Creo que a nadie escapa que los intermediarios, salvo excepciones, sólo sirven para encarecer el producto final. Así ocurre con las patatas, con la vivienda, con los móviles, con los servicios públicos y con la representación política. Bajo el eufemístico nombre de “externalización” se esconde una práctica que consiste en entregar una parte esencial de un servicio público a un grupo privado generalmente compuesto por amigos, poderosos o asimilados. El grupo al que se le concede la externalización de las radiografías de un hospital, la cocina de un grupo escolar o la lavandería de un centro de ancianos, no arriesga absolutamente nada: Durante el tiempo que estipule el contrato o subcontrato tendrá que hacer radiografías, dar de comer o lavar la ropa a cargo de los presupuestos del Estado por una cantidad que conoce de antemano. La labor del grupo agraciado nunca consistirá en abaratar costes al Estado, sino en maximizar sus beneficios con el dinero que se le ha concedido. Para ello tiene varios caminos que se juntan en uno solo, disminuir la calidad del producto final, reducir el número de trabajadores que hasta su llegada prestaban el servicio, bajar sus sueldos y hacerles trabajar más horas bajo amenaza de despido siempre procedente. La externalización es, por tanto, un chollo, una regalía económica que cae en manos de una empresa determinada –a menudo esa empresa se constituye ad hoc para la concesión, avisada de antemano por quienes pueden y quieren- sin que los miembros de la misma pongan en riesgo su capital, pero sí, y mucho, la calidad del servicio prestado.
Después de muchos años aplicando la receta neoliberal, las empresas
que viven de las externalizaciones de servicios públicos, de contratas y
subcontratas, se han multiplicado por un millón y ahora mismo son una
enorme sanguijuela que chupa la sangre del Erario sin prestar los
servicios que antes ofrecía la gestión directa, pero que, por el
contrario, si han servido para crear grandes corporaciones, grupos de
presión y nuevos millonarios. Hoy es sabido que la gestión privada de la
Sanidad, la recogida de basuras o el suministro de agua –por poner
sólo sectores muy visibles- es más cara e ineficaz que cuando todos los
dineros públicos son administrados por funcionarios públicos
especializados en la cuestión. Hace dos años, el nada “sospechoso”
sindicato CSIT-UP ponía en comparación el coste por persona y año de un
hospital de gestión privada como la Fundación Jiménez Díaz, que ascendía
a 736 euros, con el coste del vapuleado y ejemplar Hospital Público de
la Princesa, que no llegaba a los 480 euros. Es decir, que el coste de
la cama hospitalaria en un hospital público, según informaba el diario Público el
5 de diciembre de 2012, era un 74% más barata que la de un hospital
privado. Entonces, siendo esto así, ¿por qué se externaliza, por qué se
privatiza? No existe ningún estudio serio que demuestre que la gestión
privada abarata el servicio, sin embargo son cientos los estudios
empíricos que dicen lo contrario: El gasto sanitario por persona en
Estados Unidos, con bolsas de exclusión impresionantes y gestión
privada, ascendía en 2013 según la OCDE a 6.540 euros, mientras en
España, con un servicio hasta hace poco eminentemente público y sin
exclusiones, no superaba los 2.361, cifras que no merecen comentario
porque hablan por sí solas. Por otra parte, estamos todos, todos los que
sufrimos en nuestras carnes la privatización del agua, de las basuras,
de la luz, del teléfono, mirando los recibos cada mes desde hace años
comprobamos estupefactos como venimos siendo objeto de un saqueo
constante y creciente sin que apenas tengamos más recurso que el de
indignarnos al hablar con un robot o una explotada empleada telefónica
que no tiene ninguna capacidad resolutoria y que una y otra vez nos dice
–so riesgo de ser despedida- que no nos puede pasar con su superior,
quizá porque donde ella o él trabajan no hay ningún superior, porque la
sede física de las empresas que se están apropiando de lo público se han
evaporado, evanescido, virtualizado, de modo que no hay manera de ir a
un mostrador o un despacho y decirles en directo a los responsables lo
que uno piensa o lo que a uno aqueja. La privatización es, por ello, una
cuestión ideológica y una cuestión de amigos. No hay más objetivo en
ella que el negocio y la corrupción.
