A pocos aspectos deberá prestar más atención una fuerza transformadora en esta época de cambio que a la tarea de pensar la reconstrucción del Estado, en un país donde la más burda corrupción, la desidia ignorante, el recelo entre administraciones y la gestión de una crisis desde modelos e intereses extranjeros han llevado a las estructuras estatales a una situación grotesca, a medio camino entre una versión neobarroca de la ruinosa España del XVII y la aturdidora grosería de una sociedad de consumo cuasi tercermundista.

Lamentablemente, el trágico déficit histórico de la configuración estatal de “la nación española” —déficit crónico trasplantado “en ambos hemisferios”— que nos hizo llegar tarde a la implementación de las posibles soluciones, se ha aliado ahora con la deconstrucción global de esos mismos Estados por la vía de la multilateralidad más venal de los secretos acuerdos de libre comercio. El TISA, el TTIP, antes el AMI, tienen clara la configuración mundial que quieren: un mundo con gobiernos pero sin Estados, o lo que es lo mismo, con decisión —claro— pero sin leyes. Configuración que entronca maravillosamente bien con nuestro acendrado absolutismo, gubernamentalismo y administrativismo. Con nuestra sagrada monarquía no ya sólo como forma de Estado, sino como forma del Estado, donde reinan los privilegios, la discrecionalidad, la arbitrariedad y la impunidad para aquellos que toman las instituciones como quien asalta un botín.

Pensar el Estado es, relativamente, fácil. Cambiarlo cuesta un poco más. Para afirmar que el pensamiento político español ha estado a la altura de la historia europea basta recordar la nómina de ejecutados —de todo signo— en los dos anteriores siglos. En pocos lugares del mundo el pensamiento, no ya político sino meramente jurídico y filosófico, ha sido tan consistentemente represaliado. El problema es que el Estado se cambia, se reforma o se construye siempre desde el Gobierno y para ello hace falta una vocación, una inteligencia, una honestidad, una imaginación y una altura de miras de las que —ya no sabe uno si por suerte o por desgracia— ningún gobierno de ningún signo político ha gozado.

Uno de los aspectos más espinosos de la construcción del Estado es la estructura de su Administración, sus funcionarios, las garantías de los mismos frente a sus gobiernos, su responsabilidad frente a los administrados. Sin embargo, pocos roles son tan decisivos en el mantenimiento de la legalidad que el lugar que en ella ocupan los funcionarios, hasta el punto de que, como se ha dicho, en realidad no se puede hablar de Estado en sentido moderno mientras no se configure una estructura burocrática independiente al poder gobernante.

Los modelos de Administración, como es sabido, fueron en el ámbito continental una extensión napoleónica del modelo de Estado militar. Frente a la teoría del contrato libre entre los gobernantes y “sus administradores partidistas” que sostenían los liberales —también los españoles de 1812 con su corte de cesantes— y que se extendió por los países anglosajones con desigual éxito, el modelo de una Administración independiente de los vaivenes políticos, especializada, inamovible, técnica y despolitizada se abrió paso principalmente por su eficacia en una Europa donde no había más ingenieros que los surgidos de las academias militares, ni más derechos que los que uno podía ejercer ante un tribunal.

Aquí la historia de la Administración, del funcionariado, es de nuevo un paradigma de nuestra historia, una historia que desemboca de una forma casi lineal en la trapacería barroca en la que nos encontramos, una historia que nos lleva a la desigual construcción de un Estado tardío e ineficiente, a las dos Españas —una de realengo y otra de abolengo—, al intento frustrado —como en tantos otros campos— de ponernos al día con la II República, a la militarización de un primer franquismo al que hasta la creación de “un Estado Nuevo” le daba una enorme pereza y cuya anómala pervivencia en la segunda mitad del siglo le obligó a “estatalizarse”; por supuesto con todo lo rancio de la administración barroca y, por supuesto también, con todas las reservas, sospechas y prevenciones frente a todo elemento que pudiera oponer cualquier regulación, procedimiento o legalidad contra la sagrada decisión de una autoridad por la gracia de Dios, una autoridad por otra parte amante de los procedimientos, regulaciones y legalidades de las que se puede disponer a interés.

