JOSÉ MANUEL OTERO NOVAS
Abogado y exministro con UCD
“El
núcleo de los remedios contra la corrupción es la disponibilidad de una función pública objetiva, independiente y profesionalizada”
Oviedo, LNE, Marcos PALICIO
José Manuel Otero Novas (Vigo, 1940), jurista,
escritor y dos veces ministro en los gobiernos de Adolfo Suárez, va a regresar
al pasado siguiendo el hilo de la corrupción. Identifica en la expansión del
margen de maniobra del poder político la falla esencial del sistema y en su
condición de testigo directo puede explicar lo que ha pasado aquí. Fue abogado
del Estado en la dictadura “y cuando el gobernador civil quería que hiciera
determinadas cosas y yo me negaba, él, la autoridad política, se las tenía que
tragar”. También fue diputado en los ochenta y recuerda haber asistido primero
al proceso de desmontaje de algunos de aquellos controles a cargo de los
gobiernos socialistas de Felipe González y después a la sucesiva negativa de
sus herederos, empezando por Aznar, a reponer lo derribado.
–¿De aquellos polvos estos lodos?
–Sin duda. Es verdad que la corrupción tiene
causas morales, pero además hay otras que yo llamo estructurales. El Estado
empieza a incrementar muchísimo su actividad, sus funciones y sus decisiones en
el siglo XIX, con la industrialización y el maquinismo. Los políticos, que
antes tomaban una decisión al día, pasan a adoptar veinte, o doscientas, y la
corrupción florece en ese momento de manera impresionante. Para defenderse, la
humanidad inventa el derecho administrativo, las reglas que rigen en las
decisiones de la Administración pública y que tratan de evitar la
arbitrariedad. En la España de este siglo, eso floreció a partir de 1950 y, al
morir Franco, no precisamente por obra suya, teníamos normas que prohibían la
discrecionalidad en el nombramiento de funcionarios, leyes que regulaban el
patrimonio del Estado o la contratación de las administraciones. Estaba la
“intervención”, funcionarios de Hacienda destacados en todos los ministerios y
delegaciones provinciales que examinaban todos los expedientes de gasto...
–¿Dónde se quiebra?
–En mi última legislatura en el Congreso,
1989-1993, siendo portavoz de Presupuestos del PP, fui examinando todas las
leyes económicas y anotando cómo el gobierno del PSOE se cargaba en cada proyecto
cinco, diez, quince controles del derecho administrativo. Lo denuncié. Y no les
acusaba de querer la corrupción, lo hacían con la buena voluntad de quien creía
no necesitar los controles. Decían: “Ya tenemos los del pueblo cada cuatro
años”. Yo les respondía que si eliminaban esos controles acabarían en la
corrupción más espantosa. Si un ministro puede dar el contrato a quien quiera,
probablemente el primero lo dará a la persona mejor para el servicio, el
segundo a los suyos porque considera que son los que más lo merecen, el tercero
a sus amigos y el cuarto por dinero. Porque entre los seres humanos hay santos,
pero no en todas las esquinas.
–González lanzó la reforma y Aznar, estando en
la oposición, le solicitó un paquete de
medidas que prometió aplicar al llegar al
gobierno. ¿Qué sucedió?
–Aznar nos pide un paquete de medidas contra
la corrupción. Una batería de proyectos de ley que presentó en el Parlamento en
una rueda de prensa en la que aseguró que si el PSOE los rechazaba impondría
aquellas medidas en cuanto ganaran las elecciones. No se aplicó ni una.
–¿En qué consistían?
–Una de las fuentes típicas de corrupción son
los “proyectos mejorados”. Uno presenta un contrato por un millón de euros a un
concurso donde todos los demás son por dos, le adjudican el servicio y a
continuación dice que el proyecto está mal hecho, que hay que hacer una mejora
y acaba cobrando tres. Entonces, nosotros propusimos una fórmula: si se
planteara una mejora de más del veinte por ciento se abriría un expediente para
identificar al funcionario que se equivocó y la empresa podría quedar eliminada
para el futuro.
–¿Qué más había?
–Un capítulo importantísimo relativo a la
responsabilidad de las administraciones, porque el gobierno de González en 1989
había decidido tomar medidas muy rigurosas de responsabilidad hacia los
consejeros de las sociedades privadas mientras mantenía para los
administradores del Estado la obligación de responder sólo en casos de culpa
grave. Nosotros proponíamos para las administraciones públicas lo mismo que
para las empresas.
