SLAVOJ ZIZEK
Lo único verdaderamente sorprendente de los papeles de Panamá
es que en ellos no hay ninguna sorpresa. ¿No nos hemos enterado
exactamente de lo que esperábamos enterarnos? Ahora bien, una cosa es
saberlo, así en general, y otra, tener datos concretos. Es un poco como
saber que tu pareja te la está pegando por ahí. Se puede aceptar el
conocimiento abstracto de algo así. El dolor se produce cuando uno se
entera de los detalles obscenos, cuando uno ve las fotos de lo que han
estado haciendo... De la misma manera, con los papeles de Panamá, hemos visto algunas imágenes cochinas de pornografía financiera y ya no podemos hacer como que no nos hemos enterado.
Ya
en 1843, el joven Karl Marx afirmó que al antiguo régimen alemán
«simplemente le da por pensar que cree en sí mismo y exige que el mundo
piense lo mismo». En una situación así, denunciar la sinvergonzonería de
los que están en el poder se convierte en un arma. O, como añade Marx,
«la vergüenza debe hacerse más vergonzosa, dándola a conocer». Y ésta es
exactamente nuestra situación: nos encontramos ante el cinismo
desvergonzado del actual orden global, a cuyos agentes les da por pensar
que creen en ideas de democracia, derechos humanos, etc., y, a través
de revelaciones como las de Wikileaks o los papeles de Panamá, la vergüenza se vuelve más vergonzosa por el hecho de darle publicidad.
Un rápido vistazo a los papeles de Panamá revela dos características. Una positiva es la solidaridad de los participantes. En
el tenebroso mundo del capital global, todos somos hermanos. Allí está
el mundo occidental desarrollado que se da la mano con Putin y el
presidente de China, Xi. Irán y Corea del Norte también están
ahí... Es un verdadero reino del multiculturalismo, donde todos son
iguales y diferentes. La otra negativa es la contundente ausencia de
EEUU, lo que le da cierta credibilidad a la afirmación de Rusia y China
de que hay intereses políticos involucrados en la investigación.
Entonces, ¿qué vamos a hacer con todos estos datos? Hay un chiste de un
marido que vuelve a casa antes de lo esperado y encuentra a su esposa
en la cama con otro hombre. La mujer sorprendida le pregunta: «¿Qué ha
pasado? ¡Me dijiste que ibas a volver tres horas más tarde!». El marido
explota: «¡Seamos serios! ¿Qué haces en la cama con ese tipo?». La
esposa responde sin alterarse: «¡No cambies de tema, responde primero a
mi pregunta!». ¿No es algo parecido lo que está sucediendo con las
reacciones a los papeles de Panamá? La primera reacción es la
explosión de furia moralista: «¡Horrible, cuánta codicia y cuánta
deshonestidad la de esa gente! ¿Dónde están los valores fundamentales de
nuestra sociedad?». Lo que deberíamos hacer es cambiar inmediatamente
de tema, pasar de la moralidad a nuestro sistema económico. Políticos,
banqueros y administradores siempre han sido codiciosos, de manera que
¿qué hay en nuestro sistema legal y económico que les ha permitido ser
conscientes de su codicia de una forma tan escandalosa?
Desde la
crisis de 2008, personajes públicos, del Papa hacia abajo, nos
bombardean con exhortaciones a luchar contra la cultura de la codicia y
el consumo excesivo. Este espectáculo repugnante de moralización barata es una operación ideológica,
si es que alguna vez ha habido una. La compulsión (a expandirse)
inscrita en el sistema mismo se traduce en pecado personal, en una
propensión psicológica privada o, como expuso uno de los teólogos
cercanos al Papa, «la crisis actual no es una crisis del capitalismo
sino la crisis de la moral». Incluso sectores de la izquierda siguen
este camino. No es que falte anti-capitalismo en la actualidad. Hace un
par de años estallaron protestas de okupas e incluso estamos asistiendo a
una sobreabundancia de críticas de los horrores del capitalismo.
Proliferan libros e investigaciones periodísticas sobre empresas que
contaminan sin piedad nuestro medio ambiente, banqueros corruptos que
siguen obteniendo cuantiosas primas mientras sus bancos son rescatados
con dinero público, talleres clandestinos donde trabajan niños...
Hay,
sin embargo, una pega a todas estas críticas. Lo que no se cuestiona en
ellas, por implacables que puedan parecer, es el marco
democrático-liberal en el que luchar contra estos excesos. El objetivo
es democratizar el capitalismo, ampliar el control democrático sobre la
economía a través de la presión de medios, investigaciones
parlamentarias, leyes más estrictas, investigaciones policiales... Ahora
bien, el sistema como tal no se cuestiona y su marco democrático institucional de Estado de Derecho sigue siendo la vaca sagrada que ni siquiera tocan las formulaciones más radicales de este «anticapitalismo ético», como el movimiento okupa.
El
error que hay que evitar es el ejemplificado por la anécdota, apócrifa,
tal vez, del economista keynesiano de izquierdas John Galbraith. Antes
de un viaje a la URSS a finales de los 50, escribió a su amigo
anticomunista Sidney Hook: «¡No te preocupes, no me voy a dejar seducir
por los soviéticos y volver a casa diciendo que lo suyo es socialismo!».
