CONTACTO

cofpas@gmail.com
@cofpas

martes, 27 de octubre de 2020

Mi virtuoso paraíso natural

 Si en la capital de España se celebra el gran derby entre PSOE y PP a costa de la salud de miles de madrileños, en Asturies se escenifican políticas de coste cero a base de homilías diligentemente aireadas por la prensa local

<p>El presidente de Asturias, Adrián Barbón, en el memorial en recuerdo a las víctimas de la covid el pasado julio en Oviedo. </p>

El presidente de Asturias, Adrián Barbón, en el memorial en recuerdo a las víctimas de la covid el pasado julio en Oviedo. 

ARMANDO ÁLVAREZ / PRINCIPADO DE ASTURIAS
A diferencia de otros medios, en CTXT mantenemos todos nuestros artículos en abierto. Nuestra apuesta es recuperar el espíritu de la prensa independiente: ser un servicio público. Si puedes permitirte pagar 4 euros al mes, apoya a CTXT. ¡Suscríbete!


Los asturianos tenemos fama de exagerados. En 2004, pocas semanas después de los atentados del 11-M, un vecino de mi abuela recibió una visita de la guardia civil. Era un caso de drogas, pero lo que descubrieron los guardias al registrar el chabolu (cobertizo) de aquel jubilado fue una nada desdeñable cantidad de dinamita. Antes de cerrar las minas, era habitual que los mineros sacaran de vez en cuando algún cartucho “para uso doméstico”, pero parecía sensato cortarse un poco después de saberse que los explosivos utilizados en los atentados de Madrid procedían de una mina asturiana. No era el caso del vecino de mi abuela. Sin despeinarse, respondió, cuando le preguntaron para qué quería aquella dinamita, que nunca se sabía cuándo diba haber que valtar una castañal.

La pandemia ha golpeado duro a CTXT. Si puedes, haz una donación aquí o suscríbete aquí 

Uno nunca sabe cuándo tendrá que derribar un castaño. Conclusión: hagamos acopio de dinamita. De la premisa a la conclusión hay un abismo que solo puede llenar un universo entero de significados compartidos por una comunidad que atraviesa los tiempos aferrándose a certezas inciertas. Desde que se declaró la pandemia en marzo de 2020, los asturianos nos aferramos a certezas que tienen poco de atávico pero mucho de exageración: preparativos para tiempos peores en los que tendremos que derribar castaños de proporciones olímpicas. Solo así se explica que, con la tasa más baja de contagios de toda España y una de las más bajas de Europa, el presidente asturiano, Adrián Barbón, fuera el principal valedor de la doctrina de la mascarilla obligatoria.

El éxito de Asturies en la lucha contra el coronavirus fue tema de conversación a lo largo de la primavera y el verano. Se ensalzaba, y con razón, la previsión de las autoridades médicas y la capacidad diagnóstica del Hospital Universitario Central de Asturias (HUCA), y a ello se sumaba la constatación de que, comparada con otras comunidades autónomas, la sanidad pública asturiana recibía una atención presupuestaria un poco más digna. Otras explicaciones del “milagro asturiano” rozaban, en consonancia con esa expresión, el puro invento: el entorno rural de la población (solo un 20 % de los asturianos vive en el campo), el aislamiento de los núcleos de población (tenemos la que probablemente sea la red de autovías más costosa, larga e inútil de toda Europa), la alimentación (no tengo palabras) o el clima (véase el paréntesis anterior). Se evitaba mencionar el envejecimiento poblacional, indudable factor de riesgo que solo complicaba la tarea de hallar una explicación. Se podría haber mencionado la debilidad del transporte público, fomentada por el monopolio de facto de una conocida compañía de autobuses. Lo del aislamiento inveterado se sopesó, pero la afluencia de turistas durante las vacaciones estivales lo descartó como factor explicativo.


Barbón, elevado por su partido, el PSOE, a la categoría de campeón de las pandemias, aceptó beber de ese cáliz y emprendió una dura carrera contra sí mismo por batir su propia marca

Ninguna loa le pareció suficiente al presidente Barbón. Confirmando el pronóstico bastante pesimista de algunos de mis vecinos y convivientes, no tardó en poner en peligro el crédito adquirido por la gestión eficaz de las primeras semanas de la crisis. Elevado por su partido, el PSOE, a la categoría de campeón de las pandemias, ejemplo a seguir y modelo a defender frente a los dislates de la presidenta de la Comunidad de Madrid, aceptó beber de ese cáliz y emprendió una dura carrera contra sí mismo por batir su propia marca. Los vientos eran favorables, cierto, pero cabía haber actuado con un poco más de prudencia.

Si hay algo que comparto con Barbón es que ninguno de los dos es epidemiólogo y nos encontramos, por tanto, a merced del consejo y el asesoramiento de los que sí saben. Yo ese consejo y ese asesoramiento los necesito solamente para orientarme en el fárrago de las noticias y en mis cada vez más esporádicos contactos con mis semejantes, pero Barbón los precisa de mayor calidad y está obligado a prestar un poco más de atención que yo cuando le indican qué curso de acción es el más indicado. No me cabe duda de que intentará hacer lo correcto, pero sería una imperdonable ingenuidad por mi parte no tener en cuenta que, como cualquier gobernante en su situación, el presidente asturiano querrá afianzar su poder y no perder ni un gramo de buena prensa. Sumémosle a eso la ya mencionada tendencia de nuestro pueblo a exagerar y ya tenemos la tormenta perfecta: el gobierno asturiano asumió que sus “buenas cifras” eran consecuencia de algún tipo de virtud y se lanzó a conminar a la gente a mantenerse virtuosa. Al más puro estilo del que predica una doctrina moral, más que del que informa objetivamente de riesgos y peligros. Estado de alarma mental: de repente Asturies parecía haberse convertido en Australia, no solo por la profusión de eucaliptos, sino porque daba la sensación de que cualquier cosa a nuestro alrededor nos podía matar.

Se podría haber aceptado la irritante política comunicativa del gobierno asturiano como un mal menor si se hubiese mantenido la tendencia a reforzar la sanidad pública que parecía estar en la base de nuestra situación privilegiada. En lugar de eso, se dejó completamente desprotegida la atención primaria y se sobrecargó de trabajo al personal hospitalario: centros de salud cerrados o colapsados, atención telefónica saturada, listas de espera interminables, cuotas de cuarenta o incluso sesenta pacientes por médico, operaciones quirúrgicas aplazadas y, según ha denunciado el sindicato CSI recientemente, turnos de enfermería extenuantes y falta de personal en el hospital de Cabueñes (Xixón).


Como cabía esperar, las cifras empeoraron. Ya no se habla del milagro asturiano y parece fuera de lugar echar la culpa a agentes externos como los veraneantes (un subterfugio del que se abusó hace unos meses por si venían mal dadas) o incidentales, como el inicio del curso escolar (que se retrasó casi un mes con la excusa de hacer pruebas PCR al profesorado, rían conmigo). De pronto ya no hay palmaditas en la espalda, pero la estrategia del gobierno asturiano es, curiosamente, la misma que se acaba de demostrar que no dio resultado: culpabilizar a la ciudadanía, limitar aún más los movimientos y dejar que el sistema sanitario siga empeorando justo cuando está a punto de empezar la temporada de la gripe, ese clásico de nuestros hospitales y ambulatorios.

