La descomunal crisis por sobreproducción que ha conducido al sistema económico al precipicio, acaso no hubiera sido posible sin la captura de la Administración Pública, minuciosamente planificada por los ideólogos del caos.
Hace tiempo que la prensa americana acuñó la expresión “puertas giratorias” para referirse al tráfico de doble sentido de personas e intereses, entre el sector público y las grandes corporaciones privadas: ejecutivos infiltrados en el poder de dirección de la Administración Pública ( mediante alguna de las diversas modalidades de acceso a puestos de confianza inventadas por el aparato político - económico) y funcionarios fichados por el mercado para transferir información privilegiada e influir en la toma de decisiones de su centro de procedencia.
Quizá sea esta la manifestación más conocida de la captura de la Administración Pública por la economía, pero en modo alguno la única, ni la más relevante.
El asalto de las instituciones públicas se sustenta en un proceso masivo de manipulación del pensamiento, con la imposición de esa neolengua que sacraliza la calidad, el cliente y el rendimiento, desplazando la legalidad, el ciudadano y el interés general al lado oscuro de las palabras sospechosas de anacronismo.
Una profunda desmemoria colectiva, alimentada por unos medios de comunicación dirigidos por quien manda, ha colocado en el territorio del olvido toda referencia mínimamente objetiva sobre el origen y sentido de la Función Pública en los Estados Sociales y Democráticos de Derecho, que no era otro que servir con objetividad a los intereses generales de los ciudadanos, mediante cuerpos de funcionarios imparciales, vinculados estrictamente al cumplimiento de la legalidad.
Hoy sólo algunos personajes renegados o excéntricos – o algún especialista, en voz baja – son capaces de recordar que el desarrollo ordenado de los sistemas socioeconómicos del “bienestar” fue posible mediante la seguridad jurídica introducida en la Administración por profesionales con empleo permanente y acceso al mismo conforme a criterios de igualdad, mérito y capacidad, sustituyendo al entramado de paniaguados del partido gobernante que copaban los puestos públicos en los Estados liberales.
La imparcialidad de los empleados públicos se proyectaba necesariamente en una doble vertiente: “ad extra”, en sus relaciones con los ciudadanos, mediante un estricto régimen de incompatibilidades dirigido a evitar conflictos de intereses lesivos para el servicio público; y “ ad intra”, en las relaciones con el Gobierno, garantizando su neutralidad política mediante un escrupuloso sistema de inamovilidad en los puestos de trabajo y de carrera profesional objetiva, en la que la promoción profesional se efectuaba también con criterios de mérito y capacidad
Después de una intensa campaña de desprestigio de la meritocracia, asociada malintencionadamente a la burocratización y a la ineficiencia, y una vez consumada la invasión de la Administración por los acólitos de la “nueva gestión pública”, gestada en los tanques de pensamiento del neoliberalismo económico, todas las garantías de imparcialidad del empleo público han sido arrumbadas en el estercolero de la historia.
La dirección del gobierno por los capataces del poder económico hace imposible cualquier distinción entre “interés público” e “interés privado”. En consecuencia, hoy el régimen de incompatibilidades de los funcionarios no es más que un artificio sin otra utilidad que la meramente retributiva, pues no hay ningún conflicto de intereses que evitar.
El abandono completo en manos de los grandes emporios industriales de los procedimientos de elaboración de las normas de seguridad industrial y de la inspección y control de los productos que ellos mismos fabrican, o la dirección y control del proceso de urbanización y edificación indiscriminada del territorio por parte de las organizaciones empresariales y financieras del sector, son sólo dos ejemplos, si bien plenamente significativos, de un sistema en el que el poder económico se ha adueñado del Estado mediante la fusión perfecta de las actividades política y empresarial.
Cuando el que gobierna sólo defiende intereses particulares de clientelas más o menos poderosas, la imparcialidad de los empleados públicos se convierte en un estorbo insoportable. De ahí la necesidad de disponer de una red de empleados fieles, cada vez más amplia, particularmente en la elite sobre la que recae la tarea de justificar técnicamente las decisiones previamente tomadas.
No se trata ahora de disponer de profesionales preparados, bien formados, que informen honestamente conforme a sus conocimientos periciales sobre la mejor de las soluciones posibles o sobre la viabilidad de una propuesta política, desde la perspectiva del interés general y el marco de la legalidad de aplicación; si no de suministradores de coartadas.
No se trata ahora de disponer de profesionales preparados, bien formados, que informen honestamente conforme a sus conocimientos periciales sobre la mejor de las soluciones posibles o sobre la viabilidad de una propuesta política, desde la perspectiva del interés general y el marco de la legalidad de aplicación; si no de suministradores de coartadas.
La carrera profesional meritócratica resulta, de este modo, un sistema ineficaz, ineficiente, improductivo, acomodaticio, que debe suplirse por procedimientos de reclutamiento más ágiles.
La inamovilidad en el puesto deja de ser una condición necesaria para la imparcialidad en el desempeño de las funciones públicas para considerarse una rémora, un inadmisible privilegio del trabajador, apoltronado en una plaza garantizada de por vida y sin ningún estímulo para mejorar su rendimiento. La solución pasa, entonces, por la selección digital por parte del poder político, que elige en privado y con criterios que se reserva, pero que siempre tienen que ver con el eufemismo de la búsqueda del perfil más adecuado para conseguir un compromiso más intenso con la Organización.
La inamovilidad en el puesto deja de ser una condición necesaria para la imparcialidad en el desempeño de las funciones públicas para considerarse una rémora, un inadmisible privilegio del trabajador, apoltronado en una plaza garantizada de por vida y sin ningún estímulo para mejorar su rendimiento. La solución pasa, entonces, por la selección digital por parte del poder político, que elige en privado y con criterios que se reserva, pero que siempre tienen que ver con el eufemismo de la búsqueda del perfil más adecuado para conseguir un compromiso más intenso con la Organización.
En todo caso, la contrapartida de la selección a dedo es siempre la posibilidad de cese por la misma vía y con la misma ausencia de motivación: hemos perdido la confianza en Ud. y le agradecemos los servicios prestados.
Si el régimen de incompatibilidades carece ya de funcionalidad y son nulas las garantías de neutralidad política, la pregunta que procede responder es la siguiente: ¿qué sentido puede tener hoy un sistema de función pública integrado por trabajadores con derecho a un puesto de trabajo permanente?
Y otra pregunta más: ¿qué ilusión, qué estimulo tenemos los empleados públicos para acudir cada día al trabajo? Si tienes un mínimo de espíritu crítico, con solo mirar a tu alrededor te entra un bajón que enseguida te llega al vómito. Sí, siempre queda tocar los cojones en la medida que se pueda, siempre hay compañeros y algunas (escasísimas) organizaciones o asociaciones con gente en tu misma onda, pero al final ves que se consigue tan poco...
ResponderEliminarExcelente artículo
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