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lunes, 5 de abril de 2010

Más cárceles, más presos y más mano dura a golpe de titular



Pese a que el Estado español tiene uno de los índices de criminalidad más bajos de la UE, su legislación se endurece siguiendo los debates de los medios, una solución rápida que no tiene en cuenta la realidad de la cárcel.

Rosa Marqués Carmona

En plena tramitación del endurecimiento del Código Penal impulsado por el Gobierno, con el apoyo parlamentario de PP y CIU, son pocos los espacios informativos en los que se da cabida a las voces ciudadanas y del mundo del derecho que piden un mínimo de reflexión y rigor.

El endurecimiento de las penas se está legislando “a golpe de noticias sensacionalistas, bajo el sometimiento a la opinión pública que está, a su vez, a merced de los medios de comunicación”, como ha señalado estos días la asociación de Abogados Europeos Demócratas en el Congreso Internacional La cárcel en Europa celebrado en Pisa (Italia). Un mal extendido no sólo en el Estado español, sino en toda Europa y un hecho que en nuestro país llevan años denunciando asociaciones de familiares de presos y profesionales.

Pese a que los delitos graves han disminuido en los últimos 40 años –se producen menos de la mitad de violaciones, homicidios y asesinatos que entonces–, ahora, a cada uno de estos crímenes, se les dedica medio telediario o un programa de televisión completo, provocando una alarma social que, cada poco tiempo, justifica la exigencia del endurecimiento de las normas penales. Una vez más, las cifras: en el Estado existen 87 cárceles. Todas, excepto las de Cataluña, dependen del Ministerio del Interior (Instituciones Penitenciarias –II PP–). Según datos de la Secretaría General de II PP, en marzo de 2010 la población reclusa total era de 76.570 personas.

Desde 1990 se ha producido un incremento del 130% aunque el aumento de la población española, según el Instituto Nacional de Estadística, ha sido del 20%. ¿Qué delitos han cometido? En enero el cómputo de población penada era de 58.413 personas. Más de la mitad, es decir el 67,32%, está privada de libertad por robos, hurtos o tráfico de drogas –y no hablamos de grandes narcotraficantes–. Sin embargo, los delitos de homicidio (5,23%), contra la libertad sexual (6,22%) o contra el orden público un 2,96%, en el que se encuentra clasificado el terrorismo, sólo significan el 14,2% de la población presa. Es decir, la alta peligrosidad y la gravedad de los delitos de las personas que sufren la cárcel, y que subyacen las peticiones del endurecimiento del sistema penal, no responden a la realidad.

El Estado español, con una de las tasas más altas de población reclusa de Europa, tiene, sin embargo, uno de los índices de criminalidad más bajos. Un hecho que incluso se reconoce desde el Ministerio de Interior: entre julio de 2008 y junio de 2009 la tasa de criminalidad en el Estado español fue de 47 delitos por cada mil habitantes. La media europea está en 70,4. ¿Por qué entonces endurecer las penas cada vez más, alargándolas, abusando de la prisión preventiva, dificultando los beneficios penitenciarios… y continuar construyendo macrocárceles?

El hacinamiento

“La vida en prisión comienza en el momento del ingreso. Es el momento en el que la persona debe dejar atrás su identidad social para adoptar la nueva identidad de preso”. Pero ¿en qué consiste la “identidad de preso”? Lo explica con claridad uno de los pocos estudios realizados en Estado español para conocer la realidad carcelaria a través de los testimonios de los propios presos (Mil voces presas, 2002). Un estudio que encontró no pocos obstáculos por parte de Instituciones Penitenciarias, y que dejó patente que “existen dos visiones sobre la realidad carcelaria: una, la que trata de sostener y mantener la administración penitenciaria con todos los medios a su alcance –entre ellos los medios de comunicación–; y otra, la percibida por aquellos que soportan el control, dominio y represión de un sistema, el carcelario”.

La cárcel no evita la reincidencia, sino que la aumenta y se ceba sobre los grupos sociales más desfavorecidos, que son la clientela habitual de estas instituciones. El progresivo incremento de las personas presas –que roza ya las 5.000 por año– trae consigo uno de los principales problemas –aunque no el único–, el hacinamiento. Existe un nivel de ocupación que alcanza el 149% en algunas cárceles, con el agravante que supone el elevado número de personas encarceladas con enfermedades infecciosas, enfermedades mentales, drogodependencias –más del 60% de los reclusos–, etc., prácticamente desatendidos por unos funcionarios desbordados y desmotivados, en su mayoría, y en continuo conflicto sindical con la Dirección General de Instituciones Penitenciarias.