Madrid y Asturies representan los dos extremos en la gestión autonómica de la pandemia: politización de la sanidad en el primer caso, medicalización de la política en el segundo. Si en la capital de España se celebra el gran derby entre PSOE y PP a costa de la salud de miles de madrileños, en el paraíso natural se escenifican políticas de coste cero a base de homilías y responsos diligentemente aireados por la prensa local. A uno le apetece tirar de hipérbole dinamitera, como al principio de este artículo, y exigir la dimisión de Adrián Barbón y su equipo como si eso fuese a surtir efecto (o como si alguien me fuera a hacer caso), pero me estoy quitando de esos ataques de Volksgeist y ya solo aspiro a que, por el bien de todos, entren y razón y rectifiquen. Dejen de tratarnos como a menores de edad y defiendan ese Estado del Bienestar que tanto dicen adorar, porque la alternativa son mostrencos con una bandera en la boca y, si llegamos a eso, a ver de dónde sacamos, ahora que no hay minas, la dinamita.

La pandemia ha golpeado duro a CTXT. Si puedes, haz una donación aquí o suscríbete aquí 






AUTOR >



lunes, 26 de octubre de 2020

LA MERITOCRACIA EN ESPAÑA: POLÍTICA, ADMINISTRACIÓN Y FUNCIÓN PÚBLICA (Y II)

 

Rafael Jiménez Asensio

Merit Images, Stock Photos & Vectors | Shutterstock
“Cuando la gente se queja de la meritocracia, suele hacerlo no porque esté en contra del ideal, sino porque entiende que no se está llevando a la práctica (…) Se trata de una queja muy válida. Pero, ¿y si el problema fuera más profundo? (Sandel, La tiranía del mérito. ¿Qué ha sido del bien común?, Debate, 2020)
“Vivimos en el país de las recomendaciones y del favor personal. La amistad es aquí la suprema razón de la existencia, así en lo grande como en lo pequeño, así en lo individual como en lo colectivo” (Galdós, Episodios Nacionales 24, Luchana, Alianza Editorial)

Preliminar
Tal vez, para enfocar correctamente el problema, conviene mirar retrospectivamente cómo emergió el principio de mérito y qué consecuencias tuvo. Aunque este es un tema que el libro de Sandel no trata. Todo lo más, incorpora unas interesantes reflexiones de Jefferson, recogidas en su obra Notas sobre Virginia, donde, el autor de la Declaración de Independencia, apostaba por un sistema educativo gratuito que se abriera a los talentos, también procedentes de las clases pobres, mediante un cribado paulatino de aquellos alumnos que ofrecieran tales atributos. Este plan aseguraría, así, “la selección de jóvenes sobresalientes entre las clases más pobres, (y proporcionaría) al Estado aquellos talentos que la naturaleza ha sembrado liberalmente entre los pobres como entre los ricos, pero que perecen por desuso si no se persiguen y se cultivan” (cita literal extraída de Autografía y otros escritos, Tecnos). Sandel se apoya en una expresión que utiliza Jefferson para mostrar que el sistema elegido (una suerte de antesala a la conocida como “igualdad de oportunidades”) incubaba un efecto no deseado, pues gracias a este sistema selectivo gradualmente aplicado “veinte de los muchachos con más talento serían extraídos del deshecho” (el traductor de la obra de Sandel utiliza la noción morralla). Esta selección meritocrática ya preveía un descarte (y estigmatizaba a quien no superara tan exigentes filtros), pero además la dimensión del mérito como “ascensor social” podía incurrir en los vicios que el autor delata de la propia meritocracia: soberbia meritocrática por la “posición” adquirida (o como mirar por encima del hombro a los demás). 
El plan de Jefferson nunca se llevó a efecto. Pero sabida es la influencia que ejerció Jefferson sobre la redacción de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 26 de agosto de 1789, donde a diferencia de la Declaración de Virginia, se contenía en su artículo 6 una expresa referencia, aunque no textual, al principio de mérito en el acceso a cargos y funciones públicas: “Todos los ciudadanos, al ser iguales ante ella, son igualmente admisibles en todas las dignidades, puestos y empleos públicos, sin otra distinción que sus virtudes y talentos”. Sobre ello volveré.

Política, representación y meritocracia
Como bien dice Sandel, las versiones tradicionales de la meritocracia política hacen hincapié en que, “entre los méritos relevantes para gobernar, está la virtud moral y cívica”, puesto que se parte del presupuesto de que el bien común se asienta, siquiera sea parcialmente, “en la educación moral de los ciudadanos”. Esta mirada tradicional se quiebra por completo con la versión tecnocrática de la meritocracia que, a su juicio, “corta el vínculo entre mérito y juicio moral”, pues aboga por ensalzar un conocimiento experto tecnocrático como base de las decisiones. El autor es muy claro al respecto: “el mérito tecnocrático no solo ha fallado como modo de gobierno, sino que también ha estrechado los márgenes del proyecto cívico”. El debate político actual (si se puede hablar en estos términos) se asienta sobre dos premisas contradictorias: el discurso gerencial o tecnocrático, por un lado; y, por otro, “un combate a gritos que cada parte habla sin escuchar a la otra”. La política española actual está totalmente condicionada por este esquema dual, si bien más pervertido aun, pues el conocimiento experto se politiza interesadamente, dado que es asimismo contradictorio. Los políticos tecnócratas se mezclan con los demagogos. No hay discurso público robusto desde el punto de vista moral o, peor aún, falla la persuasión política y, por tanto, todo se fía a la responsabilidad individual, desigual o inexistente. La política es todo fachada, comunicación de baratija o puesta en escena (imagen). La esencia de la política se desnuda: sólo interesa obtener y retener el poder, no para qué sirve: el bien común se manosea groseramente, como la Constitución, las instituciones o las ideas.
Particular interés tiene el capítulo dedicado por Sandel al “Credencialismo” (lo que podríamos llamar a aquí como titulitis o la fascinación  que despierta, propia y ajena, el Currículum Vitae de los políticos). La política también se ha visto abrazada por ese afán de credenciales que, en nuestro caso, se vehicula a través de los CV difundidos por una transparencia mal entendida. El autor no dice que “lo que llama la atención, sin embargo, no es que los políticos inflen sus credenciales universitarias, sino que sientan la necesidad de hacerlo”. Esgrimen títulos inexistentes, trampean másteres, doctorados o carreras universitarias, elaboran tesis de una factura impropia de cualquier estándar mínimo de calidad académica (lo importante es tener  el título, no como se haya obtenido ni a través de qué medios). Da la impresión de que no se puede ser político hoy en día si no se acreditan credenciales universitarias, cuanto mayores mejor. Y esto pervierte el sistema o el propio modelo de representación. Como bien dice Sandel, entre un 95 y un 100 por ciento de los miembros del Congreso estadounidense son graduados universitarios, cuando en la población esos porcentajes apenas alcanzan, en muchos casos el 25/30 por ciento. Prácticamente, ningún miembro de la clase trabajadora accede a tales cargos representativos, tampoco en las cámaras de los Estados miembros. No dispongo de datos de España, pero no estarán muy lejos de esas cifras. En países europeos, tal como cita el profesor de Harvard, los porcentajes de mueven entre un 82 y un 94 por ciento de graduados universitarios entre los representantes del Parlamento.
En verdad, de forma silente, se está imponiendo, por tanto, una suerte de sutil resurrección del sufragio pasivo capacitario doscientos años después (los no universitarios votan, pero no son elegidos). La representación no se vertebra por la propiedad, como en los orígenes del Estado Liberal, pero sí por la capacidad o por el pretendido mérito o aval que ofrecen las credenciales que presumiblemente acrediten quienes aspiren a entrar en la nómina parlamentaria o gubernamental. La exclusión de facto de ¾ partes de la población de la representación pasiva o del derecho efectivo a ser elegidos tiene presumiblemente unos impactos brutales en el crecimiento del populismo, puesto que los partidos tradicionales, especialmente los de izquierda, representan principalmente a los profesionales, funcionarios o a las élites intelectuales o académicas. Hay que abrir de nuevo aquellas páginas de Benjamin Constant que abordaban en las primeras décadas del siglo XIX el problema de la representatividad con toda su crudeza: “Aquellos a quienes la indigencia retiene en una eterna dependencia (…) saben tanto de los asuntos públicos como los niños y no tienen más interés que los extranjeros en la prosperidad nacional, cuya composición desconocen y cuyas ventajas no comparten más que de manera indirecta” (Escritos políticos, CEC, 1989). Se ha vuelto, apenas sin darnos cuenta, a restaurar el “principio de distinción” o, mejor dicho, “la aristocracia representativa”, en términos de Bernard Manin (Principios del gobierno representativo, Alianza Editorial). Lo que no se puede decir es que, no obstante, al menos en nuestro caso, que quienes dicen tener credenciales o títulos no sean a veces menos ignorantes que el propio pueblo sobre el que “se superponen” con su púrpura y credenciales. Y ello, con muy puntuales excepciones, lo prueban cotidianamente con una verborrea parlamentaria carente de estilo, pobre en su léxico y ayuna de ideas.

