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martes, 1 de septiembre de 2020

España (1960-2020): la clase dominante es la que dicta las ‘reformas’


La conjunción de ideología e interés político y empresarial llevó a la consolidación de una clase dominante trasversal que se hizo con los puestos de mayor influencia y que estuvo en condiciones de determinar qué era lo deseable para la nación. La racionalidad económica se había convertido en el escalón definitivo de la dominación por consenso.


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Pese a la inevitable persistencia de la pandemia, en breve volverán la austeridad y las clases de Economía para todos. Durante los próximos meses, numerosos ‘expertos’ van a demostrarnos cómo la quiebra del país solo puede conjurarse si nuestros dirigentes emprenden audaces ‘reformas’ y medidas de ‘modernización’ del ‘aparato productivo’.

La política parlamentaria va a ser presentada como un lastre para una ‘recuperación’ que solo pueden liderar quienes están dotados del adecuado conocimiento técnico: los altos burócratas que, detrás de las cámaras, realizan sofisticados cálculos para determinar lo que es o no posible. Se trata del eterno y discreto triunfo de la ideología tecnocrática, vigente desde mucho antes de que Margaret Thatcher y Ronald Reagan hicieran sus revoluciones respectivas contra el contrato social de la posguerra.

En España, la continuidad en el liderazgo burocrático y el dominio de la racionalidad económica reinan desde los años sesenta; en particular, desde que, en 1959, el régimen franquista se legitimara con la aprobación del Plan de Estabilización. Se trataba de un conjunto de medidas que no se limitaron a la apertura del país, sino que, además, asfaltaron a largo plazo las redes del poder establecido, construyendo los principales puentes entre las instituciones decisivas que sobrevivirían al cambio de régimen y que conformarían un incontestable sentido común técnico hasta el presente.

El Plan de Estabilización fue un conjunto de medidas que supusieron los principales puentes entre las instituciones decisivas que sobrevivirían al cambio de régimen y conformarían un incontestable sentido común técnico hasta el presente

Para la consolidación de este régimen de pensamiento invariable, los años setenta y setenta jugaron papeles clave, con una progresiva transición institucional y profesional en los aparatos más relevantes del Estado, en particular, en los ministerios de Economía y Hacienda, en el Banco de España y en el Instituto Nacional de Industria (INI), titular de un gigantesco parque empresarial público hoy desierto.

A finales de los sesenta, el INI, presidido por el industrial Claudio Boada, contrató para su recientemente creado servicio de estudios a dos deslumbrantes jóvenes que habían tenido que exiliarse o ir a la cárcel por protestar contra el régimen franquista: Juan Manuel Kindelán y Miguel Boyer. A Boada, y a su jefe inmediato, el ministro de Industria José María López de Letona, no pareció importarles demasiado sus antecedentes.

Kindelán y Boyer acostumbraban a montar a caballo en una finca próxima a la Sierra de Gredos, ‘La Dehesilla’, propiedad del exministro republicano Justino de Azcárate, que representaba la burguesía liberal demócrata fracasada con la Segunda República. Su hija Isabel estaba casada con un economista llamado Mariano Rubio. Rubio, indirectamente emparentado con el ministro de Industria Letona, había comenzado a trabajar en otro servicio de estudios, el del Banco de España, donde un joven contestatario llamado Carlos Solchaga causaba escarnio entre los dinosaurios franquistas. En Hacienda también tuvieron oportunidad de consolidarse algunos otros técnicos, como el propio Rubio durante un periodo y, sobre todo, como el profesor Luis Ángel Rojo —futuro gobernador del Banco de España— o el inspector fiscal Francisco Fernández Ordóñez, cuyo hermano, apodado ‘MAFO’, había obtenido una plaza como Técnico Comercial del Estado.

Los puestos clave de la Administración fueron progresivamente acaparados por nuevas generaciones de tecnócratas de pedigrí democrático que cada vez tenían más lazos y características en común

Sin mediar conspiración alguna, salvo la del transcurso del tiempo, los puestos clave de la Administración fueron progresivamente acaparados por nuevas generaciones de tecnócratas de pedigrí democrático que cada vez tenían más lazos y características en común: el ingeniero Leopoldo Calvo-Sotelo, los economistas del Estado Juan Antonio García Díez y Carlos Bustelo —cuñado de Juan Manuel Kindelán y primo de Calvo Sotelo—, el abogado del Estado Alberto Oliart, el economista y físico Miguel Boyer…

A todos ellos se les adjudicaban características comunes: socialdemócratas de corazón, monetaristas de oficio, como afirmara un banquero de la época. Una descripción que, con todos los matices necesarios, puede resumir el perfil de la tecnocracia actual: fiel a las normas ‘superiores’ de la Economía convencional, pero dispuesta a que esta sea todo lo ‘inclusiva’ posible en su aplicación práctica.

