Numerosos casos de corrupción relacionados con decisiones administrativas y repetidas sentencias que condenan al Gobierno asturiano por enchufismo en el Principado han vuelto a evidenciar la urgencia de una reforma a fondo de la Administración Pública.
El ejercicio normal de una buena parte de los derechos individuales más importantes de los ciudadanos y, también, de las actividades económicas que generan empleo y calidad de vida precisan de una Administración Pública eficaz, que resuelva con rapidez las necesidades y demandas que se le plantean, sin trámites innecesarios, ni “cuellos de botella” burocráticos que compliquen y retarden la resolución de los asuntos.
No es admisible hoy que la Administración Pública siga requiriendo documentación que ya obra en su poder para otorgar una licencia de obra o de apertura de un local de negocio, una subvención para la compra de vivienda o para reconocer el derecho a un salario social, por poner algunos ejemplos significativos, ni que se autoconceda largos plazos para la resolución de los procedimientos, que no se justifican en ningún interés público sino en la comodidad de una tramitación administrativa tranquila y poco atenta a las necesidades reales de los ciudadanos.
Hace falta modernizar el funcionamiento de la Administración Pública y ello pasa, indefectiblemente, por una reorganización eficaz y eficiente de los recursos materiales y humanos de los que dispone para el cumplimiento de sus fines. No es cierto que la Administración Pública española esté sobredimensionada en cuanto al número total de sus trabajadores, como demuestran las estadísticas de empleo público de los países de la Unión Europea, pero sí lo es que su distribución por sectores de actividad y los sistemas de organización y de motivación y estímulos profesionales dejan mucho que desear y requieren de una reforma urgente.
También es un hecho real que algunos de los procedimientos administrativos más importantes para garantizar el cumplimiento ágil y eficiente de los fines de la acción pública, como los procedimientos de contratación -de obras, de suministro de bienes, de prestación de servicios-, están sometidos, en muchas ocasiones, a un ritualismo vacío y a una multiplicación de trámites inútiles que, además de dilatar innecesariamente los plazos de resolución, paradójicamente aumentan los riesgos de adjudicaciones discrecionales o manifiestamente arbitrarias (las comparecencias en la Comisión parlamentaria del Caso Marea apuntan hacia una deficiente ordenación de la contratación administrativa en el Principado de Asturias, que, por otra parte, ya habían constatado reiteradamente los sucesivos informes de la Sindicatura de Cuentas, con escaso éxito, entre otras razones, por su nula fuerza vinculante).
Una mayor transparencia y objetividad en la contratación pública pasa no por añadir más fases al proceso, sino por objetivar los controles, eliminando las intervenciones personales subjetivas. De ahí la imperiosa necesidad de introducir y generalizar los procedimientos electrónicos de contratación, como la subasta electrónica, en la que se realiza una evaluación automática de las ofertas por medios electrónicos, sin intervención ni evaluación alguna, ni de los funcionarios, ni de los políticos.
Pero el meollo de la reforma de la Administración Pública -uno de los eternos problemas pendientes de la democracia española- tiene que ver, sustancialmente, con la organización de su capital principal, que son los empleados públicos. La obligación de la Administración Pública de servir con objetividad los intereses generales y de actuar de acuerdo con los principios de eficacia, jerarquía, descentralización, desconcentración y coordinación, con sometimiento pleno a la Ley y al Derecho, impuesta en el artículo 103 de la Constitución española, ha topado con dos graves problemas que han convertido alguno de esos principios -sobre todo el del sometimiento de las decisiones a los intereses generales de los ciudadanos y el de eficiencia de la actuación administrativa- en una mera declaración retórica muy alejada de la realidad diaria: de un lado, la politización de la gestión pública, patrimonializada por unos partidos políticos al servicio del capital financiero, que han reproducido e intensificado, bajo el paraguas de la democracia formal, los mecanismos de reparto caciquil del liberalismo decimonónico, y, de otro, el corporativismo burocrático, generado por una élite de altos funcionarios, cada vez más extensa y poderosa, enfeudada con la clase política dirigente, sobre la que influye decisivamente y con la que mantiene estrechas relaciones de confianza de naturaleza estrictamente clientelar, que proporciona a ambas partes un beneficio mutuo.
Mucho se ha escrito últimamente sobre la colonización partidista de la Administración Pública mediante la multiplicación de cargos de confianza o la proliferación de “chiringuitos” en forma de sociedad empresariales o fundaciones públicas, que han servido de “agencias de colocación” para amigos, conocidos, afiliados o recomendados del partido político gobernante y de la leal oposición, así como sobre su relación directa con la epidemia de corrupción que asola el entramado institucional de la Monarquía parlamentaria española. Otra consecuencia muy perniciosa de esta politización partidista de lo público es la gestión ineficiente -y, en tantas ocasiones, despilfarradora- desarrollada con la colaboración indispensable de asesores y empleados sin cualificación, ni méritos profesionales adecuados, y sin ninguna garantía de imparcialidad, más allá que la lealtad personal a quienes les enchufaron en un puesto de trabajo.
Más desapercibido pasa, sin embargo, el corporativismo burocrático como causa de una gestión de lo público ineficiente y ajena a los intereses generales de los ciudadanos, acaso bien parapetado tras la ola de indignación social con la casta política. Aunque la cuestión requiera de un tratamiento mucho más amplio, no está de más advertir que el sistema racional weberiano de Función Pública, integrado por cuerpos de funcionarios imparciales, no deja de ser solamente un modelo ideal y que la burocracia es, indudablemente, una estructura de poder con una enorme capacidad de influencia y decisión, especialmente en la élite de altos funcionarios en contacto directo con los cargos políticos que los nombran “a dedo”.
Establecer controles y mecanismos objetivos para asegurar que esa capacidad de influencia y decisión de la alta burocracia no se utiliza para supeditar los intereses generales o colectivos a sus intereses de grupo o cuerpo, suplantando la voluntad democrática de los ciudadanos, es también una exigencia ineludible de cualquier sistema de organización administrativa pública.
PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII NÚMERO 26, MAYO DE 2013.
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