EMILIO SÁNCHEZ ULLED, El País
Hemos asistido al afloramiento de repugnantes ejemplos de corrupción pública, germinados en esa zona en la que confluyen el desarrollo de las políticas públicas y la actividad económica privada, zona que corre el riesgo de convertirse en una auténtica ciénaga. Con ejemplares endémicos de sapos, claro.
El desconcierto se acrecienta ante la reacción de las fuerzas políticas cuando alguno de sus responsables es investigado: deslegitimación de la investigación atribuyéndola a oscuros fines conspirativos, ataque personal a los investigadores y, por si fuera poco, indiscriminado cuestionamiento de las instituciones de persecución penal así como de los instrumentos de investigación, sin importar el perjuicio que ello puede generar en la lucha contra el crimen en general y el organizado en particular. No es una conducta novedosa. Encontramos ejemplos extremos en la Italia de Il Cavaliere: reformas legales destinadas a restringir hasta la inoperancia práctica las intervenciones telefónicas, en cuanto éstas han puesto en apuros al gobernante; persecución infamante de fiscales y jueces activos en las investigaciones de la corrupción gubernamental; recorte de los plazos legales de prescripción de los delitos de cuello blanco.
En España tenemos una muestra reciente de esta actitud en la polémica suscitada sobre el Sistema Integrado de Interceptación de Telecomunicaciones (SITEL), avanzada tecnología que sustituye los antiguos medios de interceptación de líneas telefónicas y grabación magnetofónica de conversaciones. Algunos han intentado presentar dicho sistema como una intromisión ilegítima y arbitraria del Ejecutivo en las vidas de los ciudadanos, cuando en realidad su utilización, como la del sistema anterior, sólo es posible para delitos graves con autorización y control judicial y en las debidas condiciones de fundamentación, proporcionalidad, necesidad y autenticidad. Cumpliéndose tales requisitos la intervención resulta irreprochable, como el Tribunal Supremo ha declarado. Otra cosa es que ya sea hora de mejorar y modernizar la definición legal de requisitos y procedimientos, necesidad que ya existía con las tecnologías anteriores y que sigue abandonada en la práctica a la jurisprudencia del Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional.
Volviendo al principio, estamos ante un fenómeno que va más allá de la tradicional mordida, es algo distinto y más sutil. Algo que presenta dimensiones cualitativa y cuantitativamente muy peligrosas y, desgraciadamente, también cierta vocación estructural. Se trata de corrupción de alto nivel, de la utilización ilícita de las potestades, la información -privilegiada- y los recursos públicos para aplicarlos a finalidades particulares, individuales o corporativas, propias o ajenas, siempre en perjuicio del interés general. No es algo que deba sorprendernos especialmente a estas alturas del desarrollo político-social, pero lo cierto es que hasta ahora su verdadera magnitud resultaba inversamente proporcional a su visibilidad para los ciudadanos. Es una corrupción que fluye larvada bajo la superficie de las actividades económicas corporativas cuando éstas entran en contacto con el desarrollo de las políticas públicas. Sus objetivos son diversos: puede ser el mero saqueo de los fondos públicos, pero también la desactivación práctica de los controles oficiales sobre los negocios para que no entorpezcan las metas operativas de las corporaciones privadas. Y no hay que descartar algo tan prosaico como el blindaje de un estatus social privilegiado.
La situación se ha visto perversamente exacerbada por las crecientes necesidades de financiación, fuera de los límites legales, de las complejas estructuras sobre las que hoy se asientan los partidos políticos, verdaderos engranajes de funcionamiento de los Estados democráticos actuales. Bien pronto se descubrió que unos mismos cauces de aprovechamiento ilegítimo de la actividad pública podían ser utilizados tanto para el enriquecimiento personal o corporativo como para financiar las actividades de los partidos políticos. O para ambas cosas a la vez, generando curiosas concomitancias de intereses. Ya conocemos prácticas que son verdaderos "clásicos" en la materia: la facturación por servicios inexistentes o descaradamente inútiles -informes o estudios, por ejemplo-; la interposición de sociedades pantalla destinadas a hinchar o rellenar los costes de una determinada actuación pública, o a justificar una subvención; el desvío de dinero público a entidades -muy señaladamente fundaciones- vinculadas a formaciones políticas y a su puro servicio más que al de las finalidades formales de aquéllas; la degeneración de los convenios de colaboración entre entidades públicas y privadas -urbanísticos, por ejemplo- a fin de encubrir simples procesos de enriquecimiento.