El mérito en el Gobierno y en la Administración
La obra de Sandel sólo puntualmente se refiere a las proyecciones de la meritocracia en el Gobierno y con la Administración, pero aun así incorpora algunas ideas que son muy relevantes para acotar la incidencia del fenómeno. En efecto, muy relevantes son las reflexiones que el autor destila sobre el liderazgo presidencial, de las que algunos de nuestros pretendidos líderes deberían tomar buena nota. Retorna el libro a la idea del giro tecnocrático en el que está instalado el discurso público. Y a la vana retórica de “lo inteligente” que todo lo impregna, como mantra que pretende tapar la ineficacia gubernamental en la que la actual clase gobernante está plenamente alineada. Censura el carácter tecnocrático de Obama, por ejemplo; muy sesgado hacia una meritocracia del mismo carácter. Frente a la gran tarea del gobernante de ejercer la persuasión moral, la tecnocracia se basa en una recopilación y difusión de hechos y datos. Sin ninguna persuasión moral. Pero también, añado, rodeada de comunicación artificial y hueca, que haciendo uso del “púlpito privilegiado”  (expresión acuñada por Theodore Roosvelt), se utiliza para fines espurios que se envuelven “en un más que leve aroma a soberbia meritocrática”.
En ese marco, no cabe extrañarse que esa política encadenada en un discurso tecnocrático, se haya vuelto “cada vez más grosera y estridente”, pues ambas, “tecnocracia y esas peleas a gritos, tienen en común que ni el primero ni las segundas cultivan hábito alguno de razonamiento conjunto en torno a las concepciones diversas de la justicia y el bien común”. Esas son ideas que ya no cotizan en el mercado político y si lo hacen son sólo como expresiones de mera demagogia. El resultado, tal como sanciona Sandel, es descorazonador: los fallos de las élites meritocráticas con potentes credenciales educativas que gobiernan los Estados Unidos desde hace cuatro décadas, son estrepitosos. ¿Cabe trasladar ese juicio a España? En parte sí (en el fracaso) y en parte no (no son políticos con credenciales de élites universitarias, salvo funcionariales en los gobiernos de centro-derecha). 
El arte de gobernar exigía, según Aristóteles, acumular sabiduría práctica y virtud cívica. Me gusta más la definición de Adam Smith del buen estadista, que define así a quien tiene “la mejor cabeza unida al mejor corazón: Es la sabiduría más perfecta combinada con la virtud más cabal”.  Ahora, gobernar es gestionar información, datos, comunicar, vender humo y, todo lo más, llenar los discursos de promesas vacías o de insultos a la inteligencia, cuando no abrazarse a la tecnocracia, que tanto critica el autor. Sandel reconoce, no obstante, “que un gobierno o una administración esté dirigido por personas con un alto nivel educativo es algo por lo general deseable, siempre y cuando actúen guiadas por un criterio sensato y sepan empatizar con las condiciones de vida de las personas trabajadoras”. En cualquier caso, rápidamente nos advierte que, sin perjuicio de que ello sea así, “la historia nos atestigua un nexo bastante endeble entre la posesión de prestigiosas credenciales académicas, por un lado, y sabiduría práctica o el instinto para aprender el bien común aquí y ahora, por el otro”. Los líderes, más los actuales, están ayunos de tales capacidades y virtudes. Sin embargo, resuenan con fuerza las palabras de Isaiah Berlin, cuando se refería al don natural que tenían los verdaderos gobernantes. Con estas palabras diferenciaba magistralmente el papel del político auténtico frente al del intelectual o profesional: “Es lo que se llama variadamente sabiduría natural, comprensión imaginativa, penetración, capacidad de percepción y, más engañosamente, intuición, como opuestas a las virtudes marcadamente diferentes -admirables como son- del conocimiento o saber teórico, la erudición, las capacidades de razonamiento y generalización, el genio intelectual” (El sentido de la realidad. Sobre las ideas y su historia, Taurus). La pretensión de mezclar los roles y vestirse el político con el manto tecnocrático ha terminado por pervertir y anular su propia función, hasta transformarla en inocua. Ahora todo es gobierno inteligente (Smart) o populismo gubernamental barato, en el que la pobreza atrapa la esencia y la forma es incapaz de disfrazar la impotencia. Ya no hay ni capacidades políticas ni mucho menor persuasión política. Nadie les cree. Su discurso es de cartón piedra. Perdida la credibilidad, su razón de ser se extingue. Y el populismo invade todo. Rosanvallon ya ha advertido sobre tales peligros. 

