Pero Cándano no solo se propone contar la historia sociopolítica de Asturies de los últimos cuarenta años. También pretende articular una explicación razonada sobre las causas de la crisis permanente de este país que lo es, pero que según él, carece de proyecto, una tarea que lleva realizando en múltiples artículos de prensa ya desde el siglo pasado. Y a ello dedica un epílogo breve, pero denso, con el que quiere excitar el debate de ideas sobre la realidad asturiana, motivo por el cual el libro tiene ya un valor impagable.
Leo a Cándano con detenimiento y admiración desde bastantes años antes de la publicación del primer número de la revista Atlántica XXII, allá por el mes de marzo del año 2009, y dentro de ese corpus analítico sobre los problemas que lastran al país, siempre me pareció extraordinariamente certera su insistencia en lo que podríamos llamar el problema institucional de Asturies. En “La romería de la autonomía”, un artículo publicado en La Nueva España en septiembre de 2007, advierte que esta es una autonomía otorgada y no demandada, uno de cuyos hechos diferenciales más relevantes, si no el que más, es una clase política a la que califica como desmesurada y endogámica, sobre la que dice: “Esa masa, cada vez más numerosa y compacta, de políticos, cargos públicos, liberados, asesores y burócratas ha sido la gran beneficiada con la autonomía asturiana, y no precisamente los ciudadanos”
Esa idea sobre el carácter parasitario de las instituciones políticas asturianas, también está presente, con mayor o menor alcance, en artículos del sociólogo Holm-Detlev Köhler, del profesor y escritor Luis Arias Argüelles – Meres, del profesor de Estructura Económica David Rivas Infante o en algunas sabatinas intempestivas del escritor y periodista Gregorio Morán, en su característico estilo abrasivo. En el plano literario Xosé Nel Riesgo, en las novelas “Parque temáticu” y “Venti negrinos”, recreó en la llingua del país algunas facetas de esa realidad sórdida en clave de comedia negra.
Pero Cándano tiene el mérito incuestionable de haberla analizado in extenso, en especial, en los artículos del director de Atlántica XXII – y, además, de documentarla informativamente en los años de vida de la revista, con un evidente riesgo personal -, destacando el inaugural y memorable “Una sociedad cableada” que anticipa, en buena medida, la noción de las instituciones políticas extractivas como causa principal del retraso económico de los países, que es una de las ideas fuerza del famoso e influyente libro de Acemoglu y Robinson “Por qué fracasan los países. Los orígenes del poder, la prosperidad y la pobreza”, publicado en el año 2012.
Según esta tesis los países con instituciones políticas controladas por grupos con intereses propios, dirigidos principalmente a mantener su posición de privilegio, generan instituciones económicas de la misma naturaleza, que no producen crecimiento sostenible, ni permiten la redistribución equitativa de las rentas; las cuales, a su vez, retroalimentan a las instituciones políticas extractivas. Una situación que dificulta la innovación e impide lo que el economista Schumpeter llamó la “destrucción creativa”. Todo ello termina por provocar el estancamiento y la crisis: un círculo vicioso.
En “La sociedad cableada” Cándano hablaba de una casta de políticos, allegados, parientes, altos funcionarios, liberados, periodistas y artistas que se repartían, cargos, influencias y silencios. Un retrato duro de esas instituciones extractivas asturianas o, si se quiere decir de otra manera, de un régimen estrictamente clientelar.
Son muchos los ejemplos que podrían ponerse sobre el funcionamiento de este sistema extractivo en Asturies. David Rivas publicó una excelente serie de artículos en La Nueva España en los que desvelaba que el modelo económico implantado aquí era de ese cariz. En el resumen que el mismo hace, la principal obra pública, la ampliación del puerto de El Musel, solo beneficiaba a los intereses empresariales de Arcelor y de Hidroeléctrica del Cantábrico, el modelo energético y el sistema de infraestructuras viarias eran una aberración, la política ambiental y la política rural estaban integradas de forma deficiente, los fondos mineros fueron un despilfarro malgastado en campus universitarios llamados a la marginalidad o en grandes centros comerciales que destrozaban el tejido económico de los concejos mineros.
Por mi parte, sostengo la tesis de que el tinglado institucional del Principado de Asturias hunde sus raíces en las instituciones del tardofranquismo y participa de su naturaleza y estructura clientelar. Aunque el Gobierno Civil y la Diputación provincial se extinguieran con la Autonomía, la estructura de poder encarnada en la alta burocracia facilitó la subrogación de la nueva clase política en las relaciones de intercambio de favores con los poderes fácticos.
La lectura de “No hay país” permite deducir, a mi juicio, que para Xuan Cándano ese sistema extractivo se identificaba, sustancialmente, con el régimen político – sindical del SOMA, en el que José Ángel Fernández Villa hacía y deshacía como un déspota caprichoso, hasta su caída a los infiernos precipitada en octubre del 2014 por la publicación en el diario El País de que estaba siendo investigado por la Fiscalía Anticorrupción por haber ocultado a la Hacienda Pública 1,4 millones de euros. Pero lo que no queda claro en el libro es cómo se está desinstalando el “cableado” tras la desaparición del capo y en qué consiste el proyecto regenerador del presidente Barbón, tras ese giro “asturianista” que detecta en la Federación Socialista Asturiana y que también parece resultar esperanzador para Cándano, más allá de afirmaciones vagas sobre la necesidad de potenciar la autoestima y superar el tradicional inmovilismo.
