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sábado, 5 de noviembre de 2011

Fouché o la traición perpetua


Fouché o la traición perpetua
Recuperado el magistral ensayo biográfico de Stefan Zweig sobre el camaleónico ministro de Policía de Napoleón
        
Cuando, en 1815, después de los efímeros Cien Días del Napoleón escapado de Elba, Chateaubriand vio entrar del brazo en la antesala del recién restaurado Luis XVIII al cojeante duque de Talleyrand y al espectral Joseph Fouché, duque de Otranto, sintió como le recorría el espinazo una oleada de sarcasmo que habría de reflejar así en sus Memorias de ultratumba: «El vicio apoyado en el brazo de la traición». Talleyrand, una vez más, acababa de ser nombrado ministro de Exteriores y actuaba de introductor de Fouché, destinado a ser, por cuarta y breve última vez, ministro de la Policía. Obviamente, el noble Talleyrand, epígono deslumbrante de la decadente aristocracia dieciochesca, era el vicio.

Joseph Fouché (1759-1820) ha pasado a la Historia, porque esa fue la función que mejor desempeñó a lo largo de casi dos décadas, como el fundador de los modernos servicios de información. También como la quintaesencia del político superviviente capaz de quedar siempre del lado de los vencedores. Sólo el longevo Talleyrand (1754-1838) le supera como emblema de la capacidad para mantenerse a flote en cualquier circunstancia: ocupó puestos de relevancia durante medio siglo, desde el reinado de Luis XVI hasta el de Luis Felipe de Orléans, sobreviviendo incólume a los tormentosos avatares de la Revolución Francesa y el Imperio napoleónico. Sin embargo, si en algo le desbanca Fouché es en la capacidad para encarnar ante la Historia la figura del traidor tenebroso que sabe callar a tiempo y urde sus triunfantes golpes en la oscuridad.

«Sólo he conocido a un auténtico y completo traidor: ¡Fouché!», escribió Napoléon en las escuetas memorias que, mitad y mitad, redactó y dictó en su destierro definitivo de la isla de Santa Helena. Sin embargo, el que fuera ministro de Policía del Directorio, del primer cónsul, del emperador y de Luis XVIII, no sólo quedaría en la memoria del meteórico teniente corso como la quintaesencia de la traición: «Ha sido el único hombre de Estado que he tenido», concedió en otra ocasión. Claro que, para quien no quiera engañarse, es muy probable que en una y otra ocasión el vencedor de Austerlitz estuviera diciendo la misma cosa.

A desentrañar los complejos vericuetos de la personalidad política de Fouché dedicó uno de sus ensayos biográficos el prolífico y controvertido escritor austriaco Stefan Zweig (1881-1942). Quienes estén familiarizados con el autor de joyas como Momentos estelares de la Humanidad ya adivinan que en estas páginas, publicadas por primera vez en 1929, encontrarán tan sólo las referencias históricas indispensables para apoyar el edificio anímico que en verdad le interesa levantar. Zweig, un autor habitual en las bibliotecas de clase media de la España de los años 50 y 60, no engaña: digiere los estudios históricos de los académicos y los regurgita en forma de deslumbrantes ensayos psicológicos deudores de las técnicas de la novela.

Fouché. Retrato de un hombre político, que estos días recupera la editorial Acantilado en la traducción de Carlos Fortea, no escapa a esta norma. También subtitulada en alguna edición anterior como El genio tenebroso (Editorial Juventud), toma su cañamazo histórico de la monumental biografía que en 1901 diera a la luz el erudito francés Louis Madelin. Con posterioridad, la historiografía francesa ha publicado dos grandes obras que completan a la de Madelin: Fouché, le double jeu (Fouché, el doble juego), de André Castelot (1990), y Joseph Fouché, de Jean Tulard (1998).

Si esta última presta más atención a la puesta en pie del aparato policial francés, la primera se distingue por la aportación de numerosos documentos inéditos y por el convencimiento de que las memorias del duque de Otranto, aparecidas poco después de su muerte, son auténticas. Madelin, y con el Zweig, las consideraron apócrifas. En cualquier caso, quienes no tengan claras en su cabeza las etapas de la Revolución Francesa harán bien en hacerse con un «wikiesquema» para encuadrar las aventuras y desventuras de Fouché. Habrán invertido treinta segundos que les resultarán de oro para disfrutar a fondo de las magníficas páginas de Zweig.

Unas páginas en las que se encontrarán un Fouché, de familia de marinos de Nantes, que tras educarse en el seminario pasa a ser profesor de latín, física y matemáticas en diferentes establecimientos conventuales, pero nunca llega a tomar las órdenes. Ya en su juventud está dejando claro que su voluntad está regida por el deseo de no casarse con nadie salvo consigo mismo. Desencadenado el proceso revolucionario, Fouché consigue ser elegido diputado de la Convención, donde al principio se alinea con los moderados girondinos, hasta que los radicales de la Montaña se hacen con las riendas. Él, claro, cambia de bando y, entre otras cosas, se convierte en uno de los regicidas que hacen caer al cesto la cabeza de Luis XVI. Comienza su etapa atea y comunista, en la que destaca por sus desmanes en la represión de la reacción en Lyon. «El ametrallador de Lyon» es un apodo que le perseguirá durante años y que nace de su idea de que la guillotina es demasiado lenta y engorrosa, por lo cual lo mejor es atar a un nutrido grupo de reos y, simplemente, acabar con ellos a cañonazos.

Estos desmanes resultan excesivos para Robespierre, que en el apogeo de su poder es, al margen de un gran aficionado a la guillotina, un socialista moderado e incapaz de prescindir de la idea de un ser supremo. Fouché se ve por primera vez enfrentado a un gigante -el otro será Napoleón- y, cuando ya intuye que su cabeza está próxima a la temida cuchilla, complota a fondo y es la de Robespierre la que rueda, aunque él ha quedado muy tocado por el enfrentamiento y cae en desgracia.

Inicia así un exilio interior, en una buhardilla parisina, del que sólo saldrá gracias a los servicios que presta a Barras, el hombre fuerte del Directorio conservador que sucedió a la etapa del Terror. Barras lo contrata como soplón, poniendo los cimientos de su futura carrera como constructor y jefe de la Policía francesa.

Junto al duelo con Robespierre, los capítulos que Zweig dedica a los continuos alejamientos y aproximaciones a Napoléon, desde el golpe de Estado del 18 Brumario que lo eleva al consulado hasta la derrota de Waterloo que lo entierra en Santa Helena, son el palpitante meollo del libro. Casi dos centenares de páginas en los que el vienés perfila con total nitidez los contornos de una excepcional personalidad que logra convertirse en una de las primeras fortunas de Francia y en árbitro de vidas y muertes, a la vez que sobrevive a sus desobediencias al emperador.

Callar cuando conviene, acumular información sobre todos, desde Napoleón hasta el último conspirador, y no declarar la postura propia hasta el momento de soltar el definitivo mazazo son sus puntos fuertes. Unas luminarias a las que sólo hace sombra, sostiene Zweig, su incapacidad para retirarse a tiempo. Su voluntad, en suma, de aferrarse al poder hasta el final. Una y otra vez Fouché se repone, gracias a su talento, de sus escasos errores. Hasta que toca a su fin el ciclo iniciado en 1789 y, tras facilitar el regreso de Luis XVIII, el hermano de aquel Luis XVI cuya cabeza ayudó a cortar, se ve sumido en sus particulares Cien Días. La muerte en Trieste, envejecido y solitario, sería el final de su postrer y definitivo exilio.

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