El principio de mérito en la función pública
Nada dice Sandel de la aplicación del principio de mérito a la función pública, salvo una referencia incidental que no justifica el monumental vacío, y lo enmarca en el debate filosófico sobre el alcance real de la meritocracia y sus relaciones con la justicia: “La mayoría de nuestros debates sobre el acceso al empleo, la enseñanza y la administración pública tienen como premisa de partida la igualdad de oportunidades” (algo que, el propio autor, desmonta e incluso también demoniza con consecuencia tóxica de la propia meritocracia). Aun así, matiza y enmarca correctamente el problema: “Nuestros desacuerdos no son tanto sobre el principio en sí como sobre su correcta puesta en práctica”.
Y es en este punto donde conviene detenerse para cerrar este comentario. La lucha por la implantación del principio de mérito en la Administración Pública ha sido larga y, en algunos casos (como es nuestra realidad), muy deficiente y manifiestamente incompleta en sus resultados. No estamos en Estados Unidos, aunque allí el spoils system (lo que aquí llamaríamos clientelismo) campó a sus anchas durante gran parte del siglo XIX, extendiendo sus prácticas hasta las primeras décadas del siglo XX. El patronazgo en Inglaterra no cesó hasta el importantísimo Informe Northcote Trevelyand publicado en 1854, que fue el arranque del Civil Service profesional en lo que después sería el Reino Unido. Una lectura muy recomendable para entender su sentido.
En España la implantación del sistema de mérito fue mucho más accidentada e incompleta (este aspecto lo traté en la publicación de mi tesis doctoral: Políticas de selección en la función pública 1808-1978, MAP, Madrid 1989). Sólo los cuerpos de élite de la Administración establecieron históricamente sistemas meritocráticos de alto nivel de exigencia formal, muy orientados a la memorización de temarios y que, por el tipo de pruebas y exigencias, fomentaban, por lo común (con excepciones tasadas) la reproducción familiar y geográfica de esas élites. Esta meritocracia formal sigue instalada en 2020 con sus mismas patologías.  Y poco o nada han cambiado sus procesos de reclutamiento de élites. Al respecto hay un interesante estudio (que me ha proporcionado gentilmente el actual director del INAP, Mariano Fernández Encabo), donde se lleva a cabo un estudio estadístico con una muestra de 40.000 aspirantes y que, aunque acotado en su muestra a siete cuerpos de élite (alguno no tendría siquiera esa condición), contiene una serie de evidencias sobre la existencia de endogamia, género y procedencia geográfica por parte de la selección en tales procesos. Tal trabajo fue realizado hace años por Manuel F. Bagüés (¿Qué determina el éxito de unas oposiciones? FEDEA, 2005), pero me temo que muchas de sus hipótesis siguen perfectamente vivas. También ha habido una reiteración de sagas familiares en el acceso a determinados cuerpos, cuyos aspirantes tienen siempre mayores garantías de éxito. No cabe duda que, en estos caso, las tesis de Sandel pueden ser trasladadas, sobre todo por la enorme distancia que tales élites tienen de las preocupaciones sociales y, en fin, por lo que a la soberbia meritocrática atañe superar tales procesos selectivos (algunas veces de irracionalidad supina), sin caer en la cuenta que, unas veces ese éxito se debe a las condiciones favorables en las que esos candidatos compiten, otras a la suerte y, en fin, también -como reconociera Jefferson- a las diferencias de talento. Lo mismo, corregido y aumentado, existe en otros ámbitos de la actividad funcionarial de élite, como es el profesorado universitario o el personal investigador. Pero ello requeriría un tratamiento monográfico, no siendo quien esto escribe la persona más idónea para tal menester. La soberbia falsamente meritocrática y el distanciamiento (o alejamiento total de la realidad circundante), aparte de una endogamia tribal, son males endémicos que aquejan los pilares de un débil mérito en el sistema universitario español. Cuanto talento universitario ha tenido que emigrar, 


Salvadas estas patologías, la exigencia del principio de mérito en España para el acceso a la función pública requeriría un replanteamiento absoluto que ahora no puede hacerse, pero no para derrumbarlo (al margen de toda sospecha que suscita, según Sandel; pero que cabe contextualizarla en su propia obra), pues entre otras cosas es un principio constitucional, que sólo cabe aplicar adecuadamente y con la ponderación y mesura debida, pero sobre todo para facilitar que en el servicio público ingresen quienes tengan competencias profesionales acreditadas, capacidad de adaptación a entornos cambiantes, sensibilidad social y vocación (ética) de servicio público. Pero no sólo en el momento de atravesar el Jordán y besar la tierra prometida (superar las oposiciones), sino a lo largo de toda su trayectoria funcionarial; pues no en vano de su mejor desempeño (y esto es lo importante de un mérito bien entendido) dependerá el bien común y la dignidad de la ciudadanía. Aunque haya todavía muchas personas hoy en día que no entiendan qué significa realmente tan bello ideal. Esa carencia tiene una solución fácil: lean el libro de Michael J. Sandel. Una obra excelente y polémica.  De las que permiten reflexionar. Y eso es lo importante.

sábado, 24 de octubre de 2020

Adrián Barbón o la política del trending topic

 Las medidas tomadas el pasado viernes por el presidente del Principado corresponden a la categoría de ‘Medidas Twitter’

Adrián Barbón. Foto: Iván G. Fernández






Adrián Barbón quiere ser ministro y su actitud frente a la pandemia está siendo la mejor prueba de ello. Desde sus insistencia en las declaraciones, acerca de que no le temblaría el pulso para tomar la medidas que fueran necesarias, hasta la solicitud de declaración del Estado de Alarma el pasado viernes, toda su actuación está dirigida a construir una imagen de liderazgo, fortaleza, rotundidad y decisión frente a los problemas de la ciudadanía.

Actitud inteligente ante una sociedad que demanda políticos que asuman sus responsabilidades, piensen en el bien común y dejen a un lado el permanente electoralismo. Comparado con la actitud del Gobierno de la Comunidad de Madrid o incluso con la del Gobierno de España, administraciones en las que a excepción de Yolanda Díaz, tanto más da que hubiera al frente una banqueta, el comportamiento que muestra el Presidente del Principado es lógico, pero no es honesto.


Toda su actuación está dirigida a construir una imagen de liderazgo, fortaleza, rotundidad y decisión frente a los problemas de la ciudadanía

La actitud del señor Barbón es puro postureo mediático, similar a la del resto de líderes políticos de los que pretende diferenciarse. Las medidas tomadas el pasado viernes corresponden a la categoría de Medidas Twitter. Se anuncia el cierre de las principales ciudades de la comunidad pero se puede salir de ellas hasta para hacer deporte. Se prohíbe la apertura de comercios más allá de las 22:00 horas, que es el horario habitual de cierre de los hipermercados. Se adelanta el cierre de la hostelería hasta las 23:00 horas cuando salvo días contados, a esas horas apenas hay gente por los bares. Y la medida estrella, se solicitará el toque de queda entre las 00:00 y las 06:00, una decisión sin ningún tipo de utilidad práctica… salvo para afianzar una imagen de duro líder.

