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jueves, 18 de noviembre de 2010

En defensa de la función pública



Respuesta a quienes postulan un retroceso en las garantías de la Administración

IGNACIO ARIAS
LETRADO DE LA JUNTA GENERAL DEL PRINCIPADO

Nunca se nos ocurriría sugerir líneas de estrategia empresarial, y menos aún hacerlo en foros con potencial repercusión pública. Y no lo haríamos porque carecemos de los conocimientos necesarios para emitir una opinión fundada en tal materia.

No parece ser ésa la actitud de Isaak Andic, presidente de Mango, a tenor de las declaraciones formuladas en el marco de la rueda de prensa en la que intervino como presidente del Instituto de Empresa Familiar, en las que propugnaba que los funcionarios tuvieran una estabilidad en el empleo similar a la de la empresa privada y una retribución variable.

Ambas sugerencias son absolutamente inaceptables. La primera, porque supondría un atentado al actual sistema constitucional, y la segunda, porque representaría ahondar en uno de los mayores problemas que aquejan actualmente a la función pública: el clientelismo.

Aunque ya dijo el filósofo griego Cleóbulo de Lindos que «nada hay en el mundo tan común como la ignorancia».

El señor Andic debería saber -y en caso contrario, no opinar- que el factor humano que integra el complejo organizativo de las instituciones públicas está integrado por dos tipos de colectivos: los políticos y los empleados públicos.

Dentro de los primeros los hay que han sido elegidos directamente por los ciudadanos o designados por órganos con representatividad democrática para dirigir la política del país (diputados, senadores, miembros del Gobierno, alcaldes, concejales, miembros del Tribunal Constitucional, del Consejo General del Poder General, Defensor del Pueblo, etcétera). Otros forman parte de órganos administrativos colegiados y consultivos representativos de intereses sociales (económicos, sindicales, profesionales, etcétera).

Dentro de los segundos se encuentran los funcionarios, el personal laboral y el personal eventual. Los dos primeros han accedido al empleo público -puede haber excepciones- mediante la superación de un proceso selectivo; el personal eventual es designado por el personal político para cargos de confianza o asesoramiento especial y cesan con la autoridad o el cargo que los nombró.

El primer conjunto de personas, los elegidos por el pueblo y los designados por los órganos democráticos, integra lo que se denomina la democracia. El segundo, los empleados públicos, integra la denominada burocracia.

El nacimiento de la burocracia pública moderna surge a iniciativa de Napoleón y pivota en torno a la figura del funcionario público inamovible. Esta condición del funcionario público que accede a su empleo por mérito y capacidad ya está presente en la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, en la que se establece que «todos los ciudadanos, al ser iguales ante ella (la ley), son igualmente admisibles a todas las dignidades, puestos y empleos públicos, según su capacidad y sin otra distinción que la de sus virtudes y la de sus talentos».

Democracia y burocracia profesionalizada. Ambas deben convivir y en ambas el elemento humano goza de idéntica legitimidad. El principio de mérito y capacidad, en cuanto produce designaciones a través de competiciones abiertas entre los ciudadanos, es un principio de justificación democrática tan sólido como el principio electivo: una competición por los votos frente a una competición sobre la aptitud profesional porque los espacios a ocupar requieren en un caso el mayor apoyo popular y en otro el mayor nivel de excelencia.

Por tanto, la inamovilidad del funcionario público, aparte de ser una necesidad que la historia ha demostrado como ineludible, constituye una exigencia del Estado de Derecho, y nunca puede ser calificada como un privilegio.

La tesis defendida por el señor Andic supone recuperar las cesantías y un retroceso en las garantías de la Administración y del ciudadano. Si aplicara este mismo ítem histórico a la organización de sus empresas, volveríamos a las jornadas de sol a sol y a los salarios de subsistencia.

Es, en definitiva, una ocurrencia tan estrambótica e inconstitucional como si pretendiera que los miembros de las Cortes Generales estuvieran ligados por mandato imperativo.

Por lo que se refiere a la retribución variable, nada ha erosionado más la función pública que los intentos de introducir retribuciones en función del rendimiento.

En primer lugar, porque en la Administración ni se fabrica ni se vende ropa ni se hacen tornillos, y en la mayor parte de los puestos de trabajo es prácticamente imposible medir un rendimiento. ¿Cómo se mide la productividad de un ordenanza, de la encargada de un registro, de un bombero -por poner sólo algunos ejemplos- cuyo volumen de trabajo depende de voluntades ajenas?

En segundo lugar, porque aunque sea posible diseñar en determinados puestos de trabajo un modelo retributivo en el que parte del salario se estructure en torno a la implicación del funcionario en el desarrollo de sus funciones, los sistemas que se han pretendido implantar hasta ahora dejan a la discrecionalidad de los centros directivos, cuyos titulares son cargos políticos o de libre designación, la determinación de los destinatarios y del importe de esa retribución variable.

Bajo estas premisas -y a los hechos nos remitimos- cualquier intento de incentivar al funcionario eficaz y eficiente está condenado al fracaso porque quien acaba siendo destinatario del premio salarial es el empleado afín, sumiso u obediente.

Sólo es posible arbitrar sistemas de retribución variable en la Administración Pública que garanticen la neutralidad del empleado público, cuando tal variabilidad dependa de elementos objetivos y objetivables a partir de los cuales el interesado, con sólo subsumir su situación de hecho en el marco legal establecido, pueda conocer el importe de su salario. Pensemos, por ejemplo, en cursos de formación y de reciclaje profesional a través de los cuales se evidencie el afán del funcionario por actualizar sus conocimientos y, por tanto, ser eficaz y eficiente en el desarrollo de sus funciones.

Los excesos en la aplicación de las pautas de organización propias de la empresa privada en la Administración Pública pueden reducir las garantías del sistema de mérito y la imparcialidad del funcionario público.

Sugerimos al señor Andic que se dedique a gestionar la empresa que tan acertadamente dirige, pero que se abstenga de juzgar asuntos ajenos en los que no es experto, consejo que está en el origen del manido refrán «zapatero, a tus zapatos».

1 comentario:

  1. Lo del presidente de Mango es de traca, un periódico nada de izquierdas como " El Mundo" ya se hico eco en su día de la denuncia de Intermón Oxfam en las que se señalaba como una serie de empresas del sector textil entre las que figura la susodicha fomentaba la explotación de sus trabajadoras y trabajadores:

    http://www.elmundo.es/elmundo/2004/02/09/solidaridad/1076333452.html

    En cuanto a la cuestión de fondo sobre los funcionarios, a la gente lo que nunca se le explica es que los políticos - no importa de que ideología- con la pasividad cómplice de muchos funcionarios ( no todos, claro) han montado un sistema en el que incumpliendo la ley, que señala que el procedimiento normal y general de provisión de la mayoría de puestos es por concurso y no por libre designación, han pervertido un sistema en el que lo único que se busca es la lealtad personal y no la competencia técnica del funcionario, nombrando " a dedo" a la mayor parte de los funcionarios que ocupan puestos de responsabilidad en la Administración.Eso explica que no importa tanto la productividad ( más allá de la dificultad añadida de su medición en algunos casos), de la misma manera que no importa la competencia técnica sino decir amén al político que para eso se esta cobrando un buen sueldo y tachar de radicales a los que sólo pretenden que se cumpla la legalidad.

    Propuestas como la del presidente de Mango no son más que una consecuencia lógica del proceso de degradación permanente al que esta sometida la Función Pública en este país.

    Pentapolín

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