Hook respondió: «¡Pero si eso es lo que me preocupa, que regreses
proclamando que la URSS no es socialista!». Lo que preocupaba a Hook era
la defensa de la pureza del concepto: si las cosas no salen como deben
al construir una sociedad socialista, eso no invalida la idea en sí,
sólo significa que no se ha aplicado correctamente. ¿No detectamos la
misma ingenuidad en los fundamentalistas del mercado?
Cuando,
durante un debate televisivo en Francia, hace un par de años, Guy Sorman
afirmó que democracia y capitalismo van forzosamente de la mano, no
pude resistir hacerle la pregunta obvia: «Pero, ¿qué pasa con la China
de hoy?». Replicó con gran brusquedad: «¡En China no hay capitalismo!».
Para un pro-capitalista fanático como Sorman, si un país no es
democrático, no es verdaderamente capitalista sino que practica una
versión desfigurada del capitalismo. El error subyacente no es difícil
de identificar. Es el mismo del chiste: «Mi novia nunca llega tarde a
una cita porque, en el momento en que llega tarde, ¡ya no es mi novia!».
Así es como el apologista del mercado explica la crisis de 2008: no fue
el fracaso del libre mercado lo que la provocó sino la excesiva
regulación. Es decir, el hecho de que nuestra economía de mercado no lo
era de verdad sino que estaba bajo las garras del Estado de Bienestar.
En los papeles de Panamá éste no es el caso. La corrupción no es una desviación contingente del sistema capitalista global, es parte de su funcionamiento básico.
La realidad que se desprende de los papeles de Panamá es la de la división de clases. Demuestran que los ricos viven en un mundo aparte en el que se aplican reglas diferentes,
en el que el sistema legal y la autoridad de la policía están
fuertemente tergiversados y no sólo protegen a los ricos sino que están
preparados para retorcer de forma sistemática el imperio de la ley para
complacerles a ellos. Recuérdese el chiste cruel de la película To Be Or Not to Be,
de Lubitsch. Cuando se le pregunta acerca de los campos de
concentración alemanes en la Polonia ocupada, el oficial nazi responde
brutalmente: «Nosotros ponemos la concentración y los polacos, la
acampada». ¿No puede predicarse eso mismo de la quiebra de Enron en
2002? No cabe duda de que los miles de empleados que perdieron sus
puestos de trabajo y sus ahorros estaban expuestos a un riesgo. Pero lo
cierto es que no tenían otra opción. El riesgo se les presentó como un
destino ineludible. Aquellos que, por el contrario, tuvieron
efectivamente una idea de los riesgos, así como la posibilidad de
intervenir en la situación (los altos directivos) redujeron al mínimo
sus riesgos al liquidar sus acciones y opciones antes de la quiebra. Vivimos
en una sociedad de alternativas de riesgo, pero unos (los directivos de
Wall Street) eligen las alternativas mientras que otros (la gente
corriente que paga hipotecas) corren los riesgos.
Ya hay muchas reacciones de liberales de derechas a los papeles de Panamá
que echan la culpa a los excesos de nuestro Estado de Bienestar (o a lo
que queda de él). Como la riqueza está tan fuertemente gravada, no es
de extrañar que haya quien trate de trasladarla a lugares con menores
impuestos, lo que, en última instancia, no es ilegal. Por ridícula que
sea esta excusa (lo que los papeles de Panamá revelan son transacciones que quebrantan la ley) este argumento tiene algo de verdad. En primer lugar,
la línea que separa las transacciones legales de las ilegales se está
volviendo cada vez más borrosa y con frecuencia se reduce a una cuestión
de interpretación. En segundo lugar, los dueños de riquezas
que las han trasladado a cuentas sin control y a paraísos fiscales no
son monstruos codiciosos sino individuos que actúan como sujetos
racionales que tratan de salvaguardar su patrimonio. En el capitalismo,
no se puede tirar el agua sucia de la especulación financiera y mantener
al bebé sano de la economía real: las aguas sucias son consanguíneas
del bebé sano. No habría que tener miedo de llegar hasta el final en
este caso. El sistema jurídico capitalista global en sí mismo es, en su dimensión más fundamental, corrupción legalizada.
La cuestión de en qué punto empieza el delito (en el que las
operaciones financieras son ilegales) no es por tanto legal sino
eminentemente política, una cuestión de lucha por el poder.
Entonces, ¿por qué miles de empresarios y políticos han hecho lo que
documentan los papeles de Panamá? La respuesta es la misma que la de la
adivinanza jocosa y ordinaria: ¿por qué los perros se lamen los testículos (y los varones no lo hacemos)? Porque ellos pueden.
Slavoj Zizek,
filósofo y crítico cultural, es profesor en la European Graduate
School, director internacional del Birkbeck Institute for the Humanities
(Universidad de Londres) e investigador senior en el Instituto de
Sociología de la Universidad de Liubliana. Su última obra es Contragolpe
absoluto. Para una refundación del materialismo dialéctico (Akal).
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