La llegada de la monarquía constitucional —y muy especialmente el primer gobierno del PSOE— llevó a la desaparición casi total a aquellos rancios ropajes de la Administración y al mantenimiento, casi total, de todos los privilegios, sospechas y reservas para mantener la preponderancia del Gobierno frente a una Administración que ya era grande, descentralizada y relativamente moderna. La llegada del PP que, como se decía entonces, venía a culminar el proceso de la Transición, puso en marcha un proceso de desmontaje legal de la capacidad de la Administración del Estado —ante la mirada complaciente de todos los actores políticos— de servir como guardián de la legalidad para todo aquello que no fuera la represión y la reproducción de las élites, e incluso finalmente se atrevió a explorar si tal vez con la privatización de ambas no se pudiera obtener aún mayor arbitrariedad y —seguro, tratándose de la España del siglo XXI— una buena comisión; hasta el punto de que los que protestábamos contra la privatización total de todo lo privatizable, incluidas las fuerzas de seguridad, tuvimos la ocasión de repetir el eslogan sarcástico de “queremos una represión pública y de calidad”.

En España, la destrucción de los intocables y especializados “cuerpos napoleónicos” comenzó con la Ley de Funcionarios Civiles del Estado de 1964 que creaba un cuerpo genérico de funcionarios públicos del Estado, y siguió con la subsiguiente Ley de Medidas para la Reforma de la Función Pública de 1984, que aprovechó la ruptura de la sujeción directa al Estado de los funcionarios para introducir a su arbitrio qué parte de la Administración iba a ser administrada por personal laboral y, en general, para rascar en la grieta de las garantías fundamentales de una Administración independiente: la provisión de puestos de trabajo, el libre acceso a la condición de funcionario por mérito y capacidad, la exclusividad en las funciones que impliquen la participación directa o indirecta en las potestades públicas o en las salvaguarda de los intereses generales del Estado y de las administraciones públicas, las condiciones de trabajo, incluyendo retribuciones, destinos, incompatibilidades y ascensos y, finalmente, la inamovilidad y las garantías frente a la potestad disciplinaria.

A partir de entonces las reformas legales, envueltas como es habitual en leyes ómnibus, en decretos leyes, en sentencias del Tribunal Constitucional, han convertido la función pública en una fiera amaestrada cuya forzada docilidad hemos pagado todos en general, con nuestro dinero y nuestros derechos, y en particular los propios funcionarios.
Porque del tan justamente denostado proceso memorístico en que consisten las viejas oposiciones, hemos pasado a una pléyade de contratados laborales, con los mismos —decrecientes— derechos que el funcionario de carrera

Lo primero que se quiso eliminar de los cuerpos de funcionarios fueron las figuras de dirección. La dirección de la Administración pasó de ser un adusto cuerpo especializado para depender del nombramiento arbitrario del poder político. El Estatuto Básico del Empleado Público no sólo no impone ya la figura del funcionario directivo sino que, por si acaso, la Ley 20/2006 de Agencias Estatales permite elegirlos en concursos sin programas ni pruebas donde la autoridad elige a su antojo de una terna a su vez elegida por un funcionario de libre designación. En la práctica, la dirección ya hace tiempo que se entrega como botín político mediante jugosos contratos laborales de libre designación, situación que se agrava cada vez más con la creciente huida hacia el derecho privado que padecen los organismos públicos. ¿Dónde están las regladas expectativas de ascenso de los probos funcionarios con años de servicio intachable?, ¿dónde el mérito y la capacidad que proclama la Constitución en el Art. 23?

Porque del tan justamente denostado proceso memorístico en que consisten las viejas oposiciones, hemos pasado a una pléyade de contratados laborales, con los mismos —decrecientes— derechos que el funcionario de carrera pero con variados sistemas de acceso, contratos que se hacen compatibles con una creciente masa de interinos desheredados que sin la menor vergüenza o respeto por la ley cubren ad eternum “necesidades extraordinarias” mientras que otros eventuales de libérrima designación recibirán incluso como premio a su cercanía política el acceso al funcionariado a través de “procedimientos especiales de acceso”, por así llamarlos.