Se privatiza porque la derecha nunca creyó en servicios públicos ni
en sectores estratégicos, creyó, y cree, en los privilegios, en los
chanchullos y en los dividendos a costa de los más. Si se cumpliese por
completo su programa, ahora mismo los hospitales públicos estarían en
manos de Boi Ruiz, las escuelas en poder de los salesianos y las
Universidades serían del CEU, quedando para las clases menestrales los
centros de beneficencia tal como eran en el siglo XV pero con rayos X y,
en algunos casos, anestesia. La única razón que impele a los
privatizadores a expoliar el patrimonio de todos es el lucro personal,
la maximización del beneficio, la conquista de los presupuestos
generales del Estado en beneficio propio. No niego que esa razón –la
búsqueda del beneficio personal, del lucro incesante- pueda servir para
gestionar una mercería, un supermercado o una tienda de camisas, pero
desde luego es por esencia perversa a la hora de gestionar los servicios
públicos porque el veinte o treinta por ciento de beneficio que
pretenden sacar, se extrae de la calidad del servicio y de las
condiciones laborales de los trabajadores, suponiendo además un
encarecimiento del servicio prestado que se refleja de modo oneroso en
las cuentas públicas.
Recientemente hemos sabido que la otrora empresa pública ENDESA, la
mayor del estratégico sector eléctrico español hoy en manos de la
empresa pública italiana ENEL, ha repartido un escandaloso dividendo de
15.000 millones de euros. La empresa creció en los años ochenta y
noventa hasta ser privatizada completamente a principios de siglo. Esos
15.000 millones, de no haberse cometido el crimen privatizador, hoy
habrían ido a engrosar las arcas públicas. Lo mismo podemos decir de
Tabacalera, Red Eléctrica, Telefónica, Gas Natural, Repsol, Argentaria,
Aldeasa, Aceralia, CASA y hasta un centenar de empresas que desde 1996
hasta hoy han dejado de contribuir al Erario para hacerlo a la cuenta de
resultados de bancos, cajas y corporaciones multinacionales de los
cinco continentes. ¿Nos ha beneficiado en algo su privatización? De
ninguna manera, pero sí y mucho a los beneficiarios de la venta, de la
privatización téngase en cuenta que sólo el dividendo que repartirá
ENDESA cubre las tres cuartas partes de lo obtenido por las ventas de
todas las empresas públicas hasta 2006. Además, esa privatización
salvaje ha permitido, al dejar al Estado sin presencia ninguna en la
banca, las telecomunicaciones, los combustibles o la electricidad, la
formación de oligopolios privados que actúan sin control e imponen
precios según les viene en gana sabedores de su poder y de la impunidad
de que gozan.
Hoy, más que ayer, se impone la gestión pública de los servicios
esenciales como garantía de buena gobernanza, equidad y justa
redistribución de la riqueza, pero además, cada día se hace más
ineludible, ante el abuso de que somos víctimas casi todos por la
tiránica manera de actuar de las grandes corporaciones privadas, la
creación de una banca pública de primer orden –se podría haber hecho con
los restos de Caja Madrid y Caixa Catalunya- que dinamice el crédito a
las pequeñas empresas y las familias; la constitución de un ente público
de energía que demuestre la falacia del déficit tarifario y actúe al
servicio del bien común; la creación de un Servicio Estatal de Farmacia
que combata, en todos los ámbitos, los excesos insoportables y
arruinadores de los grandes laboratorios y el fortalecimiento,
ineludible si queremos ser un país con futuro, de la Enseñanza pública,
laica y de calidad frente al modelo católico que llevamos padeciendo
desde que en el año 560 Recaredo, rey de los visigodos, se convirtió al
cristianismo.
Además de ser un modelo del pasado que sólo actúa al llamado del
beneficio sin riesgo, las privatizaciones, externalizaciones, las
contratas y subcontratas múltiples, están en la raíz de la mayor parte
de los casos de corrupción que asolan nuestro país. Es inexcusable,
pues, dejar bien claro en la próxima Constitución que rija nuestros
destinos, que determinados servicios son exclusivamente de titularidad y
gestión pública. De otro modo, siempre estaremos sumidos en la
prevaricación interminable, pues es ese el delito que comete, entre
otros muchos, el gobernante que privatiza: Tomar una decisión a
sabiendas de que va contra el interés general.
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