Sin embargo, el señor Barbón no ha tomado ninguna medida preventiva que tuviera una utilidad real para atajar esta situación. El Gobierno del Principado de Asturias y su Consejería de Salud no han reforzado la atención primaria desde el mes de marzo hasta aquí. Su Consejería de Educación no tomó medida alguna acerca del comienzo del curso escolar hasta el mes septiembre y pudieron haberlo hecho. La Consejería de Industria y Empleo ha tomado exactamente 0 medidas para ayudar a los sectores en crisis, que no son pocos. Tampoco se metió mano para mejorar efectivamente el transporte público. No seré yo quien diga que gestionar una pandemia así es sencillo, pero quien pretende ser un líder tiene que demostrarlo en esta lides.


Se anuncia el cierre de las principales ciudades de la comunidad pero se puede salir de ellas hasta para hacer deporte

Estas medidas trending topic pretenden ocultar (y lamentablemente es posible que lo consigan), una falta de gestión real en los múltiples problemas que está ocasionado la situación económica en general y la pandemia en particular. Que a nadie se le olvide que a día de hoy el Gobierno del Principado no ha dado ninguna respuesta a la empresas y trabajadores del mundo de la cultura, a los que simplemente se les prohíbe trabajar, provocando la agonía del sector. Tampoco ha dado alternativas asociadas a las limitaciones de la hostelería y el comercio. En materia industrial, el señor Barbón y su consejero Enrique Fernández se han puesto de perfil en todos y cada uno de los problemas laborales que asolan la región y todo parece indicar que así va seguir siendo. ¿Por qué? Porque este gobierno está demostrando no tener líneas de trabajo al respecto más allá de bajarse los pantalones ante las multinacionales, mientras abandona a los trabajadores y a la pequeña empresa.

Adrián Barbón quiere ser ministro (si acaso no pica más alto) pero no toda vale para ello. No es lícito utilizar los miedos de la gente para hacerse pasar por el líder y el gestor que, hecho a hecho, demuestra que no es. Hasta el momento y en lo concreto queda patente su incapacidad para las carteras Sanidad, Educación, Trabajo, Transportes e Industria. Ahí es nada.
Héctor González

Es historiador, sindicalista y anarquista.


sábado, 17 de octubre de 2020

5 claves para comprender la batalla por la cúpula judicial

 

Las mejoras estructurales que nos acerquen a las prácticas europeas no vendrán voluntariamente de los partidos, al estar demasiado implicados en las referidas dinámicas de poder. Solo se producirán a través de la presión ciudadana


1.- El bloqueo institucional. La Constitución establece con claridad que el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) debe renovarse cada cinco años. Sin embargo, la actual cúpula judicial fue designada en 2013 y ya lleva caducada dos años en funciones. El principal partido de la oposición ha manifestado que no va a negociar su renovación y el cambio en este organismo requiere de una mayoría cualificada de 3/5 de ambas cámaras. Resulta imposible llevarlo a cabo sin los votos de la oposición. 


¿A qué se debe este bloqueo tan manifiestamente inconstitucional? Hay que comprender la indudable importancia de las competencias del CGPJ: nombra a los magistrados de los principales tribunales, puede premiar o castigar a los jueces, interviene con sus opiniones en asuntos de enorme relevancia pública. La actual cúpula judicial fue diseñada hace siete años por el exministro Gallardón, tras una reforma legal con la que se configuró el CGPJ más partidista de nuestra historia democrática, en función de los intereses de su propia formación. En consecuencia, se nombró como presidente del organismo a Carlos Lesmes, ex alto cargo en los gobiernos de Aznar. También buena parte de los vocales nombrados estaban en sintonía con esos intereses. El bloqueo permite que ese control partidista se prolongue durante más tiempo del previsto constitucionalmente.


2.- El aprovechamiento de una cúpula judicial en funciones. El resultado se concreta en el mantenimiento de un CGPJ que no debía estar adoptando decisiones desde hace dos años. Pero continúa actuando igual que a lo largo de todo su mandato. Realiza a menudo nombramientos de altos cargos judiciales con un marcado sesgo partidista y no en función de un sistema de méritos objetivables, como han denunciado diversas entidades. Y se posiciona constantemente en público contra este gobierno, en contraste con la benevolente actitud que mantuvo con el anterior.


Los cuestionables afanes partidistas para perpetuar esta situación no pueden colisionar frontalmente con el imperativo constitucional de renovación cada cinco años. El pretexto del principal partido de la oposición es que no negocia para la renovación por discrepancias ideológicas con el Gobierno. Pero, además de la falta de respeto de ese argumento hacia el pluralismo democrático, resulta lógico que concurran siempre esas discrepancias. Y por esa regla de tres nunca se renovaría el organismo. La situación de bloqueo de la cúpula judicial es constitucionalmente insostenible.




3.- La reforma propuesta por los partidos del Gobierno. La proposición de ley que se ha presentado plantea superar el bloqueo con una enmienda sobre las mayorías para la elección. Supondría eliminar en la práctica la mayoría cualificada de 3/5 para la elección de los vocales judiciales en ambas cámaras, para sustituirla por la mayoría absoluta, con lo cual resultaría innecesario el apoyo de la oposición. No obstante, esa modificación legal acentuaría el control partidista de la cúpula judicial, que es uno de los problemas esenciales que presenta nuestro sistema de separación de poderes, ya bastante desprestigiado durante las últimas décadas por el reparto de cuotas entre los principales partidos. Desde la perspectiva de las injerencias partidistas, llegaríamos a una variante empeorada del sistema de Gallardón. Hoy puede beneficiar al PSOE y a UP, pero mañana sin duda favorecería al PP y a Vox. Y, en todos los casos, perjudicaría seriamente a la credibilidad de nuestro sistema judicial.


Resulta comprensible que desde el Gobierno se exploren alternativas a esta situación de bloqueo. El actual CGPJ no puede mantenerse ahí a perpetuidad. Pero el remedio puede acabar siendo peor que la enfermedad. Sería suficiente con una adecuada regulación de la cúpula judicial cuando está en funciones, para restringir al máximo sus atribuciones (en especial, los nombramientos de magistrados en altos tribunales). Así se eliminaría el principal incentivo para beneficiarse de bloqueos oportunistas. En cambio, reforzar el control partidista sobre la justicia supondría un paso más en la degradación institucional del CGPJ.




4.- La cúpula judicial española como anomalía en Europa. En un artículo anterior expliqué que nuestro sistema de gobierno de la judicatura (por reparto entre los principales partidos) no tenía equivalentes en los países de nuestro entorno. Las concepciones europeas se inspiran con razón en la idea de que la separación de poderes ha de llevar a la existencia de frenos, contrapesos y espacios de vigilancia institucional. Con esos equilibrios se pretende evitar los abusos de poder que pueden ocasionarse si la judicatura queda supeditada al poder político.


La Carta Europea sobre el Estatuto del Juez, aprobada por el Consejo de Europa, indica que los consejos de la judicatura son organismos independientes de los poderes ejecutivo y legislativo, integrados al menos en la mitad de sus miembros por "jueces elegidos por sus pares" (y no por el Parlamento, que designa a los miembros restantes). Se trata de un sistema mixto en la elección, entre judicatura y Parlamento, con el que se apuesta por una vigilancia mutua. Evita que el poder político ocupe espacios de influencia demasiado extensos, pero esa dualidad también permite evitar los riesgos de un posible corporativismo judicial, ante la presencia de miembros designados parlamentariamente. Así es como funcionan los equilibrios institucionales. Y por eso la existencia en España de una cúpula judicial colonizada al completo por los partidos políticos ha provocado constantes reproches del Consejo de Europa.


