino que… se les premia. Váyase tranquilo a hacer carrera
política que, si no le sale bien, podrá volver a su puesto de trabajo cuando lo
desee, porque se lo vamos a guardar a modo de confortable red protectora. Como
consecuencia, en países como España no existe mejor plataforma para entrar en la
política profesional que ser funcionario. Irónicamente, los empleados que
deberían mantener una mayor neutralidad política y prestar los servicios
públicos de la forma más imparcial posible son aquellos que tienen más
facilidades —que ninguna otra profesión que se me ocurra— para hacer carrera
política. Si se “meten en política” —entendiéndolo en el sentido más genérico
posible— los funcionarios españoles no tienen nada que perder y mucho que ganar:
un enorme abanico de cargos de designación política con mayor poder y mejor
retribuidos que el suyo. Si la política es una lotería donde solo pueden ganar,
es normal que muchos funcionarios decidan jugar.
Estas son, desde mi punto de vista, las causas de la “metástasis”
institucional que sufre España. Una metástasis que se puede combatir con una
medicina similar a la aplicada en los países que han frenado la politización y
han logrado una separación más efectiva de las carreras profesionales de
empleados públicos y políticos. Una medicación barata económicamente, pero
costosa en términos políticos. Para empezar, la mayoría de ministros de nuestro
Gobierno —y de nuestra élite política en general— son funcionarios. A pesar de
vivir tiempos de sacrificios, resulta difícil que quieran poner límites a las
futuras carreras políticas de sus correligionarios en los grandes cuerpos de la
Administración pública. En definitiva, el problema de España no es solo que los
partidos políticos hayan colonizado la Administración pública sino más bien que
nuestra política está colonizada por administradores públicos. No es política lo
que sobra en España, sino corporativismo.
Víctor Lapuente Giné es profesor en el
Instituto para la Calidad de Gobierno de la Universidad de Gotemburgo.
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