Nosotros
no sólo tenemos un problema con la casta política, que nos apelmaza
con su soberbia, su corrupción y su impunidad, sino con la costra que
han ido creando a todos los niveles de la administración, ya sea
central o autonómica, hasta abarcar las zonas más comunes de la
ciudadanía. Nos formamos, es un decir, contra la Dictadura y nos
hicimos mayores en la gran burbuja de la Transición. En otras palabras,
nos sirvió de muy poco el pasado y nos ha dejado desmantelados el
presente.
Hay
que ver el documental titulado Corrupción: el organismo nocivo que un
grupo de audaces optimistas han financiado y que se las ven y se las
desean para conseguir que sea proyectado en alguna parte. El
realizador, Albert Sanfeliu. Volcado sobre todo en Cataluña,
actualmente sólo lo proyectan en un cine de Barcelona, el Girona, y los
jueves a las 20 horas. Les queda una sesión, la última, después de dos
meses en los que confieso que no me enteré de su existencia porque
nuestros protectores culturales, también llamados promotores, no me
dieron ni la más mínima referencia de que existía.
Corrupción
es un documental sencillo, técnicamente mejorable, donde una serie de
personajes heroicos afectados por la corrupción de las instituciones de
aquí y de allá, van relatando sus experiencias con una sencillez
pasmosa y un valor a prueba de atentados y presiones. Resulta demoledor
en su naturalidad. El fiscal Jiménez Villarejo; una concejal de
Barcelona en exilio forzoso promovido por sus compañeros del PSC,
Itziar González; un par de funcionarios más que eméritos del
Ayuntamiento de Santa Coloma; un veterano, Fernando Urriticoechea,
rebotado de varias zonas de España, desde Castro Urdiales (Cantabria)
hasta su último destino, Crevillent.
Ellos
van relatando no sólo sus traumáticas experiencias sino que, lo más
llamativo, es el optimismo que respiran tras haber soportado durante
años la erosión vital de la costra, ese nivel mediano de la corrupción
en la que estaban llamados a servir de engranaje. Un engranaje
decisorio porque otorga validez legal a las corruptelas de sus
superiores. Tiene la categoría de gran reportaje, porque no es fácil que
la gente, en situaciones extremas, asediados cuando no condenados por
los medios de comunicación tengan el valor de exponerlo y exponerse.
Ibsen, el dramaturgo sueco, escribió ya de esto hace muchos años en una
obra maestra, Un enemigo del pueblo.
Hay
que escuchar la naturalidad con que Maite Carol y Albert Gadea,
funcionarios del Ayuntamiento de Santa Coloma, y destapadores de la
operación Pretoria, describen su espantosa soledad, sus angustias, la
sinceridad de su aportación ante una ciudadanía reticente. Todos sin
excepción participaban del reparto, unas veces Convergencia, otras
Unió, siempre el PSC, ERC a lo que caiga, magnánimos todos como colegas
de timba. Al que le toca el Ayuntamiento, gracias a la candidez de la
ciudadanía, le cabe repartir entre sus colegas los frutos de la estafa.
No hay muchas diferencias, sólo difieren las oportunidades; unos tienen
más y a otros les quedan las migajas.
Impresiona,
lo confieso, la rotunda expresividad de Maite Carol explicando con una
pedagogía irreductible cómo no podría decirle a su hijo qué cosas no
pueden admitirse -que silenciara por ejemplo una agresión en su
colegio- si ella no hubiera sido capaz de afrontar algo tan descomunal
como negarse a un chanchullo en su alcaldía. ¿En qué mundo vivimos
donde es posible una mafia sin sangre pero cargada de crímenes? ¿Es
necesario que maten para que alguien se dé por aludido? Ignorancia y
paletismo. No saben que la mafia en Sicilia, Calabria y en todo el
mundo, incluida Barcelona y Santa Coloma, primero avisa, luego
advierte, y si es inevitable para la resolución del conflicto de
intereses, entonces mata. Aquí, digámoslo a la brava, basta con el
aviso y la advertencia.