La provisión de estos y todos los puestos de la llamada oferta de empleo público se entregan en la práctica a unos sindicatos sin apenas afiliados, estructuras burocráticas semipúblicas cuya financiación depende del poder político, donde no es extraño que el verticalismo triunfe en una elecciones a las que ni siquiera hay que presentarse porque se prolongan en el tiempo si los propios sindicatos no las promueven, y a quienes se entrega el monopolio de la representación de los trabajadores: sólo los sindicatos pueden en la práctica ejercer el derecho de reunión de los funcionarios dado que a estos —para ejercerlo al margen de la representación oficial— la ley les exige que la convocatoria la haga nada menos que el 40% del colectivo convocado. Al final, los funcionarios de a pie —incluso los heroicos sindicalistas de a pie— acaban teniendo que aceptar, sin posibilidad de tutela judicial, lo que estos sindicatos pacten en mesas del máximo nivel, con lo que no cabe duda de la moderación de la parte social en la negociación, máxime cuando lo acordado ni siquiera es de obligado cumplimiento para la Administración que —desde el nefasto RD20/2012 de Medidas para garantizar la estabilidad presupuestaria— puede suspender o modificar lo pactado prácticamente a su antojo alterando la financiación de las instituciones cuyos propios acuerdos quiere sabotear.

Nada queda tampoco de la exclusividad del funcionario en las funciones que impliquen la participación directa o indirecta en las potestades públicas o en las salvaguarda de los intereses generales del estado y de las administraciones públicas que proclama el Estatuto. El personal laboral —que comparten sus privilegios pero no desde luego su sueldo— configuran el régimen ordinario de la Comisión Nacional del Mercado de Valores, de la de Energía, de la de Telecomunicaciones, de la Agencia de Protección de Datos, del Banco de España… según sus respectivas leyes, no sólo pasando ampliamente del Art. 103 de la Constitución sino configurando el actual escenario de desvergonzadas retribuciones, nepotismo y adhesión al responsable político de turno.

Por si alguien no ha conseguido aún asociar estas situaciones con la estructura de corrupción que padecemos, tal vez debiéramos resaltar de ejemplo el hoy denominado Cuerpo de Secretarios, Interventores y Tesoreros con Habilitación de Carácter Estatal —los Secretarios de la Administración Local— cuyo desempoderamiento ha sido prácticamente total desde el vigente Estatuto Básico del Empleo Público, que no sólo ha entregado a las Comunidades Autónomas la creación de su oferta de empleo, los programas y los requisitos de lo que ahora es un concurso ordinario de méritos, sino que los procesos los convocarán y resolverán las propias corporaciones locales. Por si la necesidad urge cuando la convocatoria no interesa, el sistema ha otorgado a los alcaldes la facultad excepcional de nombrarlos por libre designación de forma provisional. ¿Alguien puede tener alguna duda de la relevancia de un Cuerpo de Secretarios, Interventores y Tesoreros estatal, de acceso libre e igual por mérito y capacidad, cuyo sueldo, destino y ascensos provengan exclusivamente de una intachable antigüedad, en la prevención de la corrupción? ¿Acaso no debería venir de serie un funcionario con las viejas garantías funcionariales en todos los niveles de la Administración, es decir, allí donde hubiera un político administrando dinero público?

Por el contrario, desde que la Ley 22/1993 pretendió acabar con la inamovilidad de los funcionarios de su puesto de trabajo a través de los no derogados Planes de Empleo Público, con la excusa de la optimización de los recursos humanos, todos los elementos de una Administración independiente del poder político de turno han sido puestos en cuestión: las incompatibilidades de los funcionarios que el Estatuto proclama se han convertido en una autorización reglada para la realización de prácticamente todas las actividades privadas, incluso las que tienen que ver con las de asesoramiento a empresas, asistencia letrada, consultoría, etc. E incluso permite llevar a cabo —sin necesidad de autorización alguna— las más lujosas participaciones en onerosos congresos, convenciones, etc., incluso a jueces y magistrados, pagados por grandes empresas, bancos y medios de comunicación privados.