El perjuicio directo que los comportamientos corruptos causan al interés social es enorme: rapiña de los fondos públicos; alteración del mercado; descontrol de la economía especulativa; urbanización salvaje (agravada en este caso por una excesiva concentración en el nivel municipal del poder decisorio sobre el suelo sin un correlativo incremento de los controles externos); daño medioambiental; lesión de los derechos de los más débiles en las relaciones socio-económicas (trabajadores, inmigrantes, pequeños ahorradores). Y, siempre, el torcimiento del buen gobierno.
En este caldo de cultivo pueden producirse también consecuencias indirectas, sociológicas si se quiere, pero igualmente nocivas: apatía ciudadana ante la democracia, facilidad para la infiltración mafiosa, e incluso el surgimiento de liderazgos populistas que con recetas falaces y demagógicas se presentan como la solución a los miedos sociales.
El peligro de esta última dinámica lo conocemos bien en Europa. Por si fuera poco, en este paisaje se ha acabado gestando una malsana omertá entre fuerzas políticas, pues no otra cosa es el desvergonzado compromiso de no hurgar en las fuentes de financiación ajenas a cambio de que no se indague en las propias. Patéticos ejemplos de tales oasis de mutismo los encontramos en las hemerotecas. Poco ayuda en este clima la interesada confusión que los dirigentes políticos suscitan al vincular el principio de responsabilidad política al principio de presunción de inocencia penal, con la transparente finalidad de eludir la adopción inmediata de medidas políticas correctoras mientras no acaben los procesos penales, a ver qué pasa.
La persecución de la corrupción pública en España nace en serio con la democracia. Hemos visto iniciarse relevantes procesos por corrupción en los años 90 en el ámbito de grandes obras públicas, en cuya concesión se detectaron diversos sobornos (básicamente mediante facturación por sociedades pantalla que no respondía a trabajos reales), dinero que enriquecía a cargos públicos o acababa en su partido político. Pronto se adoptaron medidas al respecto, como la introducción del delito de tráfico de influencias en 1991, o la reforma de la legislación sobre contratación pública en 1995 y la puesta en marcha de la Fiscalía Anticorrupción en 1996. El Código Penal de 1995, si bien contiene algún avance en la materia, se ha revelado como técnicamente muy deficiente a la hora de penalizar las formas modernas de corrupción pública, lo cual está conduciendo a la impunidad de muchas conductas que son objetivamente merecedoras de reproche penal.
Aun partiendo de la honestidad de la gran mayoría de funcionarios públicos y responsables políticos, hay que profundizar en la lucha contra la corrupción: reforzando la transparencia en los procedimientos administrativos de decisión; consolidando los organismos externos de control y fiscalización administrativa; reformulando la normativa de financiación de los partidos políticos; potenciando la especialización en la persecución penal y mejorando técnicamente el Código Penal. También deben jugar su papel los medios de comunicación y su permanente escrutinio de la actividad pública -en libertad, con rigor informativo-, así como el compromiso ciudadano con la política. Y acaso no esté de más recordarles a algunos lo dicho por Saint-Just a la Convención: "Se promulgan muchas leyes, pero se da poco ejemplo".
Emilio Sánchez Ulled es presidente de la Unión Progresista de Fiscales y fiscal Anticorrupción en Barcelona.
Totalmente de acuerdo, deberiamos de crear una plataforma independiente ver blog http://adebatefuncionpublica.blogspot.com
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