Javier Álvarez Villa
Nº 10 de la revista Atlántica XXII
“Asturias está cableada de arriba abajo”, se decía en el artículo del director del nº 1 de esta revista, usando las redes de comunicación telemática como poderosa metáfora para reflejar un sistema político clientelista, que condiciona decisivamente cualquier actividad social que pretenda desarrollarse en el territorio astur. Pero, ¿cuál es la naturaleza de ese “cable” y cómo funciona, realmente, esa estructura reticular de control partidista?
El clientelismo político es un sistema multiforme de largo recorrido, heredero del caciquismo decimonónico en la democracia representativa, que describe la actividad de los partidos políticos institucionalizados como repartidores de bienes públicos – incentivos, recalificaciones urbanísticas, contratos, puestos de trabajo etc. – a cambio de fidelidades y apoyos diversos: electorales, financieros, mediáticos o laborales, por citar algunos de las más relevantes. Este proceso de intercambio se consuma, en muchos casos, en perjuicio de terceros con mejor derecho.
El intercambio clientelar, y su cara delincuencial, que es la corrupción, precisan de la intervención instrumental de la burocracia, es decir, de empleados públicos que sostienen el funcionamiento de la maquinaria administrativa. Siendo el beneficio que otorga el político profesional en el trueque clientelar, un bien público, ese tráfico requiere la tramitación, manos o menos formalizada, de un procedimiento administrativo, con la participación imprescindible del aparato burocrático vinculado a la gestión del recurso concedido.
De ahí que las clases o castas políticas que patrimonializan los diferentes órganos de decisión administrativa, se rodeen de burócratas fieles, no ya a la institución pública en la que trabajan y a los intereses generales de los ciudadanos, sino a su persona, facilitando con sus acciones a la carta, o con sus dejaciones, la apariencia de legalidad que sirva de coartada al político repartidor. Hasta tal punto que la extensión e intensidad clientelista de un sistema político se encuentra en relación directa con el porcentaje de funcionarios de confianza que integran la estructura administrativa de gobierno.
Ese aparato conforma, entonces, el entramado de cables por el que circulan los favores otorgados a una amplia clientela. El funcionamiento y la ordenación de los flujos sólo es posible mediante la intervención de burócratas especializados, de confianza política, situados en los puestos estratégicos de control, inspección y supervisión del sistema.
El “cableado burocrático” asturiano del presente comienza a instalarse a partir de la aprobación del Estatuto de Autonomía, en diciembre de 1.981. Se inicia, por entonces, un extenso proceso de construcción de una nueva administración pública, edificada sobre los cimientos de las instituciones preexistentes, fundamentalmente de la vieja Diputación provincial franquista, y del Consejo Regional de Asturias, que aportaron a la naciente Comunidad Autónoma en torno a 2.700 empleados públicos. Dentro de ese nutrido colectivo, se encontraba un grupo de altos funcionarios que se irá acomodando en los puestos de alto cargo de estricta confianza del poder, aunque revestidos de un contenido técnico – administrativo, en concreto, en los de Secretario General Técnico y algunos otros de Director General, así como en las Jefaturas de Servicio, en las que se culminaba la pirámide administrativa funcionarial, pero que también se convirtieron en puestos de confianza política, al generalizarse para su provisión el sistema de libre designación.
Esta especie de aristocracia funcionarial, a la que se acabará bautizando con el significativo epíteto de “patas negras”, comenzará a tejer desde esa temprana fecha, un conjunto de relaciones de naturaleza estrictamente clientelar con la nueva clase política, en las que los favores intercambiados resultan fácilmente identificables: el político gobernante afianza a este grupo de funcionarios en los puestos más elevados de la estructura político- administrativa del Principado de Asturias – con las correspondientes contraprestaciones salariales -, garantizándoles, en caso de cambio o cese, un sistema de rotación de nombramientos que aseguraba el mantenimiento del nivel retributivo; y el funcionario cliente ofrecía, a cambio, su plena fidelidad personal y profesional.
Al mismo tiempo, ese grupo elitista iba configurando una red clientelar de empleados públicos a un segundo y ulteriores niveles en la jerarquía administrativa, reclutando para los puestos de trabajo singularizados – jefaturas de servicio, sección y negociado o equivalentes -, a trabajadores de su confianza personal. Se va dando forma, de esta manera, a un sistema de gestión del personal, en particular, en la vertiente de la carrera o promoción profesional, regido por principios de estricta confianza política, en cuya cúspide se sitúa una elite funcionarial enfeudada con el partido gobernante, cuya renovación se va efectuando con arreglo a estrictos criterios de cooptación, con el fin de evitar que las nuevas incorporaciones pudieran poner en peligro sus intereses corporativos.
