Gregorio Morán
Sin Permiso
Sorprender no sorprende, pero llama la atención que seamos el
país más corrupto de Europa occidental. No estoy en condiciones de
hablar de la Europa oriental poscomunista, porque no la conozco salvo
los casos delirantes de Albania, Macedonia y Kosovo. Pero lo más
llamativo es que nadie se haga la pregunta en voz alta, y que nuestros
talentos mediáticos no se hayan detenido en pensar a qué se debe: si a
nuestra tradición, si estará incluido en el ADN de los españoles, a la
dieta, al peso de la familia como única institución respetable, es un
decir; a nuestro inveterado desprecio por el Estado, primer pozo de
corrupción nacional.
Aquí se viene abajo cualquier tipo de
patriotismo aldeano. El parecido entre un delincuente económico catalán y
otro madrileño, o asturiano, o gallego, es absoluto. Hago una excepción
para el caso valenciano, porque cabe reconocer que ahí se han alcanzado
cotas de imaginación y desparpajo que asombran incluso a los que
creíamos no sorprendernos ya de nada. Ni siquiera al añorado Rafa
Chirbes, veterano novelista especializado en la descripción de esas
lides, se le hubiera ocurrido cosa tan simple y al tiempo tan
sofisticada como la entrega de un billete negro de 1.000 euros para que
cada militante del PP lo trasformara en dos billetes blancos de 500.
Nada de improvisación, con sistema. De vivir aún, se quedaría de un
pasmo; no hay imaginación literaria capaz de llegar tan lejos.
No
se engañen. Superamos a los italianos y no por un asunto de finezza,
como les gusta decir a los cursis, sino porque nuestra corrupción abarca
al conjunto social, desde los jueces a los políticos, desde la banca
convertida en una organización de timadores –eso fueron las preferentes–
hasta la policía –¿se imaginan a un jefe del cuerpo de inspectores
grabando una conversación con su superior máximo? Pues lo hemos vivido–.
Un
ejemplo para clarividentes. Es sabido que los jueces italianos y la
sociedad organizaron Mani Pulite (Manos Limpias), que arrasó la
corrupción en la clase política y empresarial italiana, tanto y de tal
manera que el miedo de la clase dominante les trajo a Berlusconi. Pero
nosotros fuimos más lejos. La organización Manos Limpias estaba formada
por un puñado de delincuentes, de la extrema derecha, yo conocí a uno,
un tal Bernard, allá por los primeros años de la transición, que
trabajaba de sicario político y económico de Blas Piñar, en Fuerza
Nueva. Lo escribí. Nadie dijo nada, nadie se acordaba de nada, como si
se tratara de otra persona. Conservo de él una buena colección de
fotografías en plena acción fascista. ¡Los restos del franquismo se
habían convertido, ante el silencio cómplice de la izquierda, en los
justicieros! (La izquierda, como siempre por las nubes, siempre
exigiendo lo que la derecha, pero con mayor vehemencia. ¡Nosotros lo que
queremos es un referéndum! Volvemos a los éxitos radicales de finales
de los setenta, cuando el mayor triunfo de la izquierda radical fue que
le proporcionaran, la derecha en el poder, un trabajo seguro. Desde
catedrático con mando en plaza hasta asesor áulico).
Estamos
atados de pies y manos por la ley de defensa del honor. Una joya creada
por decreto para protegerse aquella clase política abnegada, comprensiva
y patriota. Proteger y amparar a los delincuentes. En el fondo,
digámoslo en voz baja, pero al menos para que quede escrito en alguna
parte: en España no hay extrema derecha con peso político, al menos de
momento, en ninguna parte de Madrid a Barcelona, de Valencia a A Coruña.
Y no la hay por algo tan obvio como que está en el poder.
Buena
parte de las leyes de la bendita transición fueron redactadas para
proteger a los delincuentes, de ahí el interés en el garantismo. Un
garantismo jurídico elaborado por los grandes bufetes para crear la
cortina impenetrable que hace imposible que los estafadores, sus
clientes, vayan a la cárcel. Soy lego en asuntos judiciales, pero que el
tema de las tarjetas de Bankia ocupe el lugar que debería servir para
revisar la gestión del banco y llevar a la cárcel a quienes vaciaron el
banco, que fueron varios, me llena de zozobra. Y esto es válido para la
banca en general, una organización profesional que no dudo tendrá a
algún empleado aún con manguitos y cierta dignidad profesional, pero que
han acabado siendo auténticos nidos de estafadores. Impunes.