No es extraño que los casos de suicidio, sobredosis o muertes por el avanzado estado de una enfermedad –sin una atención médica a tiempo– se den a diario. En la actualidad, por cada 250 presos hay sólo un psicólogo, un médico, una trabajadora social... “Para paliar este hacinamiento el Gobierno propone la creación de 11 nuevas macrocárceles, en lo que será el mayor programa de construcción penitenciaria de la historia de España, de aquí a 2012”, tal y como denuncia la Asociación de Atención Integral a presos y ex presos Arrat. Según esta organización, el presupuesto para ello asciende a 1.647 millones de euros, que se sumarán a otros 1.504 millones ya aprobados anteriormente. “El problema es que si se sigue con el ritmo de crecimiento de la población penitenciaria –continúa Arrat–, llegado 2012 existirían 80.000 presos y el déficit de las celdas (24.000 plazas) sería, paradójicamente, superior al actual, de 15.000 por lo que habría que seguir construyendo más macrocárceles. ¿Pero a quién beneficia todo esto?”.

La soledad extrema, el aislamiento casi absoluto, la total ausencia de intimidad, el sometimiento radical –intensificado en el caso de los presos clasificados en primer grado, en los departamentos de aislamiento y en las durísimas condiciones de traslado de una cárcel a otra–, animalizan a la persona. Las torturas psicológicas y físicas a las que son sometidos en muchos casos, reducen la capacidad social de la persona a cero. La cárcel no sólo no evita la destrucción física y psíquica del individuo sino que, indirectamente, por su configuración, la facilita.

Dispersión

Por si fuera poco, el incumplimiento de la ley General Penitenciaria se produce con demasiada frecuencia: número de presos por celda, condiciones de ésta, criterios y métodos utilizados para el estudio, observación y clasificación de las personas presas, ausencia de tratamiento individualizado... A lo que hay que sumar los malos tratos físicos, bajo la apariencia de legalidad, que se dan en las cárceles. Además, casi la mitad de las personas presas no cumplen condena en cárceles situadas en la provincia donde se encuentra su domicilio, una situación que genera desarraigo familiar y un sufrimiento añadido que, desde Instituciones Penitenciarias, se justifica por la disponibilidad de plazas en unos u otros centros, pero que muchos presos consideran sanciones encubiertas –condenas dentro de las condenas– y obliga a los familiares a desplazarse cientos de kilómetros, con el coste económico que conlleva. Estos traslados –algunos de más de diez horas– se dan, por si fuera poco, en unos vehículos y en unas condiciones inhumanas que ponen en peligro la vida del preso. Si se conociesen los efectos de las cárceles muchas personas no permitirían su existencia.

POPULISMO PUNITIVO: CRIMINALIZACIÓN DE LA POBREZA Y LA DISIDENCIA

A. CHALMETA (MADRID)

Las estadísticas de las cárceles españolas hablan por sí solas y describen una realidad en la que se abusa de las penas de prisión si se compara con el resto de Europa. ¿Por qué? Iñaki Rivera, profesor de derecho penal en la Universitat de Barcelona y director del Observatori del Sistema Penal i els Drets Humans de la UB valora que “desde hace unos cuantos años venimos asistiendo a una estrategia de gobierno que, aún cuando no es completamente novedosa, se ha venido exacerbando y se nos presenta como inevitable por la práctica totalidad de la clase política. Se trata de la cada vez más recurrente utilización del sistema Penal para la regulación de la conflictividad social (y, por ende, de la conflictividad política).

Todos conocemos las apelaciones a mayores cuotas de ‘seguridad’ (entendida cada vez más de manera estrecha, es decir, en términos de ‘policialización’ del espacio, del comportamiento, de las costumbres, ya sea con el despliegue de instituciones públicas o privadas), apelaciones que se han convertido en herramienta de gobierno, en promesa electoral”. A esta deriva, explica Rivera, se la denomina “populismo punitivo”, porque “busca la adhesión ciudadana (una ciudadanía que previamente ha sido alarmada y precarizada) a políticas punitivas como elemento de gobierno y reproducción del poder. Sin duda, esto sucede a escala global y los últimos años representan una época paradigmática al respecto.

La tendencia es clara: gestión punitiva de la pobreza, mercado económico de total flexibilización, criminalización cada vez mayor de la disidencia y disminución del Estado”. Frente a ello apuesta por “una política social más que penal, una reducción del sistema penal y no su ampliación, una política descarcelatoria en lugar de acostumbrarnos a convivir con cárceles que viven al margen de la propia legalidad”.

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