El irrefrenable ascenso del PSOE en 1982 apuntaló a la nueva tecnocracia frente a los desafíos pendientes: luchar contra la inflación y la depreciación de la moneda después de las crisis petroleras, diseñar un instrumento para lidiar contra las numerosas quiebras bancarias, contener el déficit y la deuda pública, encontrar formas de negociación colectiva para domeñar el imparable desempleo y las crecientes demandas sindicales en plena reconversión y destrucción industrial… Todo ello, con la meta modernizadora última, una meritoria entrada en la Comunidad Europea que liquidara, para siempre, los fantasmas fratricidas de nuestra historia.   

El irrefrenable ascenso del PSOE en 1982 apuntaló a la nueva tecnocracia frente a los desafíos pendientes con la meta modernizadora última, una meritoria entrada en la Comunidad Europea que liquidara los fantasmas fratricidas

La red tecnocrática no solo impartía doctrina económica, sino que también perseguía consolidar su influencia en todo ámbito. Por eso, ministros como Boyer y Solchaga lograron poner al frente del gran parque de empresas industriales y energéticas a quienes habían sido sus patrones en la etapa del desarrollismo, e incluso contribuyeron a promover a algunos de ellos, posteriormente, a la capitanía de la gran banca privada, con mayor o menor éxito.

Algunos periodistas llamaron a este espíritu de clan, a esta conjunción de ideología e interés político y empresarial, la ‘beautiful people’, destiñendo un fenómeno infinitamente más interesante: la consolidación de una clase dominante trasversal entre la Administración central, los grandes centros decisorios políticos y unas empresas privadas que habían disfrutado generalmente de una amplia protección por parte del Estado franquista. Dicha clase dominante no solo se hizo con los puestos de mayor influencia, sino que, además, estaba en condiciones de determinar qué era o no lo deseable y factible para la nación. La racionalidad económica se había convertido en el escalón definitivo de la dominación por consenso.

Los ocho años de gobiernos del PP, con la doctrina del ‘déficit cero’, las privatizaciones a precios irrisorios, las bajadas electoralistas de impuestos y la polémica Ley del Suelo remataron el trabajo

Los ocho años de gobiernos del PP, con la doctrina del ‘déficit cero’, las privatizaciones a precios irrisorios, las bajadas electoralistas de impuestos y la polémica Ley del Suelo remataron el trabajo, con el agravante de aprovechar un entorno de tipos de interés bajos, propio de la euforia financiera y de la entrada en el Euro, para fomentar un modelo de crecimiento basado en el endeudamiento y en el escaso valor añadido de un sector inmobiliario inflado con esteroides. De la ortodoxia económica de los gobiernos socialistas pasamos a una variante algo más castiza y poblada de rasgos potencialmente delictivos que pueden sintetizarse icónicamente con la entrada en prisión del exministro del milagro económico, Rodrigo Rato de Figaredo.

La explosión de la burbuja inmobiliaria, la Gran Recesión y la nacionalización de buena parte de la deuda privada no corregirían el sentido común dominante. El ministro de Economía Pedro Solbes, un vicepresidente de la Comisión Europea regresado en 2004 a España para poner un ancla de solvencia presupuestaria a las decisiones políticas más atrevidas, había llegado a presumir de haber alcanzado un superávit fiscal en fechas previas al desmoronamiento de la economía. La ortodoxia de las cuentas públicas encierra numerosos secretos que todavía no han querido ser desvelados a la mayoría.

La racionalidad económica continúa, esta vez, en medio de una infección social de consecuencias todavía inabarcables. El gobierno actual puede sentirse seguro de contar con la ministra de Economía, Nadia Calviño —directora general de Defensa de la Competencia en tiempos de Solbes, exdirectora de presupuestos en la Comisión Europea—, como garantía comunitaria de que las cosas no se les van a ir de las manos. Son demasiados años, décadas, de éxitos y milagros económicos, y sociales, como para echarlo todo ahora por la borda. No nos atrevamos a ser desagradecidos.

Andrés Villena Oliver es doctor en Sociología. Ha publicado Las redes de poder en España. Élites e intereses contra la democracia (Roca Editorial, 2019)

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