El descrédito y el deterioro de la función pública favorecen el ejercicio de la arbitrariedad política y las decisiones corruptas. Construir una administración profesional, austera y eficiente es difícil, pero no imposible
Antonio Muñoz Molina
9 NOV 2014 - EL PAÍS
El espectáculo ahora por fin visible de la corrupción no habría
llegado tan lejos si no se correspondiera con otro proceso que ha
permanecido y permanece invisible, del que casi nadie se queja y al que
nadie parece interesado en poner remedio: el descrédito y el deterioro
de la función pública; el desguace de una administración colonizada por
los partidos políticos y privada de una de sus facultades fundamentales,
que es el control de oficio de la solvencia técnica y la legalidad de
las actuaciones. Cuando se habla de función pública se piensa de
inmediato en la figura de un funcionario anticuado y ocioso, sentado
detrás de una mesa, dedicado sobre todo a urdir lo que se llama,
reveladoramente, “trabas burocráticas”. Esa caricatura la ha fomentado
la clase política porque servía muy bien a sus intereses: frente al
funcionario de carrera, atornillado en su plaza vitalicia, estaría el
gestor dinámico, el político emprendedor e idealista, la pura y sagrada
voluntad popular. Si se producen abusos los tribunales actuarán para
corregirlos.
Está bien que por fin los jueces cumplan con su tarea, y que los
culpables reciban el castigo previsto por la ley. Pero un juez es como
un cirujano, que intenta remediar algo del daño ya hecho: la decencia
pública no pueden garantizarla los jueces, en la misma medida en que la
salud pública no depende de los cirujanos. Los ánimos están muy
cargados, y la gente exige, con razón, una justicia rápida y visible,
pero no se puede confundir el castigo del delito con la solución, aunque
forme parte de ella. El puesto de un corrupto encarcelado lo puede
ocupar otro. El daño que causa la corrupción puede no ser más grave que
el desatado por la masiva incompetencia, por el capricho de los
iluminados o los trastornados por el vértigo de mandar. Lo que nos hace
falta es un vuelco al mismo tiempo administrativo y moral, un
fortalecimiento de la función pública y un cambio de actitudes
culturales muy arraigadas y muy dañinas, que empapan por igual casi
todos los ámbitos de nuestra vida colectiva.
El vuelco administrativo implica poner fin al progresivo deterioro en
la calidad de los servicios públicos, en los procesos de selección y en
las condiciones del trabajo y en las garantías de integridad
profesional de quienes los ejercen. Contra los manejos de un político
corrupto o los desastres de uno incompetente la mejor defensa no son los
jueces: son los empleados públicos que están capacitados para hacer
bien su trabajo y disponen de los medios para llevarlo a cabo, que
tienen garantizada su independencia y por lo tanto no han de someterse
por conveniencia o por obligación a los designios del que manda. Desde
el principio mismo de la democracia, los partidos políticos hicieron
todo lo posible por eliminar los controles administrativos que ya
existían y dejar el máximo espacio al arbitrio de las decisiones
políticas. Ni siquiera hace falta el robo para que suceda el desastre.
Que se construya un teatro de ópera para tres mil personas en una
pequeña capital o un aeropuerto sin viajeros en mitad de un desierto no
implica solo la tontería o la vanidad de un gobernante alucinado:
requiere también que no hayan funcionado los controles técnicos que
aseguran la solvencia y la racionalidad de cualquier proyecto público, y
que sobre los criterios profesionales hayan prevalecido las consignas
políticas.
En cada ámbito de la administración se han instalado vagos gestores
mucho mejor pagados siempre que los funcionarios de carrera. Obtienen
sus puestos gracias al favor clientelar y ejercen, labores más o menos
explícitas de comisariado político. Pedagogos con mucha más autoridad
que los profesores; gerentes que no saben nada de música o de medicina
pero que dirigen lo mismo una sala de conciertos que un gran hospital;
directivos de confusas agencias o empresas de titularidad públicas, a
veces con nombres fantasiosos, que usurpan y privatizan sin garantías
legales las funciones propias de la administración. En un sistema así la
corrupción y la incompetencia, casi siempre aliadas, no son
excepciones: forman parte del orden natural de las cosas. Lo asombroso
es que en semejantes condiciones haya tantos servidores públicos en
España que siguen cumpliendo con dedicación y eficacia admirables las
tareas vitales que les corresponden: enfermeros, médicos, profesores,
policías, inspectores de Hacienda, jueces, científicos, interventores,
administradores escrupulosos del dinero de todos.
