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miércoles, 23 de febrero de 2022

La igualdad de oportunidades, ¿de qué igualdad hablamos?


Javier Álvarez Villa

Funcionario de carrera del Cuerpo Superior de Administradores del Principado de Asturias

La reciente publicación en España de dos libros de títulos sugestivos, uno La tiranía del mérito, en el que el filósofo norteamericano Michael J. Sandel desmenuza algunos de los efectos sociales corrosivos de la meritocracia, y el otro, con bastante menor aparato mediático, Contra la igualdad de oportunidades, del sociólogo César Rendueles; ha vuelto a poner de actualidad el viejo asunto del talento personal como motor del ascenso social y, en última instancia, del control oligárquico del poder.

Pero el concepto de igualdad de oportunidades, que se configura como el presupuesto inexcusable de los procedimientos de progreso personal y social por méritos, dista mucho de ser un concepto claro y unívoco. Siguiendo la clasificación que hace G.A. Cohen en el artículo titulado ¿Por qué no el socialismo?, existirían al menos tres modos de concebir la igualdad de oportunidades: el que denomina burgués, el que llama liberal de izquierda y que nosotros calificamos como socialdemócrata, y el socialista o marxista.

La igualdad de oportunidades en el sentido burgués, es sustancialmente una igualdad jurídica formal consagrada en los textos legales y, en primera instancia, en la normas constitucionales sustentadoras de la estructura del Estado. La plasmación seminal de esta formulación, aunque no la primera en el tiempo, es la proclamación de la igualdad de todos los ciudadanos y ciudadanas ante la ley contenida en la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, en la que los revolucionarios franceses afirman fervorosamente que “todos son igualmente elegibles para todos los honores, colocaciones y empleos, conforme a sus distintas capacidades, sin ninguna otra distinción que la creada por sus virtudes y conocimientos”

Frente al régimen estamental, en el que los cargos y los empleos de alto rango se heredaban o se compraban, frente al poder de la sangre y del dinero, la revolución burguesa proclama que el talento, el mérito y las capacidades personales son las únicas vías para el acceso a los empleos y distinciones, porque “los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos”. Una afirmación que se incorpora, con distinto lenguaje, a la Declaración Universal de los Derechos Humanos aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas  en 1948, en cuyo artículo 21.2 se dice que “toda persona tiene el derecho de acceso, en condiciones de igualdad, a las funciones públicas de su país”, pasando de ahí a las Constituciones de una buena parte de las democracias liberales.

La igualdad de oportunidades en su concepción liberal de izquierda o socialdemócrata, no se para en la normativización de un estatus jurídico de igualdad ante la ley y en la negación de todo tipo de discriminaciones, sino que va más allá. Asumiendo esta premisa formalista, pone el énfasis en remover las circunstancias socioeconómicas que impiden que esa igualdad de oportunidades sea real y efectiva. Quién nace pobre o se cría en ambientes familiares y sociales desestructurados, no está en igualdad de condiciones para competir con otros más afortunados, por lo que el Estado debe intervenir mediante políticas públicas, fundamentalmente educativas y de servicios sociales, para “nivelar el terreno de juego”, utilizando la expresión del economista marxista John Roemer.

Por su parte, la formulación socialista de la igualdad de oportunidades, no se limita a corregir las desigualdades socioeconómicas sino que, como explica Óscar Cubo Ugarte en su artículo Marx y Kant: sobre la igualdad de oportunidades, pretende remediar “las desigualdades ligadas a las dotaciones naturales”. Los seres humanos nacen con talentos distintos por razones totalmente azarosas y ajenas a sus méritos personales y ello condiciona decisivamente sus posibilidades de acceso a empleos y cargos.

El mecanismo natural de reparto de talentos y los sistemas educativos que los pulen y abrillantan, ni siquiera respetan la dicotomía ideológica entre izquierda y derecha. A este respecto, en su panfleto igualitarista César Rendueles relata, con cierto candor, su descubrimiento personal, que califica de desconcertante y esperanzador al mismo tiempo, de que personas con ideas políticas muy alejadas de las suyas podían ser buenos gestores de la Administración Pública, mientras que algunos afines hacían un trabajo nefasto.

En la concepción socialista de Marx, la garantía real de la igualdad de oportunidades exige, como punto de partida, reasignar la propiedad de los medios de producción, de tal manera que el derecho de los productores pueda ser proporcional “al trabajo que han rendido”. Como señala Cubo Ugarte, en la teoría marxista existe una primera fase de la sociedad postcapitalista, caracterizada por la distribución igualitaria de los medios de producción, en la que el mérito y el talento personal pasan a ser elementos reales en orden a la obtención de contraprestaciones por el trabajo efectuado y no solo meros principios jurídico – formales como sucede en la sociedad capitalista. En esa primera fase, quién mayor esfuerzo y trabajo realice recibirá mayores contraprestaciones por ello.

Pero será en una segunda fase de la sociedad postcapitalista en la que se supere esta concepción del mérito como elemento decisorio de las percepciones, por el “principio de necesidad”: “¡De cada cual, según sus capacidades; a cada cual, según sus necesidades!” (Crítica del Programa de Gotha). Las personas no son responsables del desigual reparto de talentos naturales entre ellas, por lo que el mérito y la capacidad no pueden ser los condicionantes de los ingresos que se reciben, perpetuando de esta forma la sociedad de clases y la distribución injusta de la riqueza, sino solo de los trabajos y dedicaciones que cada individuo deba realizar en beneficio de la comunidad.

Una concepción radical del principio de igualdad de oportunidades la de Marx que, entre otras virtualidades, permite desvelar esa confusión hoy tan extendida, que asimila de forma equivocada el mérito y la meritocracia, cuando una cosa es el talento y la capacidad como principios a respetar para el acceso a puestos de trabajo y cargos de todo tipo (de cada cual, según sus capacidades), y otra muy distinta su articulación sistémica como elemento decisivo en el ascenso social y la detentación del poder.

Aunque quien esto suscribe comparte, en lo sustancial, las críticas a la meritocracia en cuanto sistema clasista de configuración y reproducción de relaciones de poder, ello no obsta para que, en caso de necesitar de una intervención quirúrgica desee encarecidamente que la cirujana o cirujano que le opere haya sido reclutada por su capacidad y méritos acreditados y no por su afición a la medicina o por el dedo de la amistad.

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