Mención aparte merecería la autorización ex lege para dedicarse a la preparación de candidatos a acceder a la función pública llevada a cabo por los más altos funcionarios en activo. Sólo recordar que en la actualidad las probabilidades de aprobar de un opositor pariente de un funcionario en activo en el cuerpo al cual se opta oscilan entre el 222% de la carrera diplomática y el 77% de fiscales y jueces. Esto sólo demostraría que el sistema de oposición está configurado como un ingenio social sino fuera porque, cuando en 2003 se introdujo un examen escrito de evaluación anónima previo a la prueba oral, las probabilidades de aprobar de los familiares bajaron hasta quedar ligeramente por debajo de la media. Ni que decir tiene que al año siguiente esta prueba desapareció.

Otro aspecto a tratar sería la inexistente responsabilidad de los funcionarios más allá de la propiamente penal. Una responsabilidad penal que, en lo que respecta al ejercicio de sus funciones, empieza a recuperarse por la indignación ciudadana tras años de considerarse en general por los jueces como materia propia del contencioso-administrativo en una suerte de recuperación jurídica de las prerrogativas reales decimonónicas. El documento anti-corrupción aprobado por la Asamblea Ciudadana de Podemos en Vista Alegre ya recogía una reflexión sobre el actual sistema, según el cual, los actos y las normas son procesables administrativamente pero nunca los responsables, sean estos funcionarios o autoridades, en una rueda de responsabilidad objetiva que, como en los viejos juicios en los que se condenaba a cosas o animales, termina por eludir de una manera infantil las responsabilidades personales sólo porque en la práctica acaban pagando los ciudadanos. En nuestra configuración legal, la responsabilidad civil será siempre de la Administración, jamás podrá dirigirse la reclamación contra funcionarios o autoridades, debiendo conformarse el reclamante, en tanto contribuyente, con ser él mismo quien se pague la indemnización confortado por hacerlo junto con los demás ciudadanos. Es cierto que la Administración puede repetir contra el funcionario o autoridad responsable, pero la ley no le obligaba a hacerlo, y cuando finalmente lo ha hecho —Ley 4/199— le ha permitido modular la reclamación de modo que la repetición no sea por el importe que las Administraciones —los contribuyentes— han satisfecho, sino por la cantidad que ésta estime adecuada en cada caso.

Queda, aún, la responsabilidad disciplinaria, pero hasta eso queda al arbitrio del órgano encargado de imponerla, que puede suspender el procedimiento, por no hablar de una especie de indulto administrativo de última instancia que permite al ministro para las Administraciones Públicas inejecutar la sanción ya impuesta.

En definitiva, y al margen de consideraciones más precisas de regulación, es clave aprovechar la situación de ruptura existente para empezar a pensar de un modo nuevo la Administración del Estado, cuyo personal debe gozar de sus derechos como trabajadores sin que esto suponga a cambio la total desprotección de la ciudadanía frente al control político —el que se ejerce no sólo a base de palos sino también de zanahorias— por parte del Gobierno de turno, como un elemento básico en el control de la acción política.

La vieja estructura corporativa, desprovista por fin de su misticismo monárquico, debe poder mantener su independencia en cuanto a premios y castigos: su acceso, su salario, su destino, su dependencia directa del Estado —y no del Gobierno—, que debe volver a considerarse esencial para proteger, en su auto-dependencia, la sujeción a las leyes del entramado administrativo como servicio público ante la creciente presión del poder económico y su infiltración casi total en el ámbito político. Y ello desde la creación de figuras de independencia y de control desde la legalidad, pero sobre todo desde la perspectiva del imperio de la ley y del Estado de derecho como auténticas bases, ahora, de una lógica revolucionaria.
Por el contrario, mantener e institucionalizar estas legalidades de cartón piedra —que esconden las estructuras corruptas y las aíslan de cualquier expectativa de legalidad— siempre ha sido la mejor receta no sólo para el desastre económico de las mayorías sino de la democracia en sí, entendida ésta como la que disfrutan aquellas sociedades que pueden seguir viendo la discusión política como un espacio en el que se participa y el ámbito público como una esfera de dignidad.