Que toda esa gente, contra viento y marea, haga bien su trabajo, es
una prueba de que las cosas pueden ir a mejor. Construir una
administración profesional, austera y eficiente es una tarea difícil,
pero no imposible. Requiere cambios en las leyes y en los hábitos de la
política y también otros más sutiles, que tienen que ver con profundas
inercias de nuestra vida pública, con esas corruptelas o corrupciones
veniales que casi todos, en grado variable, hemos aceptado o tolerado.
El cambio, el vuelco principal, es la exigencia y el reconocimiento
del mérito. Una función pública de calidad es la que atrae a las
personas más capacitadas con incentivos que nunca van a ser sobre todo
económicos, pero que incluyen la certeza de una remuneración digna y de
un espacio profesional favorable al desarrollo de las capacidades
individuales y a su rendimiento social. En España cualquier mérito,
salvo el deportivo, despierta recelo y desdén, igual que cualquier idea
de servicio público o de bien común provoca una mueca de cinismo. La
derecha no admite más mérito que el del privilegio. La izquierda no sabe
o no quiere distinguir el mérito del privilegio y cree que la
ignorancia y la falta de exigencia son garantías de la igualdad, cuando
lo único que hacen es agravar las desventajas de los pobres y asegurar
que los privilegiados de nacimiento no sufren la competencia de quienes,
por falta de medios, solo pueden desarrollar sus capacidades y ascender
profesional y socialmente gracias a la palanca más igualitaria de
todas, que es una buena educación pública.
Nadie se ha beneficiado más del rechazo del mérito y de la falta de
una administración basada en él que esa morralla innumerable que compone
la parte más mediocre y parasitaria de la clase política, el esperpento
infame de los grandes corruptos y el hormiguero de los arrimados, los
colocados, los asesores, los asistentes, los chivatos, los expertos en
nada, los titulares de cargos con denominaciones gaseosas, los
emboscados en gabinetes superfluos o directamente imaginarios. Unos
serán cómplices de la corrupción y otros no, pero todos contribuyen a la
atmósfera que la hace posible y debilitan con su parasitismo el vigor
de una administración cada vez más pobre en recursos materiales y
legales y por lo tanto más incapaz de cumplir con sus obligaciones y de
prevenir y atajar los abusos. Una cultura civil muy degradada ha
fomentado durante demasiado tiempo en España el ejercicio del poder
político sin responsabilidad y la reverencia ante el brillo sin mérito.
Caudillos demagogos y corruptos han seguido gobernando con mayorías
absolutas; gente zafia y gritona que cobra por exhibir sus miserias
privadas disfruta del estrellato de la televisión; ladrones notorios se
convierten en héroes o mártires con solo agitar una bandera.
Esta es una época muy propicia a la búsqueda de chivos expiatorios y
soluciones inmediatas, espectaculares y tajantes —es decir, milagrosas—,
pero lo muy arraigado y lo muy extendido solo puede arreglarse con una
ardua determinación, con racionalidad y constancia, con las herramientas
que menos se han usado hasta ahora en nuestra vida pública: un gran
acuerdo político para despolitizar la administración y hacerla de verdad
profesional y eficiente, garantizando el acceso a ella por criterios
objetivos de mérito; y otro acuerdo más general y más difuso, pero igual
de necesario, para alentar el mérito en vez de entorpecerlo, para
apreciarlo y celebrarlo allá donde se produzca, en cualquiera de sus
formas variadas, el mérito que sostiene la plenitud vital de quien lo
posee y lo ejerce y al mismo tiempo mejora modestamente el mundo, el
espacio público y común de la ciudadanía democrática.
Antonio Muñoz Molina es escritor.
En el BOPA del viernes 7 de noviembre, se publica el nombramiento de personal directivo del Servicio de Salud del Principado de Asturias, no hay convocatoria pública previa y me consta que alguno de los nombrados no tienen la condición de empleados públicos de esta Administración, tal y como exige la última reforma de la Ley de Función Pública.
ResponderEliminarEste es un claro ejemplo de la falta de profesionales y de la politización de la Adminstración que denuncia Muñoz Molina en su excelente artículo. Pero además es un claro ejemplo del incumplimiento de una ley para tomar una decisión arbitraria.