5.- La actitud exigente de la ciudadanía como única posibilidad de cambio. El sistema de configuración de la cúpula judicial con intervención de los partidos se ha deteriorado tanto que no resulta sencillo evolucionar hacia los estándares europeos. Las dinámicas de poder provocan que las fuerzas políticas intenten copar a toda costa los espacios de mayor influencia institucional. Por ejemplo, en las elecciones de 2011 el partido de Mariano Rajoy prometió en su programa promover la reforma del sistema de elección del CGPJ, para que "doce de sus veinte miembros sean elegidos de entre y por jueces y magistrados de todas las categorías". Sin embargo, tras obtener la mayoría absoluta, el exministro Gallardón decidió hacer exactamente lo contrario, con pleno apoyo de su formación, y optó por incrementar el control partidista de la cúpula judicial. Por ello, causa hilaridad que los ámbitos políticos que han patrocinado esta instrumentalización del CGPJ (o no la han cuestionado) ahora se rasguen las vestiduras y se escandalicen sin rubor ante las tentativas de control de sus adversarios.


Las mismas contradicciones podemos constatar entre los dirigentes de los partidos de izquierda. Pero esta lamentable situación también se explica ante una ciudadanía que ha sido poco exigente con las maniobras de control del sistema judicial. La tónica general ha sido que las injerencias son positivas si las perpetra el partido al que se respalda (siempre habrá alguna justificación comprensiva), pero negativas si las lleva a cabo la formación contraria. Es lo más opuesto al valor general del concepto de justicia. Por otro lado, los jueces no hemos sabido explicar la relevancia de estas cuestiones a la sociedad, ni tampoco buscar complicidades o apoyos en ella. Al contrario, siempre hemos sido percibidos como muy gremialistas y demasiado distanciados de la ciudadanía. El fracaso institucional se ha construido colectivamente.

Las mejoras estructurales que nos acerquen a las prácticas europeas no vendrán voluntariamente de los partidos, al estar demasiado implicados en las referidas dinámicas de poder. Solo se producirán a través de la presión ciudadana, si las bases de las formaciones de izquierda y de derecha presionan lo suficiente a los suyos, en lugar de aplaudir acríticamente las estrategias tóxicas contra la separación de poderes. Sin duda, resulta difícil que se produzca de verdad esa presión ciudadana. En ese caso, seguiremos como estamos. O incluso peor.

jueves, 15 de octubre de 2020

MERITOCRACIA (I) (Reflexiones a propósito del libro de Michael J. Sandel, La tiranía del mérito. ¿Qué ha sido del bien común?, 2020)

 

blog LA MIRADA INSTITUCIONAL |

Rafael Jiménez Asensio 


“Lo cierto, sin embargo, es que no existe ninguna correlación entre ser bueno y ser grande. Tanto para las naciones como para las personas, la justicia es una cosa y el poder y la riqueza, otra bien distinta” (Sandel) 

“La manera en que una sociedad honra y recompensa el trabajo es fundamental para su modo de definir el bien común” (Sandel) 

El debate sobre la vigencia y efectos del principio de mérito está ardiendo, al menos así se constata en numerosas e interesantes aportaciones que últimamente se han escrito sobre tan relevante objeto. La importante contribución del reciente libro de Sandel ha echado leña al fuego. Se trata de una obra muy estimulante desde el punto de vista intelectual, francamente extraordinaria en su factura y que confirma algunas tesis que ya estaban esbozadas desde hace años (y que el autor recoge con fidelidad digna de elogio), aportando datos nuevos al análisis del problema.

En cualquier caso, La tiranía del mérito hay que contextualizarla correctamente. Leída desde España, donde el mérito es aún un principio ayuno en buena parte de la práctica social tanto pública como (en cierto modo) privada, donde el clientelismo político, las relaciones familiares (o nepotismo), el amiguismo y la vigencia todavía de una sociedad de favores mutuos, campan a sus anchas, y donde el prestigio de las Universidades está a años luz del panorama descrito por el autor en ese cogollo de la élite académica que  reúne a ese cogollo de centros académicos donde las bofetadas (y atajos) por entrar están a la orden del día, la prudencia a la hora de trasladar el diagnóstico que Sandel hace a nuestros pagos debe ser la guía por la que cualquier lector mínimamente informado debiera conducirse.

Aun con esas advertencias, que creo son oportunas a la hora de trasladar el esquema argumental de la obra a realidades sociales que no son homogéneas, si bien ofrezcan muchos paralelismos, el libro que se reseña tiene una importancia trascendental, puesto que pone de relieve un mar de fondo (que comenzó en Estados Unidos y ha terminado por ir contagiando a las democracias avanzadas) que revela un problema de ruptura frontal de la sociedad en dos grandes bloques, alimento crucial de la emergencia de populismos por doquier, algo que ya nos anunció -con otro esquema conceptual, pero de forma muy incisiva- el libro de Crhistophe Guilluy No society. La fin de la classe moyenne occidentale (Falmmarion, París, 2018; hay traducción española).

El contexto del libro de Sandel es muy claro: el elitismo universitario, cada vez más selectivo, ha producido un alejamiento de los estratos gobernantes de la población menos ilustrada, que se ha transformado en una suerte de desprecio, situando a las personas que surcan ese umbral entre los ganadores (los pocos) y los perdedores (la mayoría). Esa fractura aparentemente silente y cada vez más marcada tiene orígenes económicos, pero sobre todo sociales. Y la “cultura del mérito”, a mi modo de ver muy mal entendida o con expresiones muy patológicas, es uno de sus elementos causantes.

Que ello es así nos lo muestra el autor en la propia Introducción a su obra (“Conseguir entrar”), pues trata de cómo acceder a esas universidades de élite que servirán, a su vez, de puerta de entrada a la élite política, económica, cultural y social del país. Aspiraciones no sólo americanas sino también de ciudadanos del mundo. Dicho en términos más llanos, los que están llamados a mandar se educan (o forman) allí. La tesis del autor (al menos una de ellas, pues el libro contiene varias y muy sugerentes todas, tal como veremos) es si las soluciones a “nuestro inflamable panorama político” (aquí coincidimos en contexto) se encuentran en una vida más fiel al principio de mérito o, si por el contrario, debemos encontrarla en la búsqueda de un bien común más allá de tanta clasificación y tanto afán de éxito”. Un buen dilema para comenzar.

La primacía del mérito (al menos, insisto, la desviación patológica extrema del mérito), conjuntamente con otra serie de factores que el autor cita (globalización, neoliberalismo, deslocalización, economía financiera, etc.), ha conducido a una serie de heridas sociales profundas que no se manifiestan sólo en agravios económicos, “sino también morales y culturales”. Lo que se ha dañado es la estima social. Y sobre de esa herida, o de esa sangre, se ha alimentado el populismo, que desprecia esa forma tecnocrática de conducir la sociedad y la política. La fractura está muy clara: los profesionales (de élite) frente a los trabajadores, cada vez menos valorados y que engrosan la enorme bolsa de los perdedores frente a los ganadores, núcleo cada vez más selectivo. Y estos últimos gobiernan todo.

