Rafael Jiménez Asensio
El objeto de esta segunda entrada es únicamente poner de relieve cuáles son algunos de los pilares de la pretendida reforma de la función pública de la Administración del Estado (AE), articulada a través del proyecto de ley que está tramitándose en las Cortes Generales. Acierta, sin duda, el proyecto cuando pone en el centro de sus preocupaciones a las personas (“capital humano”, reza el preámbulo) y a sus fórmulas de gestión, así como a la necesaria mirada estratégica, de la que tanto se habla y tan poco se practica.
No contiene, sin embargo, novedades de relieve el citado proyecto en lo que afecta a los valores éticos o de integridad (pendiente como está la aprobación del Sistema de Integridad Institucional de la AGE, lo que debería haber merecido una mayor atención normativa que un huérfano e insulso precepto). Tampoco hay novedades en la predominante apuesta funcionarial, algo exigido por el Tribunal Constitucional desde tiempos pretéritos y relativamente practicado, ante la plétora del empleo laboral en el sector público institucional, huyendo así de un régimen estatutario que ya casi se ha laboralizado por completo.
Aborda la reforma, en cambio, la necesidad de superar la disfuncionalidad propia de “la existencia de una carrera profesional vinculada al desempeño sucesivo de los puestos de trabajo”; pero optando por la creación de una carrera horizontal que implica sumar un nuevo complemento retributivo, tal como han hecho la inmensa mayoría de las leyes que han desarrollado el EBEP, manteniendo el viejo complemento de destino y el grado personal, decisiones que no eran en la normativa básica las únicas posibles frente a un sistema de carrera profesional integrado, por el que nadie finalmente ha optado. No está claro que, en efecto, el EBEP fuera por esa línea. Pero el peso sindical, y la fragilidad negociadora de los respectivos gobiernos, ha conducido a multiplicar las retribuciones a través de esa vía. Veremos cómo se gestiona esto cuando las reglas fiscales vuelvan por sus fueros, que será muy pronto.
Apuesta el proyecto de ley por “la conveniencia de avanzar hacia un modelo de gestión basado en competencias”. No sé si son muy conscientes los legisladores del jardín en el que se meten. Difícilmente se está gestionando un modelo rudimentario de personal con los rígidos elementos existentes provenientes de la reforma de 1984, tales como las relaciones de puestos de trabajo y la oferta de empleo público (cuyos resultados son, hoy día, bastantes desalentadores), y ahora se pretende sumergir a la AE en la enorme complejidad (técnica y aplicativa) que comporta una gestión integral por competencias de los recursos humanos en el sector público, para la que se necesita personal muy cualificado y una permanente revisión del sistema. Introducir complejidad no es precisamente lo que necesita un gestión a´gil y eficiente de los RRHH. No auguro, y ojala me equivoque, resultados muy esperanzadores en tan importante desafío; salvo que se invierta mucho en reforzar las estructuras de gestión de recursos humanos y sobre todo las competencias de sus técnicos. Sin un plan de choque frontal, ese objetivo será un pío deseo. Y, aun así, veremos. Los cementerios de función pública en España están llenos de modelos de gestión por competencias.
También se persigue –objetivo muy loable- “una regulación de la dirección pública profesional, necesaria para fortalecer la capacidad de liderazgo en la función pública”. El proyecto enmarca la DPP en su espacio natural regulatorio, la función pública; dejando extramuros (pues no es de su competencia) el nivel directivo reservado a los altos cargos, verdadero talón de Aquiles del problema. Para eso hay que reformar otras leyes, que la política no quiere. Se limita, por tanto, la DPP a los órganos directivos de las Subdirecciones Generales y puestos asimilados. La pregunta es si ello logrará, por fin, erradicar la libre designación y el libre cese de la provisión de esos cargos. De la redacción del proyecto no parece que ello se vaya a conseguir, aunque se introducen algunas mejoras (incorporación del principio de “igualdad” en el procedimiento de nombramiento; que deberá convivir con el procedimiento de “libre designación”, lo que anuncia una potencial conflictividad jurisdiccional). Tampoco es un buen cierre del modelo reconocer que “excepcionalmente” se podrá cesar a un directivo profesional por “pérdida de confianza”; con lo cual –ya se sabe, la excepción convertida en norma- el período de cinco años se verá sometido a los vaivenes propios de la política.
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