–¿Por qué tanta resistencia?
–Hay una explicación lógica. Llegas al
gobierno y lo primero que piensas es “que no me aten a
mí”. Y lo puedes decir con toda la buena fe.
“Es que soy muy bueno y no necesito estas limitaciones”. Ya se está viendo. En
mi libro “Defensa de la nación española”, en 1997, escribí que estaba
convencido de que el gobierno del PP quería actuar con limpieza, pero que como
no había querido aplicar todas aquellas medidas, por mucho que lo intentara caería
en la misma corrupción que sus antecesores.
–¿Por qué persiste la falta de voluntad?
–Hay dos tipos de políticos, el que va a
robar, y los hay en la vida pública igual que en la privada, y el honrado, que
llega a la política porque le gusta. ¿Y qué es lo que gusta? Yo creo que eso
que se ha llamado erótica del poder existe, y consiste en la facultad de tomar
decisiones a favor de los amigos o de la gente que por su capacidad uno cree
que merece apoyo. ¿Pero qué pasa con los controles? Que reducen la erótica del
poder de cien a diez, que ya no los quieren. Con Filesa en los noventa ya olía
mal y no se ha hecho nada por aumentar el control. Seguimos con medidas
parciales. Ahora vamos a procurar que los enjuiciamientos sean más rápidos o
que los imputados no vayan en las listas. Eso es engañarse, escaparse del
asunto.
–¿Por dónde deberían ir?
–Por ejemplo, un verano de hace unos años
propuse en LA NUEVA ESPAÑA volver a los
juicios de residencia del Imperio Español.
John Elliott lo cuenta. A los virreyes, cuando acababan su mandato, se les
examinaba no sólo de lo hecho desde punto de vista político, sino que se
analizaba qué patrimonio tenía al llegar y cuál al marcharse.
–El problema es que necesitamos a los
políticos para aprobar los controles sobre los políticos.
–No es que los necesitemos. Los políticos son
los que tienen que aprobar los controles que se
les aplicarán a ellos mismos, y eso es muy
difícil. Buscarán mil triquiñuelas para decir que no.
–¿Qué ve en las últimas propuestas anticorrupción?
–Por lo que voy leyendo, mucho me temo que
van a lo anecdótico. En los años ochenta y noventa, cada vez que se destapaba un
escándalo de este tipo, el gobierno y el parlamento hablaban siempre de ampliar
las incompatibilidades. No se daban cuenta de que casi todos los casos de
corrupción los cometen personas que trabajan en régimen de dedicación exclusiva,
de que esa no es la solución. Eso es dar la impresión de que se toman medidas.
–¿Dónde está el núcleo de los remedios?
–Hay un punto de primer orden en la
disponibilidad de una función pública objetiva, independiente y
profesionalizada.
–¿Acabar con la discrecionalidad del poder
político?
–El margen de discrecionalidad que se ha
metido en la contratación pública es tremendo. Esa es una causa evidente,
probablemente la mayor. Otra, nada despreciable, la moral. El político procede
de la sociedad y ésta está desmoralizada, en el sentido de que, en términos
generales, carece de determinados límites morales.
–¿Falta también una sanción ejemplarizante
desde la administración de justicia?
–A eso le doy menos importancia. Es verdad
que una de las reformas que acometió el llamado código penal de la democracia fue
rebajar los plazos de prescripción de los delitos. Y no digo que fuera con mala
intención, aunque entonces hubo quien pensó que era una manera de echarle un
cable al gobierno del PSOE que estaba pringado con la corrupción. Pero yo no lo
digo. Lo cierto es que ese descenso de plazos dificulta mucho la persecución de
estos comportamientos. No creo que haga falta tipificar más delitos. Ya tenemos
la estafa, la falsedad, la administración desleal...
–Hay quien le ve al fenómeno un componente
cultural.
–Discrepo. Los españoles inventamos con fines
turísticos aquello de que España es diferente y no es verdad. Somos iguales que
todos los países de nuestra cultura al menos desde que Roma nos invadió. Hay
corrupción en Estados Unidos, en Francia, en Alemania. Es posible que
en determinados momentos los controles sean
mayores en un sitio que en otro, pero existe. En Estados Unidos tienen, por
ejemplo, la ley del lobby, que sin evitarlo tal vez lo controla un poco
mejor, quizá lo tienen mejor regulado, pero
no creo que haya en esto nada español ni atávico.
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