Sandel repite hasta la saciedad una tesis ya esbozada en 1958, como el propio autor refleja, por Michael Young en su obra El triunfo de la meritocracia, “la ética meritocrática promueve entre los primeros (ganadores) la soberbia; entre los segundos (perdedores) la humillación y el resentimiento”. A su juicio, la queja populista va dirigida contra la tiranía del mérito. A los ganadores pronto se les olvida el papel de la fortuna y de la buena suerte en su propio destino. La mayor parte proceden de familias pudientes o bien situadas, pero los que ascienden tampoco reciben el beneplácito del mérito bien entendido, pues entran a forma parte de los vencedores y se alinean existencialmente con ellos. El autor critica duramente “la retórica del ascenso”, pues genera la percepción de que la persona es autosuficiente y hecha a sí misma: “Si mi éxito es obra mía, su fracaso debe ser culpa suya”.  De ahí concluye con facilidad, que “está lógica hace que la meritocracia sea corrosiva para la comunidad”.

No me adentraré ahora en los importantes detalles y matices que tiene esta obra sobre el impacto de la meritocracia en la actividad política y en la actuación gubernamental y administrativa, pues esta es una tarea que espero acometer en la siguiente entrada. Sí que es importante, sin embargo, la idea que atraviesa el libro de que “la pérdida de trabajos a causa de la automatización y la deslocalización” ha conllevado una cada vez menor valoración de los trabajos no intelectuales o profesionales (de élite), y ello es un auténtico hervidero de pasiones populistas entre los más desfavorecidos. Los lazos sociales se han roto, y coexisten, cada vez de forma más marcadas, sociedades paralelas, que nunca se encuentran aunque circunstancialmente coincidan en un determinado espacio.

La obra se adentra también por los senderos religiosos del principio de mérito. La ética protestante, o la exageración calvinista, que ya santificaba a los ganadores y condenaba a los perdedores; aunque esas sociedades, como bien recuerda, al ser estáticas no alimentaban la vana idea del “ascensor social”, que en nuestro caso funcionó para crear unas clases medias que cada vez están más asediadas y en trance de gradual desaparición. También se centra Sandel en el daño que la meritocracia ha causado sobre las opciones ideológicas de izquierda o centroizquierda. No sólo echó raíces (y profundas) en la derecha neoliberal. Ni Clinton, ni Obama, ni Blair, ni tampoco Hillary Clinton, salen bien parados de este relato, pues sus discursos y acciones les revelan como verdaderos adalides, a veces inconscientes o ingenuos y en otras ocasiones convenidos, de la meritocracia. La fuerza del neoliberalismo ha terminado por empujar las débiles murallas del liberalismo de izquierdas. Algo que también se advierte (y esto es de consumo propio) en la desaparición de la escena política de la solidaridad endógena (en la propia sociedad en la que se habita) y su despliegue testimonial sobre una solidaridad exógena (con los países desfavorecidos), que lava conciencias.

En fin, la tesis que también reitera el autor es que “existen razones para pensar que la antipatía populista hacia las élites meritocráticas tuvo su importancia en la elección de Trump y en el sorprendente resultado del referéndum en Gran Bretaña”. En poco tiempo veremos si todo esto se confirma. Pero lo más trascendente de la tesis de Sandel radica en su concepción de la meritocracia estadounidense como “un cóctel tóxico”, pues “en condiciones de desigualdad galopante y movilidad estancada reiterar el mensaje de que somos individualmente responsables de nuestro destino y merecemos lo que tenemos erosiona la solidaridad y desmoraliza a las personas a las que la globalización deja atrás”. También advierte frente a la retórica del ascenso, que cuanto más se repite, también por la política, “comienza a haber motivos para sospechar que ya es una falacia”. Más aún cuando la desigualdad es cada vez más creciente. Y este razonamiento, sí que tiene extensión más allá del contexto de los Estados Unidos, particularmente en nuestro país, aunque no sólo. Pues ello genera frustración y desesperanza, como formas de descontento social que cada vez están creciendo de forma perceptible en determinadas capas de la población.

No vale con decir que quien se esfuerza lo consigue, porque ello es verdad a medias o en algunos casos ni siquiera verdad. La movilidad social es un ascensor averiado. Y tampoco vale, a juicio del autor, con poner todos los huevos en la cesta de la educación, pues depende cómo se haga puede resultar un fiasco, que se manifiesta en lo que él denomina el “credencialismo” (y aquí llamaríamos “titulitis enfermiza”). En este punto la realidad estadounidense y la española de bifurcan, al menos hoy en día. La obsesión de Sandel son las universidades de élite y su restringidísimo acceso. La educación (mal entendida) deriva en ese credencialismo que se transforma fácilmente en “soberbia meritocrática”. Y ello produce ese malestar al que nos venimos refiriendo, así como “actitudes corrosivas para la dignidad del trabajo y de la clase trabajadora”. La élite profesional toma el poder por asalto, pues se sitúa en el cielo y de allí observa, entre benefactora y displicente, al resto del universo. A su juicio, la universidad (estadounidense) “se ha convertido en un símbolo de privilegio credencialista y de soberbia meritocrática”.

El puente argumental lo sitúa el autor a la mitad de la obra, cuando expone: “Enfrentarse a los fallos de la meritocracia y la tecnocracia es un paso indispensable para abordar ese descontento y volver a concebir una política del bien común”. Cómo ha de hacerse esa transición es algo que el profesor de Harvard nos pretende resolver al final de la obra, con soluciones bien es cierto de sesgo marcadamente académico que, aparte de racionales y sensatas, difícilmente serán comprensibles por el común de los mortales que no formen parte de esa élite a la que él mismo pertenece. Esa es la paradoja de su propio discurso, pues al fin y a la postre él mismo es profesor afamado de la Universidad de élite por excelencia: Harvard. Las cuestiones más filosóficas del debate sobre el mérito las plantea en el capítulo V, que aquí no abordaré, pero el discurso sigue anclado en su diagnóstico inicial (que hereda del sociólogo británico antes citado): “Una sociedad que posibilita que las personas asciendan, y que exalta esa ascensión, está emitiendo al mismo tiempo un duro veredicto contra aquellos que no lo hacen”. Cuidado cómo se interpretan esos matices, pues habrá quien piense que el autor se desliza hacia un falso igualitarismo, lo cual no es cierto. Una vez más, aparece la sombra del éxito (del mérito) o del fracaso. Ganadores y perdedores. La pregunta pertinente es, por tanto, hasta qué punto la meritocracia es en sí un ideal defectuoso. Probablemente tal cuestión debería contextualizarse y comprender también qué consecuencias tiene en cuanto a diferencias de escala, así como si una meritocracia bien gestionada quiebra o rompe la armonía social, la tensa, puede llegar incluso a ser funcional o también ayuda a la cohesión social. Hay ejemplos de todo. Y malos ejemplos, también. Dependerá de dónde se proyecte, cómo se aplique y en quién se encarne.

