Un país como España en que la economía sumergida llega al
26,6 del PIB (dobla la media europea que agrupa a algunos países muy
precarios), que representa un volumen económico de 253.135 millones de
euros y con una elevada densidad de casos de corrupción política debería
tener un amplio volumen de empleados públicos destinados a evitar
(prevenir) y controlar las prácticas sociales y políticas de carácter
fraudulento (inspectores de hacienda, miembros de tribunales de cuentas,
jueces, fiscales y policías especializados en corrupción y delitos
monetarios).
Pero sucede justo lo contrario: España posee solo un
inspector de hacienda por cada 1.958 habitantes según el Consejo de
Europa que es muy baja se la comparamos con los 740 habitantes por
inspector en Alemania o los 942 de Francia. La media de los 28 países de
la Unión Europea es de un inspector por 970 habitantes. Sirva como dato
que dos de los países europeos considerados más corruptos, Italia y
Grecia poseen respectivamente un inspector de hacienda por cada 1.849
(muy parecido a España) y 1.216 habitantes. Otro déficit importante en
España es el del volumen de jueces y fiscales. Según el Consejo de
Europa, España posee solo 11,2 jueces y 5,3 fiscales por cada 100 mil
habitantes que es casi la mitad de la media europea. En Alemania hay,
por ejemplo, 24,7 jueces por cada 100 mil habitantes. En cambio, España
es el país europeo que posee más abogados que son la contraparte de
jueces y fiscales en ejercicio (solo superado por Italia y Grecia) con
266 letrados por cada 100 mil habitantes (Francia con un sistema
judicial similar al nuestro solo posee 76). Por otro lado, el Tribunal
de Cuentas que es el que fiscaliza ex post todas las cuentas
públicas del país solo tiene 700 efectivos de personal. Son muy pocos
para enfrentarse a su teórica ingente tarea.
Finalmente, no se dispone
de datos absolutos ni comparados sobre el contingente de miembros de los
cuerpos de la seguridad del Estado vinculados a la lucha contra los
delitos económicos y contra la corrupción pero parece evidente que estos
efectivos también son muy escasos. En 2014 el Fiscal General del
Estado, Eduardo Torres Dulce, durante la presentación de la memoria de la institución que dirige, expuso que “es
necesario que el Gobierno refuerce con policías especializados y más
inspectores de hacienda las unidades dedicadas a la lucha contra la
corrupción”. En esa misma presentación, Torres Dulce informó de
que la Fiscalía había observado un incremento del 17% en el número de
causas abiertas por delitos relativos a este fenómeno: prevaricación,
blanqueo de capitales, malversación o tráfico de influencias, entre
otros.
Además de estos datos, que hablan por sí mismos, hay que destacar la
precariedad institucional en que se mueven estos profesionales. Por
ejemplo, la falta de independencia de los fiscales sometidos a una
relación de jerarquía con el Gobierno, circunstancia denunciada por una
instancia internacional como GRECO (Grupo de Estados Contra la
Corrupción) que en su informe de evaluación de 2014 muestra su
preocupación por el caso español derivado de la politización de su
justicia. Otro ejemplo de baja calidad institucional sería el Tribunal
de Cuentas, en el que su presidente y consejeros son elegidos
políticamente y que, durante los últimos años (tal y como se ha podido
seguir en los medios de comunicación), ha llevado a cabo unos procesos
de selección de sus profesionales de carácter clientelar y no
meritocrático (un centenar de los profesionales de este elevado órgano
del Estado poseen lazos de parentesco). Si el más alto órgano de
fiscalización económica y de gestión (cada vez entra más en el ámbito de
la gestión) funciona de forma politizada y clientelar con muy baja
calidad institucional todo el sistema público está en situación de
jaque.
En cambio, la Agencia Tributaria tiene reconocida una elevada
calidad institucional (durante mucho tiempo ha sido conocida como una de
las “joyas de la corona” de la Administración General del Estado por su
profesionalidad), pero durante los última legislatura ha sido objeto de
ceses y nombramientos de carácter político y clientelar y ha
protagonizado inquietantes casos de fuga de información fiscal que es
delicadísima y debería estar muy protegida. Tampoco los cuerpos de
seguridad del Estado no destacan por su finura en sus actividades de
investigación de los delitos económicos y de corrupción, y las fugas de
información y las intoxicaciones más o menos interesadas suelen ser
habituales. Sirva de ejemplo que unas unidades como la UDEF (Unidad
Central de Delincuencia Económica y Fiscal de la Policía) y, algo menos,
la UCO (Unidad Central Operativa de la Guardia Civil) son más conocidas
por sus filtraciones y devaneos políticamente interesados que por su
rendimiento objetivo ante la Administración de Justicia. Finalmente,
también resulta sorprendente la abulia de la fiscalía ante los casos más
escandalosos de corrupción pública y privada al no iniciar de oficio
las investigaciones. No deja de sorprender que casos tan evidentes y con
tanta trascendencia social como los dos de Bankia (preferentes y
tarjetas black), los de Bárcenas y Pujol (hasta llegar a 25 causas) hayan sido impulsados por el partido político UPyD y no por la fiscalía.
Todos estos datos pueden achacarse a que España es un país
relativamente pobre y que, por tanto, no tiene capacidad para tener el
número de efectivos idóneos. Pero esto no es cierto, ya que España posee
tres millones de empleados públicos y se sitúa en la media de los
países avanzados de Europa de empleados públicos por habitante (no por
encima, que es lo que se cree). Es decir, estamos en la media de
empleados públicos en general, pero en la mitad de empleados públicos
vinculados a temas de corrupción política y social. Este déficit puede
considerarse como un “descuido interesado” totalmente inaceptable por
parte de los responsables políticos. Es curioso que ningún partido
político en el Gobierno (y muy singular es el caso de los partidos de
izquierdas: el PSOE) haya afrontado este déficit y esta problemática. Y
con el tiempo va perdiendo valor el término “descuido” y va ganando
protagonismo el vocablo “interesado” en el sentido de que los grandes
partidos tradicionales han estado interesados en tener en un estado muy
precario los sistemas de fiscalización y de control. Especialmente grave
es la deslegitimación social de estos organismos (Fiscalía, Tribunal de
Cuentas, UDEF y, más recientemente la Agencia Tributaria) gracias a una
mala dirección y gestión política (¿interesada?) de los mismos. En
cambio, nadie duda de la independencia profesional de los jueces (uno de
los puntos fuertes del país en comparación con otros) pero también
sufre la Administración de Justicia la deslegitimación social debido a
sus escandalosos retrasos por falta de recursos en todas sus actuaciones
y, en especial, en los casos de corrupción dando por buena la conocida
sentencia: “justicia demorada es justicia denegada”.
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