Leo
milagrosamente en un diario –una noticia crítica en un diario es cada
vez más un milagro laico; ahora lo normal es trabajar con la lengua, y
no me refiero al idioma, sino a la lengua propiamente dicha que te
permite ser gracioso charlista para amas de casa o tertulianos– el
nacimiento del ocupa. No del okupa, de procedencia vasco-abertzale,
joven que toma una casa vacía desde hace años. El nuevo ocupa es un
señorito atorrante, que dirían en América, porque va con c. Ni siquiera
asalta su casa, sencillamente le cambia la cerradura y se instala
dentro. Luego usted debe negociar cómo lo saca. No cuente con la
policía, porque al menos los Mossos consideran que forzar la puerta
manipulada constituiría un allanamiento de la morada del delincuente. El
genio del invento es un tal Bruno, sin apellido, la prensa no hará tal
desaire a un delincuente, uruguayo. Suele escoger casas con piscina,
dueños ausentes y esperar que le paguen, para volver a repetir la
hazaña. Una sociedad que permite esto y la policía y los jueces se
muestran graciosos y benevolentes sirve para imaginar qué harán con un
dirigente de banca, un mafioso de la droga o un blanqueador
internacional.
La transición diseñó una legislación para
delincuentes; fue uno de sus éxitos más silenciados. Te daban el
caramelo de la urna y al tiempo te concedían el derecho a militar en un
partido que olía a pescado podrido. Baste como ejemplo el reciente
fallecimiento de Joaquín Rivero, el pata negra del ladrillo, de la
ganadería de Jerez de la Frontera. Societario del Club de los
Constructores Medio Muertos, pero forrados: Luis Portillo, Jové,
Fernando Martín, Rafael Santamaría, Díaz de Mera, el Pocero o Bautista
Soler. Una sociedad que los plumillas denominan “los señores del
ladrillo”. ¡Un respeto!
Me ha emocionado leer la necrológica de
este “señor del ladrillo” que le ha dedicado el periódico más
influyente. Se le recuerda cuando entró en la lista Forbes entre las mil
personas más ricas del mundo. Léanlo, no tiene desperdicio y lo firma
un tal Noceda, que precisa de este delincuente del ladrillo que
pertenecía “a una familia prócer de Jerez (era primo de Teresa Rivero,
esposa de José María Ruiz-Mateos)”. Ya lo saben, “prócer” consiste en
estafar como RuizMateos vendiendo acciones por botellas de vino añejo.
Ni los chalanes de mi niñez hubieran osado tales desvergüenzas.
Y
sigue el plumilla, en otra frase sobre este “señor del ladrillo”: “La
burbuja estalló sin que Rivero ni la mayor parte de sus colegas hubieran
hecho los deberes”. O lo que es lo mismo, haber soltado amarras y
pasarle el muerto a los ayuntamientos y a los ciudadanos. Ahora, a esto
se le llama “hacer los deberes”. La Fiscalía Anticorrupción le acusó de
información privilegiada. Se lo pasó por sus partes endurecidas de tanto
montar a caballo por las dehesas. Lo que sí me gustaría saber es qué
ocurría con la condena de cuatro años de cárcel que le impuso el
Tribunal Correccional de París, con multa de 375.000 euros y una
indemnización de 208 millones por malversación y blanqueo.
¡Ay,
estos señores de Jerez! Desde que ganaron la guerra no han dejado de
pensar que la vida es breve y la estafa un incidente. Otro prócer. ¡Tú
vota, chaval, lo demás déjanoslo a nosotros! Llevamos toda la vida
ocupándonos de eso. Ese fue el mayor éxito de la transición: que nos
entendiéramos. Pero cada uno en su sitio.
La transición diseñó una legislación para delincuentes; fue uno de sus éxitos más silenciados.
Columnista habitual en el diario barcelonés La Vanguardia y amigo
desde el principio del proyecto SinPermiso, fue un resistente político
en el clandestino Partido Comunista de España bajo el franquismo.
Periodista de investigación e insobornable crítico cultural, ha escrito
libros imprescindibles para entender el proceso que llevó en España de
la dictadura franquista a la Segunda Restauración borbónica. Su último
libro: El cura y los mandarines (Madrid: Akal, 2014).
Fuente:
La Vanguardia, 24 de septiembre 2016
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