La manía “clasificadora” (una de cuyas expresiones son los malditos rankings) la trata Sandel desde la óptica de acceso al selectivo club de las Universidades de élite americanas (Harvard, Yale, Stanford, etc., o del  club de la Ivy League). El libro, y esto es importante tenerlo en cuenta, está muy trufado con ese contexto. Tal enfoque, sin embargo, ofrece lecciones muy jugosas, por ejemplo la de que “el rival más poderoso del mérito es la noción de que nuestra suerte escapa a nuestro control”. Según sus palabras, el mérito “resulta mezquino con los perdedores y opresivo con los ganadores, (pues) termina convirtiéndose en un tirano”.

La parte más propositiva, una vez desmenuzado el diagnóstico del problema, se halla en la idea del reconocimiento del trabajo o, si se prefiere, en la dignidad perdida que debe recuperar el trabajo, una herida muy profunda causada a la clase trabajadora. Sandel propone aquí algo muy razonable: el empleo, cualquiera que este fuera, debe ser “también una fuente de reconocimiento y estima sociales”. Describe perfectamente las dramáticas “muertes por desesperación” como motivo de la crisis industrial, las fuentes del resentimiento, la quiebra del sueño americano, así como los temores que acechan (ya están aquí) con el proceso de automatización del trabajo. El crecimiento económico de la globalización conduce a “un persistente incremento de la desigualdad”.

¿Y dónde están las soluciones? Aquí, el autor esboza un recetario con el que resulta difícil no estar de acuerdo (la agenda política debe prestar atención tanto a la justicia contributiva como a la distributiva; definir el bien común como suma de preferencias de toda la ciudadanía; favorecer una concepción cívica; reforzar la deliberación con nuestros conciudadanos; superar la economía política solo preocupada por la magnitud del PIB y su distribución; evitar el empobrecimiento de la vida cívica; etc.). Mucho énfasis en la deliberación como receta, que siendo compartida, no deja de ser en muchos casos un pío deseo. Los hechos van por otros derroteros. Su gran solución, que cabe compartir plenamente, es dignificar el trabajo (algo que avala, y así lo señala, por la importancia de determinados empleos durante la pandemia, como cajeros, repartidores, trabajadores esenciales, etc.), utilizando además el sistema fiscal para ello (“desalentado la especulación y mostrando respeto por el trabajo productivo”.

El problema para el premiado con el Príncipe de Asturias en ciencias sociales en 2018 es sobre todo moral, aunque también político. Las cuestiones morales subyacen a nuestros sistemas económicos y a esa concepción tecnocrática o meritocrática formulada en términos patológicos. Ciertamente que sus efectos duros están fracturando la sociedad y quebrando el sentido de pertenencia, que se debe cultivar para generar “un sentido de comunidad suficientemente robusto como para que los ciudadanos puedan decir (creer) que “todos estamos juntos en estos”; no como un conjunto ritual de crisis (idea, por cierto, muy interesante), sino como una descripción realista de nuestras vidas cotidianas”. La duda que nos cabe tras leer esta magnífica obra es si no se ha puesto demasiado peso en el fardo de la meritocracia como factor profundamente desestabilizador de las sociedades occidentales. Como todo en la vida, habrá algo de cierto, más aún en el contexto que el autor focaliza su atención, y posiblemente requiera matizarse en otros. A ello nos dedicaremos en una entrada posterior, donde volveremos sobre el principio de mérito, su proyección en la política, en el gobierno y en la administración; pues de ello, aunque sea incidentalmente, también se ocupa Michael J. Sandel. Allí me remito.

jueves, 1 de octubre de 2020

Dos millones y medio de empleados públicos podrán teletrabajar a partir de este jueves



Cerca de dos millones y medio de empleados públicos podrán acogerse a la modalidad de teletrabajo a partir de este jueves, después de que el acuerdo alcanzado por el Gobierno y los representantes principales de este colectivo de trabajadores (CSIF, CC OO y UGT) para la actualización del Estatuto Básico del Empleado Público (EBEP) haya sido ya publicado este miércoles en el BOE. Por medio de este pacto, que toma forma con la inclusión del artículo 47 bis, los trabajadores públicos podrán desarrollar su trabajo fuera de las dependencias de la Administración “siempre que las necesidades del servicio lo permitan”, y “mediante el uso de tecnologías de la información y comunicación”. Con la publicación de este decreto ley, se abre un plazo de seis meses para que las comunidades autónomas lleven a cabo su adaptación territorial “siendo objeto de negociación colectiva en cada ámbito”.

El pasado 11 de junio tuvo lugar la Conferencia Sectorial de Administración Pública en la que se acordó elaborar una propuesta para la modificación del EBEP, para la cual se celebraron diversas reuniones de la Comisión de Coordinación del Empleo Público. Esa resolución inicial sometida a negociación obtuvo finalmente el respaldo de los agentes sociales en su reunión de 21 de septiembre de 2020, y fue finalmente ratificada por la Mesa General de Negociación de las Administraciones Públicas.

Los efectos de la pandemia en el entorno laboral han forzado tanto al sector público como al privado a afrontar un avance en el desarrollo de nuevos instrumentos de trabajo. En el texto del BOE, la actualización del EBEP con la incorporación del teletrabajo se justifica, entre otros motivos, por sus “importantes ventajas con potencial para reducir la expansión de la Covid-19”, del mismo modo que asegura que el teletrabajo se ha mostrado “como el instrumento organizativo más eficaz para mantener la actividad y prestación de servicios públicos, garantizando a la vez la prevención frente al contagio”. Otro de los apartados a los que se hace mención en el texto es el de la conciliación laboral y personal, un problema presente en muchas familias como consecuencia de las distintas medidas restrictivas que se han llevado a cabo en los últimos meses.

Evaluación preventiva

La posibilidad del acceso al trabajo remoto por parte de los funcionarios y personal laboral de la Administración no quiere decir que este sea el marco ordinario para desempeñar su tarea. De hecho, requisito previo será “la valoración del carácter susceptible de poder realizarse mediante teletrabajo de las tareas asignadas al puesto, la correspondiente evaluación y planificación preventiva, así como la formación en competencias digitales necesarias para la prestación del servicio”. Otro de los puntos a destacar de este nuevo paradigma laboral que se desprende del Acuerdo Marco Europeo sobre Teletrabajo suscrito por los interlocutores sociales europeos en julio de 2002 y revisado en 2009, hace referencia a la necesaria convivencia entre el trabajo remoto y el presencial, que no podrá desaparecer, garantizando así “un adecuado servicio a la ciudadanía”.

Una de las principales reivindicaciones de los sindicatos y que quedó resuelta en el acuerdo y ha sido oficializada con la publicación del decreto ley es el carácter voluntario y reversible de la modalidad del teletrabajo, así como la obligación de la Administración de proveer y mantener los medios tecnológicos necesarios para la actividad de los trabajadores.