Corrupción, urbanismo y opacidad
Tanto las reclasificaciones como las recalificaciones de suelo han llegado a superar el 1.000 % el valor anterior
La insufrible cascada de escándalos de corrupción que nos viene
asolando desde hace unos años podría desagregarse en dos grandes tipos
casuísticos: los derivados del espurio cobro de presumibles comisiones
en la contratación de las obras públicas y los ocasionados por una
eventual y fraudulenta aplicación de los procesos de planeamiento
urbanístico. Teniendo en cuenta la mayor sofisticación de estos últimos,
pasemos a analizarlos con mayor detenimiento.
Se suele aducir frecuentemente (y con razón) que la corrupción que
deviene del urbanismo trae causa de la ausencia de transparencia pública
en la tramitación administrativa de los instrumentos de planeamiento.
En aparente contraposición, también se señala (igualmente con razón) que
los planes de urbanismo se ven sometidos a largos e intensos
procedimientos de información pública y participación social para que
cualquier ciudadano, ejercitando la acción pública (no es preciso que
esté directamente afectado), pueda presentar cuantas sugerencias,
alegaciones o recursos considere oportunos, bien en defensa de sus
legítimos intereses privados, bien en defensa de los intereses generales
y colectivos presuntamente vulnerados.
A este respecto, esta aparente contradicción encuentra su explicación
en la opacidad que comporta la documentación que se expone por ausencia
de una auténtica transparencia pública que permita a la ciudadanía
conocer con claridad suficiente, las consecuencias que se derivan de las
propuestas urbanísticas que integran los planes, sobre todo las
económicas y las plusvalías generadas en las mismas.
En este sentido, conviene recordar que el planeamiento urbanístico
produce dos grandes tipos de actuaciones: las denominadas
“reclasificaciones de suelo”, consistentes en el paso del suelo rústico a
urbanizable con la finalidad de que absorba el futuro crecimiento
urbano, y las “recalificaciones de suelo” consistentes en el cambio de
uso y/o atribución de mayor edificabilidad a un suelo preexistente que
ya dispone de un uso y una edificabilidad concretas establecidas por un
planeamiento anterior, modificaciones realizadas sobre la base de
satisfacer presumibles demandas sobrevenidas por razones de mercado.
Obviamente, tanto las reclasificaciones como las recalificaciones de
suelo comportan normalmente un incremento del valor del suelo originario
que, en ocasiones (como aconteció durante la “década prodigiosa”
1998-2007) llega a superar el 1.000 % el valor anterior, lo que genera
un aluvión de plusvalías que el afortunado propietario de suelo recibe
sin haber hecho nada ni invertido un euro (al menos “de manera
confesable”) para merecerlo.
Pues bien, con la finalidad de acotar al máximo este fenómeno
especulativo impropio, el artículo 47 de la Constitución mandata a los
poderes públicos a impedir la especulación del suelo (única especulación
prohibida expresamente por la Constitución), estableciendo para ello
que “la comunidad participará en las plusvalías que genere la acción
urbanística de los entes públicos”. Consecuentemente, resulta necesario
conocer las plusvalías que se derivan de los procesos de reclasificación
y recalificación para poder dar una respuesta adecuada al mandato
constitucional señalado.
Sin embargo, los instrumentos de planeamiento que se someten a
información pública utilizan un metalenguaje técnico ininteligible para
la ciudadanía. Así, las magnitudes utilizadas para identificar las
consecuencias que comportan los procedimientos de
reclasificación-recalificación suelen denominarse “unidades de
aprovechamiento”, “urba-valorías”, “metros cuadrados del uso
característico” u otras entelequias análogas y para nada se habla de las
plusvalías económicas que dichas operaciones comportan, con lo que la
generación de los impropios procesos especulativos y su derivada de
eventuales casos de corrupción quedan emboscados, facilitándose
enormemente estas lamentables e indeseables prácticas sociales.
A este respecto, nada legal impide, sino más bien al contrario, que
en cada reclasificación/recalificación de suelo y durante los
procedimientos de información pública se proceda a exponer los análisis
coste-beneficio que comportan tanto la situación originaria del suelo
como la nueva que se propone, sobre la base de un riguroso estudio de
mercado avalado por una sociedad de tasación homologada por el Banco de
España. Se trata de exponer al conocimiento ciudadano e institucional de
manera clara e inteligible, “negro sobre blanco”, las plusvalías que
estas operaciones generan, posibilitándose de esta forma la satisfacción
del mandato constitucional, sino a impedir, al menos a “acotar” desde
la lucidez que ofrece el conocimiento de la realidad la especulación del
suelo y sobre todo, al disponerse de la información precisa, permitirá
dificultar con mayor solvencia los procesos de corrupción urbanística
derivados del espurio reparto sotto voce de las plusvalías
generadas que en ocasiones se practica y que tanta alarma y escándalo
social produce. En este sentido y como ejemplo de su factibilidad
jurídica, una medida análoga a la señalada ya ha sido incorporada en la
muy reciente legislación urbanística valenciana a instancias del Partido
Socialista sin que su aceptabilidad generara problema alguno.
Como reflexión final, solo cabe resaltar de nuevo la necesidad de
acabar con la opacidad e introducir, al máximo, “luz y taquígrafos” en
los procelosos procedimientos de reclasificación y recalificación de
suelo si queremos impedir, desde el rigor, la continuidad de sus malas
prácticas. Contra la especulación, solo cabe la transparencia, y contra
la corrupción mayor transparencia aún.
Gerardo Roger Fernández, es arquitecto y profesor de Urbanismo del Instituto Pascual Madoz de la Universidad Carlos III.
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