Rafael Giménez Asensio
La Mirada Institucional
“Nadie niega que haya todavía países donde las instituciones
democráticas estén mal asentadas o sean incluso un decorado teatral”
(Moisei Ostrogorski, “La democracia y los partidos políticos”, Trotta,
2006)
Hace un siglo, Max Weber ya diferenciaba
entre “partidos ideológicos” y “partidos clientelares”, aunque reconocía
que todos los partidos son ambas cosas a la vez: tienen objetivos
políticos y persiguen asimismo el reparto de cargos.
La profunda mutación que parece estar
gestándose en el sistema de partidos español con la emergencia de
“partidos nuevos” que se suman a los “partidos tradicionales”, puede ser
una buena excusa para reflexionar sobre qué papel han jugado y pueden
jugar los partidos políticos en las instituciones y, más en concreto, en
la provisión de cargos públicos.
La política en España ha tenido siempre,
desde los mismos inicios del régimen liberal, un componente muy marcado
de clientelismo. Los partidos, como también diría Ostrogorski, se han
configurado como “una tropa de asalto al poder para repartirse los
despojos”. El régimen constitucional nacido a partir de 1978 no atenuó
esa corriente de fondo, sino que, ante la multiplicación del tejido
institucional, esa tendencia se vio multiplicada tanto cualitativa como
cuantitativamente.
John Stuart Mill, en su obra Del Gobierno representativo,
contraponía el modelo inglés al existente en buena parte de los países
de la Europa continental de entonces, al afirmar que “el corretaje de
cargos” es una forma de ambición extraña a los ingleses como
colectividad, pues, salvo algunas excepciones, el modo de elevarse en la
escala social tomaba una dirección enteramente contraria: la del éxito
en los negocios o en una profesión cualquiera. No es este, precisamente,
nuestro camino. Aquí, en cambio, se valora a las personas por “lo que
son” (en particular, por el cargo que ocupan), no por “lo que hacen”. La
afición “al cargo” es algo consustancial a ese peculiar carácter
peninsular. No somos los únicos.
No cabe duda que las instituciones en la
etapa democrática han sido pasto de clientelas políticas, como diría
Alejandro Nieto. Pero este no es un fenómeno nuevo. Viene de lejos. Y la
sociedad (la ciudadanía), así como sus medios de comunicación, se han
mostrado enormemente complacientes con esa lacra. Algunas personas se
han beneficiado y otras, la mayor parte, han mirado hacia otro lado,
esperando tal vez su momento. La gravedad del problema no se puede
minimizar.
El espacio natural de la política son los
órganos representativos. Con base en el principio democrático, la
política también dispone de otro hábitat natural para desplegarse, que
son los gobiernos. Y el personal eventual o de asesoramiento político.
Pero, a partir de ahí, se extiende una enorme “zona de incertidumbre”,
al menos en este país. En efecto, entre nosotros, a diferencia de otras
democracias avanzadas, la política cubre los puestos directivos de la
alta administración, los niveles también directivos de las entidades
instrumentales, inclusive penetra por medios diversos en la alta función
pública o utiliza la palanca de la contratación laboral temporal y del
personal interino para introducir sus huestes, como un fenómeno más de
corrupción, en el empleo público. Familias enteras, políticas o de
sangre, conviven en nuestro medio institucional. Y ejemplos hay por
doquier.
Pero, además, los criterios políticos de
reparto de cargos se han extendido sin rubor alguno a todo tipo de
órganos constitucionales, estatuarios o asimismo a los innumerables
“órganos de control” o autoridades “independientes”, creados por el
Estado o por las comunidades autónomas, durante los últimos treinta
años. Así las cosas, el sistema de frenos como medio de control de poder
está profundamente averiado. Y ese déficit no se resuelve solo con la
reconstrucción o reforma de esa “barrera de pergamino” que es la
Constitución. Quien piense así, yerra de plano. Se necesita un cambio
radical de cultura institucional y un renovado sistema de provisión de
cargos que aleje las prácticas clientelares de los nombramientos
políticos en todo este tipo de instituciones, pero a su vez no caiga en
las redes de un rancio corporativismo o de posiciones tecnocráticas
trasnochadas. Se han de establecer reglas nuevas que diseñen
procedimientos en los que la imparcialidad y la competencia profesional
de los designados esté plenamente acreditada.
No se trata, en efecto, de negar lo
evidente. El Estado de partidos es una realidad que nos acompaña desde
hace mucho tiempo. Y no cambiará fácilmente. Manuel García Pelayo en un
libro publicado en 1986 (“El Estado de Partidos“, Alianza
Editorial), intuía ya algunas de las derivas del modelo instaurado en la
Constitución de 1978. Pero su análisis se quedaba corto. Barruntaba el
problema, pero no lo cerraba por completo. Era, quizás, demasiado
pronto.
Hoy en día nadie duda que los partidos
“controlan” aquellas instituciones que deben a su vez ejercer el control
de los poderes públicos estatales o autonómicos, “colocan” en esos
órganos a militantes declarados, antiguos cargos representativos, ex
altos cargos, personas con “sensibilidad” política similar o, incluso,
fieles sin fisuras a quienes pagan servicios prestados. Tales
instituciones están plagadas de personas “afines” a los partidos. Eso
tiene un nombre: la “captura” de las instituciones por los partidos.
Pero también esa práctica significa la ruina del sistema democrático.
Sin instituciones de control el Estado constitucional carece de frenos.
¿Cómo acabar con esta situación? No es
una pregunta de respuesta fácil. Cabe preguntarse, en primer lugar, si
hay voluntad por parte de los partidos, sean estos “tradicionales” o
“nuevos”, para cambiar ese estado de cosas. Y temo ser muy contundente
en la respuesta: hoy por hoy no la hay ni en los “partidos
tradicionales” (quienes han fracasado todos ellos sin excepción, si es
que lo han intentado, en este importante reto) ni tampoco se observa de
forma clara y precisa en las propuestas esbozadas por los “partidos
nuevos”.
Pronto saldremos de dudas. El escenario
de pactos múltiples para formar gobiernos en un futuro inmediato puede
dar lugar a dos opciones. La primera será que los partidos utilizarán su
poder de influencia para continuar con la política clientelar (cada uno
pedirá “su parte”) en el reparto de cargos (ya hay precedentes de esta
tendencia en algunas comunidades autónomas). La situación de deterioro
institucional puede empeorar en este caso.
Y, la segunda, es que se produzca una
auténtica renovación del sistema de provisión de los niveles directivos
de la Administración y de los cargos institucionales, mediante un Pacto
de Estado entre todas las fuerzas políticas (“tradicionales” y “nuevas”)
que fije reglas precisas y procedimientos adecuados para proveer tales
puestos de responsabilidad entre personas de acreditada solvencia
profesional y honestidad contrastada, con la finalidad de reforzar la
profesionalidad, la moral pública y los sistemas de control del poder
dañados de forma intensa tras décadas de mala “praxis”. Nada que ver con
las tibias y deslavazadas medidas de “regeneración” que se han puesto
en marcha, en estos últimos meses. Pura coreografía.
La única opción válida es la segunda,
pero me temo que, viendo como discurren los acontecimientos y los pobres
discursos de esta política espectáculo o de eslogan que nos invade, una
vez más se impondrá la primera. Si así es, de nuevo perderemos la
oportunidad de aprender de nuestros errores y salir del subdesarrollo
institucional en el que estamos “cómodamente” instalados desde hace
siglos. No cabe poner “el vino nuevo en odres viejos”.
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