En el plano del acceso a los puestos de trabajo de la Comunidad Autónoma, los gobiernos socialistas que se suceden desde el año 1.983 al año 1.995 promoverán un elevado número de procesos selectivos libres – oposición y concurso – oposición -, para atender a las necesidades crecientes de personal, además de otros específicos y de pruebas restringidas para la funcionarización de contratados administrativos, personal interino y laboral. En los primeros años de la autonomía no era infrecuente encontrar tribunales de selección fuertemente politizados, en cuya composición figuraban varios consejeros del Gobierno, práctica que hoy puede provocar estupefacción por su incidencia sobre la imparcialidad y independencia del órgano selectivo. Con posterioridad, se sustituye la ocupación política directa de los órganos de selección por el nombramiento discrecional de sus miembros, sistema que se mantiene hasta nuestras días y que proyecta importantes sombras sobre el funcionamiento objetivo e imparcial de estos tribunales.
Paralelamente, entre los años 1.982 y 1.995 la Comunidad Autónoma de Asturias creó y puso en funcionamiento un total de 18 empresas y fundaciones públicas, a las que se encomienda la gestión de diversas materias y servicios relacionados con las políticas desarrolladas por los sucesivos Gobiernos. Se trata de entes instrumentales controlados por la Administración Pública, pero que actúan en régimen de Derecho Privado, lo que supone que la contratación de su personal se realiza al margen de los procedimientos reglados en la legislación de función pública. Sus plantillas se integran por trabajadores reclutados con las técnicas y mecanismos propios del Derecho laboral o, dicho de otro modo, los gestores de estos entes públicos seleccionan al personal a su servicio como si se tratara de empresarios privados.
Tras el intervalo del Gobierno del Partido Popular, desarrollado en un contexto político de sainete que también salpicó a la gestión del empleo público, entramos en la etapa de los gobiernos de Álvarez Areces, que comienza con el triunfo por mayoría absoluta en el año 1.999 y se prolonga en las dos legislaturas siguientes con el apoyo parlamentario de la coalición Izquierda Unida. Se trata de un periodo singular, claramente diferenciado, en la evolución de la política de ordenación y gestión del empleo público en Asturias, en el que los fenómenos y técnicas de estricto clientelismo laboral que ya venían marcando la situación real de la Función Pública asturiana, se intensifican y expanden hasta el límite de sus posibilidades – hipertrofia de los puestos de libre designación, generalización de los nombramientos provisionales en “comisión de servicios” para cobertura de los puestos vacantes de ascenso, precarización del empleo mediante el abuso de las interinidades, laboralización de puestos funcionariales, creación de nuevas empresas públicas y entes instrumentales (dieciocho desde 1.999 hasta el 2.006) -.
El elemento distintivo de la época consiste en la introducción, de forma intensiva y sistemática, de un nuevo lenguaje administrativo con el que se va socavando y deslegitimando el viejo sistema racional – meritocrático de gestión de los servicios públicos. Con la implantación de esta neolengua, en la que se repiten machaconamente las palabras calidad, productividad, cliente, evaluación, confianza, junto a otros específicos de una jerga administrativa indescifrable como sinergia, implementación, interoperatividad que desplazan y sitúan bajo sospecha a términos clásicos como legalidad, interés general, ciudadano o seguridad jurídica, desembocan en la Administración Pública asturiana el conjunto de valores , técnicas y métodos de gestión que se han agrupado bajo el nombre de “Nueva Gestión Pública” (NGP)
La NGP es, en realidad, el trasunto ideológico del neoliberalismo económico proyectado sobre la Administración Pública, que se presenta para los grandes operadores económicos como un enorme botín que hay que controlar y explotar. Su discurso, que ha calado plenamente en la opinión pública en la medida en la que ha sido el único que han permitido transmitir los grandes medios de comunicación de masas, asocia la ineficiencia y el despilfarro con la burocracia administrativa y plantea como inevitable la introducción de técnicas de gestión privada en la Administración.
La falsa “carrera profesional”, pagada anticipadamente cuando todavía carecía de regulación, anulada por la Justicia y legalizada por la Junta General, es el estrambote final. Una chapuza jurídica descomunal bajo la que se esconde el último ataque a la imparcialidad de los empleados públicos mediante un sistema salarial de incentivos condicionado al visto bueno de la elite de funcionarios de designación digital.
Javier Álvarez Villa, portavoz del Conceyu por Otra Función Pública n´Asturies