A mi modo de ver, el relato de la última etapa de la historia política de Asturies de “No hay país” pierde la intensidad previa que atrapa al lector y se transforma en una narración un tanto difuminada. Se echa en falta algún análisis sobre el papel de Juan Cofiño, antiguo diputado villista según señala Cándano en el capítulo dedicado al arecismo, como “hombre fuerte” del Gobierno de Barbón y principal impulsor de las iniciativas políticas de mayor calado; o sobre la influencia gubernamental como grupo de presión de un ente corporativo como la Cámara de Comercio de Uviéu; o acerca de las campañas publicitarias permanentes disfrazadas de información con el fin de manipular la opinión pública en concejos de tanta relevancia social y económica como Uviéu y Siero, que nos retrotraen a los peores tiempos del “Pacto del Duernu”. O, en fin, de los pormenores del proceso todavía inexplicado por el cual el establishment “regional” torció el brazo al presidente Barbón en su proyecto de reforma estatutaria para establecer la oficialidad de la llingua.
También pasa desapercibida la televisión pública autonómica, más allá de una breve referencia a la incomprensible ausencia en su programación de Jerónimo Granda y Maxi Rodríguez, que no ha sido precisamente un modelo de excelencia en sus funciones de servicio público en cuanto a la transparencia en la gestión, la diversidad lingüística y el impulso de una industria audiovisual autonómica. La demoledora tesis doctoral de Azahara Cañedo, de julio de 2018, es una fuente inestimable para documentar todos estos extremos.
Decíamos al empezar este artículo que Xuan Cándano dedicaba el epílogo de “No hay país” a ofrecer una teoría explicativa sobre los motivos de la crisis perpetua de Asturies, que se resumirían así: no hay un proyecto de país, la sociedad civil organizada es muy débil y falta autoestima individual y colectiva.
Empezando por el último de ellos, soy escéptico sobre las explicaciones de tipo cultural o, incluso, psicológico, como justificación de la falta de iniciativa económica (y política). En “Por qué fracasan los países” Acemoglu y Robinson ofrecen ejemplos ilustrativos acerca de que este tipo de razones son más bien la consecuencia y no la causa del mal funcionamiento de las instituciones. El hecho de que cientos de asturianas y asturianos tengan carreras profesionales exitosas fuera de su tierra prueba, a mi juicio, que el problema no es tanto la falta de confianza en uno mismo, como el fracaso de un marco institucional que no ofrece posibilidades de desarrollo, ni incentiva a los emprendedores.
En cuanto al papel de lo que el autor denomina sociedad civil, es decir, los movimientos ciudadanos organizados al margen de las estructuras gubernamentales o de la tutela de entes corporativos de cualquier tipo, me parece imprescindible matizar su diagnóstico. A mi entender, la etapa democrática de Asturies está jalonada de acciones reivindicativas protagonizadas por asociaciones y colectivos ciudadanos que han logrado éxitos notables en diferentes ámbitos: desde la lucha vecinal contra la especulación urbanística e inmobiliaria en concejos como Llanes y Xixón, que llevaron a la anulación en vía judicial de varios planes generales; pasando por plataformas como la de afectados por la incineradora de Serín, que consiguió su paralización, o las actualmente constituidas contra la invasión de los parques eólicos en el occidente o la mina de oro de Salave; a la asociación Asturias Ganadera, que articuló un potente movimiento reivindicatorio alternativo a los sindicatos tradicionales, con movilizaciones masivas en la calle; o a asociaciones con una muy relevante influencia social como la Asociación para la Defensa de la Sanidad Pública de Asturias o la Unión de Consumidores de Asturias.
¿Acaso éxitos tan notables como el recorte del “catastrazo” planeado por Gabino de Lorenzo, el frustrado proyecto de la torres de viviendas de la parcela de El Vasco o la ya bien visible capacidad de influencia y movilización de la plataforma “Salvemos La Vega”, no son una manifestación inequívoca de la vitalidad del movimiento ciudadano en Asturies? Podrían ponerse bastante más ejemplos en otros campos y sectores para probar que, en este aspecto concreto, “No hay país” tiene una laguna evidente.
Otra cuestión distinta es determinar por qué esos movimientos asociativos no generaron nunca un caldo de cultivo capaz de articular un movimiento político en clave asturiana (o asturianista) con capacidad de gobernar el país o, cuando menos, de influir de manera decisiva en las políticas de gobierno, circunstancia en la que, a mi juicio, tiene mucho que ver la pervivencia del centralismo uniformador de las instituciones políticas, educativas y culturales del franquismo en los instrumentos de legitimación de la etapa democrática: medios de comunicación, sistema educativo, élite burocrática etc. Habrá quien pueda defender que Foro Asturias llevaba dentro ese germen, pero yo no lo percibo por ninguna parte, al menos en la breve etapa del Gobierno formada por ese partido.
Llegamos al final. Coincidimos con Xuan Cándano en que Asturies necesita un proyecto de país para salir de la crisis. Seguramente ese proyecto debería gravitar sobre una concepción política asturianista, en el sentido apuntado recientemente por Xune Elipe en un artículo publicado por Nortes, en el que hablaba de la necesidad de constituir un sujeto político no tutelado desde los aparatos partidistas madrileños. Teniendo bien en cuenta también que una visión identitaria de un proyecto político no garantiza necesariamente la pureza democrática de las instituciones resultantes, como da buena prueba de ello el régimen “pujolista” en Cataluña.
Una enorme tarea pendiente que requiere mucha generosidad y un proceso amplio de acumulación de fuerzas, de convergencia de movimientos sociales, excluyendo toda tentación de sectarismo y apostando por la radicalidad democrática como elemento de transversalidad.
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