Le
ocurrió a Itziar González, edil del barrio del Raval por los
socialistas. Se opuso al tráfico mafioso de los apartamentos turísticos
y alcanzó la sublimación negándose a aceptar un hotel vecino al Palau
de la Música. (Qué escena se desaprovechó el realizador cuando en el
juicio, donde perdería Itziar González, apenas se entrevé a un Fèlix
Millet en silla de ruedas, que en su caso es como una coraza para la
piedad de los creyentes, fumando ansioso un cigarrillo, y esa cara de
superioridad racial que le ha concedido una casta cómplice).
A ella le asaltaron la casa, le robaron los ordenadores, la intimidaron de palabra y obra, y ni siquiera hubo un conseller que
se sintiera obligado a una intervención institucional denunciando a
los culpables. Silencio. Un incidente. Ella se lo había buscado. Viví
en Euskadi los tiempos en los que a un asesinado se le acompañaba de
un responso de la comunidad: "Algo habrá hecho".
En
una sociedad normal, que no es el caso, lo primero que se exigiría de
nuestra intelectualidad tan sensible que apenas parece que la pagan
sino que les sale del puro corazón, que diría el gran José Alfredo
Jiménez, el mexicano de las rancheras, sería que valoraran si es más
importante desplazar los archivos de Salamanca o aceptar la complicidad
con el descaro y la vileza. Porque el problema de nuestra corrupta y
mediocre intelectualidad es que posee escaso valor para la cultura
crítica y un miedo cerval a que le apunten con el dedo de la
disidencia. Porque la antigua inteligencia crítica, viejos
supervivientes en la era del meritoriaje bien pagado, se apuntan a las
listas de lo nuevo como si con ello quisieran justificar el viaje a los
naufragados pecios en los que se colaron casi anteayer. Me recuerdan
las galletitas que antes hacían en los conventos de monjas, que para no
escandalizar se decían "suspiros de monja" donde debía entenderse como
"peditos de monja".
Por
eso quizá me sorprendió que en un documental tan valiente como
Corrupción se utilice como baremo de la moral y papisa de la decencia a
personaje tan tradicional, cascado y equívoco como Victoria Camps. Es
verdad que estaba a mano y a precio de saldo, pero sin ánimo de ofender
a una figura tan mediocre de nuestro pensamiento académico, debo decir
que todos los que aparecen en el documental tienen una fuerza ética muy
superior a los anquilosados regodeos de Victoria Camps con los
clásicos, vestida y maquillada para la ocasión como un personaje de
Almodóvar. Confieso, sin acritud, que tratándose de figura tan
principal en el marco de nuestras instituciones académicas, senadora
socialista en años oscuros, y de la que jamás recuerdo nada que llamara
mi atención intelectual salvo los apoyos implícitos cuando no
explícitos a la casta gobernante, está de más.
Puesto
a elegir, me quedo con el catedrático de Derecho Penal Joan Queralt,
al que confieso no conocer fuera de un par de mensajes electrónicos,
que ni es amigo ni he tratado en mi vida, pero cuyas intervenciones en
el documental son de una claridad fecunda. Ayuda a entender, que es de
lo que se trata cuando hablamos de pedagogía y valores públicos. A él
debo esa precisión entre la casta de la que todos hablan y aseguran
detestar, y la costra que es nuestra superioridad dirigente, formada
desde hace décadas de desfachatez consentida. Los ricos, y hasta la
gente común, deja propinas cuando va sobrado, pero castiga cuando
llegan vacas más flacas.
Ante
el optimismo flagrante de este imprescindible documental que es
Corrupción y que ya me gustaría a mí compartir, hay una pregunta que
siempre me hago en cada oleada de casos de corrupción institucional y
partidaria que nos asola (yo nunca escribí asuela, es menos preciso), y
se reduce a algo muy personal, que afecta a ese último grado de la
dignidad de la persona humana. Hasta en Italia, algunos altos cargos
corruptos, empresarios pillados en humillante estafa, tuvieron un rasgo
final de dignidad. Se suicidaron. No conozco en toda España un caso de
un corrupto que haya tenido tal gesto. Y añado: no saben ustedes
cuánto desmerece esto a la casta y a la costra.
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